Aquilino Duque | 18 de marzo de 2020
Lo que deja escrito Jiménez Lozano es inabarcable, pero aun más lo que leyó, gracias a lo cual nos hizo una historia apasionante del conflicto decimonónico entre la razón y la fe, la ortodoxia y el modernismo.
De José Jiménez Lozano supe por vez primera en Roma, desde donde colaboraba yo en la revista Destino, en la que también colaboraba él desde Valladolid. Eso quiere decir que mi primera impresión de él fue la del “cristiano impaciente” que firmaba las “Cartas” de su rúbrica en el semanario barcelonés. Estas cartas se cruzaban con las que entonces mandaba desde Roma el P. José Luis Martín Descalzo, antiguo compañero suyo, con César Alonso de los Ríos y Manuel Leguineche, en El Norte de Castilla, a las órdenes de Miguel Delibes.
A poco de repatriarme, Delibes me mencionó en su discurso de ingreso en la Real Academia, hizo que el Ministerio de Educación y Ciencia me encargara un libro sobre Doñana y me facilitó la entrada en el diario Informaciones; también me aconsejó que me dirigiera a Leguineche, que llevaba ya la agencia Colpisa, para la que trabajaba otro vallisoletano: Francisco Umbral, y que no se dignó responderme. En cuanto a Alonso de los Ríos, lo conocí en la presentación de las Memorias de José María Aznar, coincidimos en Santander, en Madrid y en Sevilla, y me propuso conmemorar el centenario de la muerte de Menéndez Pelayo, empresa a la que sumé al escritor asturiano José Ignacio Gracia Noriega.
Martín Descalzo estaba en Roma, desde donde mandaba crónicas relacionadas con el Vaticano, y en una ocasión en que el jesuita José María Díez-Alegría perpetró una de sus travesuras, le propuse a Umbral, que hacía poco había pasado por Roma y también colaboraba en Destino, que escribiera una columnita al respecto, y él me contestó que por qué no lo hacía yo, y le contesté que no quería pisarle los callos a Martín Descalzo, muy vulnerable aunque solo fuera por el apellido.
Tanto Martín Descalzo como Jiménez Lozano habían figurado entre los cronistas del Concilio Vaticano II, y el “cristiano impaciente” estaba en la corriente de aire, a mi modo de ver, a la que se había abierto poco antes aquel concilio que, como le dijo Pemán a Gil Robles, “era el primer concilio antiespañol de la historia de la Iglesia”. No sé hasta qué punto la “impaciencia” de Jiménez Lozano seguía esa corriente, en la que el papa Montini ya había husmeado el “humo de Satanás”. Lo que sí sé es que en ella había una cultura y unos conocimientos que me atraían poderosamente y me venían como anillo al dedo en mis crónicas.
Del 1 de agosto de 1973 data una que mandé a Destino, titulada La edad de oro y la universidad del crimen, recogida luego en el libro El cansancio de ser libres. En ella puede leerse: “El cristiano impaciente Jiménez Lozano, al tratar del demonismo de ciertas minorías abyectas de la Inglaterra del XVIII, señalaba hace poco en ellas una inclinación morbosa a mezclar lo erótico y lo religioso y una pretensión de hacer del diablo una especie de Príncipe de la alegría de vivir…”. Ya en España, cuando colaboraba en el diario Ya, creo haber coincidido con él en la redacción de ese periódico madrileño, pero no sería hasta mucho después, y desde Ginebra, donde un amigo mío y de él, José Antonio Otero Madrigal, me animó a conocerlo.
Por fin pude peregrinar a Alcazarén y congeniamos de inmediato. Yo había escrito por entonces algo en torno a Miguel Asín Palacios, la mística sufí y Ben Arabi de Murcia, y él me dijo que el sufismo de al-Ándalus lo habían tomado los árabes en Siria de los Padres del Desierto. También me comentó que en la España actual los únicos que seguían creyendo en Dios eran los viejos franquistas, los del Opus y algún que otro cura. No había pasado una semana de mi visita cuando recibí la buena nueva de que le habían dado el Premio Cervantes. Dos años atrás, se lo habían dado a su paisano Francisco Umbral, que poco antes me había presentado un libro en el Círculo de Bellas Artes. Nadie me puede quitar la satisfacción de haberles traído suerte a los dos. Poco después y en el mismo lugar, mi presentador era Francisco Brines, y animado por el doble precedente, hice voto en público de su candidatura. Esta vez no tuve suerte.
