Carlos Marín-Blázquez | 18 de agosto de 2021
El héroe representa la excepción en mitad de la corrompida atmósfera de claudicaciones en que tristemente nos hemos acostumbrado a vivir.
En el corazón de nuestra época alienta el descrédito del héroe. Justo en mitad del siglo XVI, el siglo en el que España, a la vez que acomete su proeza trasatlántica, se afirma como primera potencia del orbe, aparece publicado un libro destinado a alterar el curso de la literatura. Su protagonista es un perdedor, un don nadie, alguien arrojado al furor inclemente de una sociedad que lo maltrata y lo escarnece, y que, desde niño, debe fiar su supervivencia a la astuta dosificación de las artimañas que improvisa su ingenio. El Lazarillo no es una novela más. En la portentosa concisión de sus páginas se consuma un giro copernicano que marcará el devenir de la narrativa, aquí y más allá de nuestras fronteras. La radical insolencia de su propuesta estriba en que, por vez primera en los anales de la literatura, un ser surgido de los márgenes del mundo, heredero desde el instante mismo de su nacimiento de un bagaje de oprobio que le lastrará de por vida, alza no obstante su voz y se proclama, para asombro de sus contemporáneos, digno de referir su propia peripecia.
Es así, casi en sordina, como queda registrada en la Historia la eclosión de uno de los arquetipos más definitorios del tiempo recién inaugurado: el antihéroe. En una mutación incesante, en el transcurso de la cual irán superponiéndose al modelo original sucesivas capas de ambigüedad, cinismo y desencanto, su trayectoria se prolongará hasta nuestros días. Pero en 1554, en el año de la aparición del libro, las andanzas del joven Lázaro representan el contrapunto, casi sarcástico, a la irrepetible constelación de hazañas que, desde ultramar, van dotando de contenido a las crónicas de Indias.
Unas décadas más tarde, en 1605, con la publicación de la primera parte de El Quijote, Cervantes asesta el golpe de gracia a la figura del héroe, tal y como ésta había prevalecido en el canon occidental desde los tiempos de la Iliada. Mucho más que una jocosa parodia de los libros de caballerías, entre sus enseñanzas inagotables El Quijote contiene esta advertencia crucial: en lo sucesivo, las actitudes heroicas serán incompatibles con las coordenadas morales que rigen en la Modernidad. Empeñarse en la defensa de ciertas virtudes, tal y como hace el pobre hidalgo manchego metamorfoseado en Caballero de la Triste Figura, sólo puede conducir al ridículo y la humillación. Con todo, la riqueza que atesora este libro resulta de tal calado, que finalmente es Sancho quien acaba por contagiarse de lo ímpetus insensatos de su señor, instándole en su lecho de muerte a reincidir en su locura, como si el mismo Cervantes, tras burlarse de los delirios de su personaje, cayera de golpe en la cuenta de que sólo la insistencia en el cultivo de esas mismas virtudes que el pragmatismo de la época ha decretado inservibles puede prestar a nuestras vidas un destello de sentido, una exigua pero indispensable nota de grandeza.
Así pues, la cuestión del héroe, el repudio o la admiración que su figura nos sugiere, persiste en el centro de nuestra cultura. Una cultura, hoy, abonada más que en ningún otro tiempo a la idolatría del bienestar y la mitificación de la seguridad perfecta y definitiva. Inmersa, en fin, en su espesa aurea mediocritas. En semejante contexto, ¿qué papel podría desempeñar el héroe? ¿No sería más adecuado ocultarlo, ridiculizarlo incluso, para liberarnos de eso modo del desafío al que nos exhorta su ejemplo? ¿Acaso su generosidad y su renuncia no