La suerte mía fue el intercambio de libros, de electrogramas, las charlas telefónicas y las visitas sucesivas a Alcazarén con almuerzos en Olmedo y el honor de que me prologara la segunda edición aumentada de mis Crónicas extravagantes. Muy presente lo tenía, no ya en alguna de las “Edades del Hombre” que llegué a visitar en Castilla, y a las que tanto impulso dio, sino en la amenidad de sus terceras de ABC, en la sorpresa de su poesía, género en el que irrumpió a los sesenta años para pintarnos, en palabras sencillas y claras, la felicidad de una vida tan atenta a los libros como a la naturaleza.
Lo que deja escrito es inabarcable, pero aun más lo es lo que leyó, gracias a lo cual nos hizo una historia apasionante del conflicto decimonónico entre la razón y la fe, entre la ortodoxia y el modernismo, que marcarían el tránsito de la Cristiandad a la Modernidad, emprendido por la Ilustración. Hablo de Los cementerios civiles, uno de los grandes libros suyos de los que hacen pensar, como hay otros de los que hacen sentir como El mudejarillo, donde, sobre la falsilla de lo rigurosamente histórico, narra la niñez verosímil de aquel niño nacido en Fontiveros que llegaría a escribir como los ángeles.
La renuncia del papa Ratzinger y la fumata blanca de la que salió Bergoglio me sorprendió en Roma, como alguna vez he dicho, “en olor de argentinidad”, en una Plaza de San Pedro que parecía la Plaza de Mayo. Pero en Roma era marzo, mes de Idus fatídicos, y no tardé en contrastar mis impresiones y mis inquietudes con dos amigos más versados que yo en ciertos temas: uno, argentino, el filósofo Alberto Buela, y otro, español, Jiménez Lozano, al que por algo se le conocía por el Obispillo en el pérfido gremio periodístico. Buela, peronista él, me daba un informe bastante inquietante que resumía así: ¿Y lo sagrado, la sacralidad de la Iglesia, la actio sacra, la sed de sacralidad del pueblo, el retiro de Dios, el crepúsculo de la trascendencia? ¡Ah, no!, eso es pedirle demasiado a un Papa argentino.
Al Obispillo le gustó mucho que Benedicto XVI dijera, antes de irse, que el Concilio que ha llegado a la gente es el inventado por los periodistas.
Te confieso– le escribía yo – que, cuando en el Angelus del domingo pasado, S.S. Francisco I insistía en la paciencia y la misericordia divinas, diciendo que Él no se cansa de perdonarnos, yo decía para mis adentros «y nosotros no nos cansamos de pecar». …Tampoco me olvido de los «fratricelli» y sus excesos, y también es explosiva la mezcla de lo franciscano con lo ignaciano. Ni de las claudicaciones del Ruiseñor de Priego (a) el Botas. No sé si fue esta la primera vez ni la última en que las botas de don Niceto saldrían a relucir en relación con las negras del nuevo Pontífice que tanto contrastaban con las mulas carmesí de su antecesor.
José Jiménez Lozano se durmió en el Señor justo cuando España empezaba a alarmarse por la llegada de la segunda desgracia del año, la epidemia que venía a sumarse a la ya en marcha del piojo rojo, esas desgracias en cadena que san Vicente Ferrer asociaba a los años bisiestos.
Eldebatedehoy.es reúne a varias voces autorizadas de la literatura para rendir un merecido homenaje al premio Cervantes y autor de más de veinte novelas, doce libros de cuentos, nueve poemarios y siete diarios.
Sus libros se han quedado mirándome. Rodeada de ellos, no he sabido qué decirles. Espero que sean ellos los que, aunque mañana sigamos en silencio, prosigan el diálogo.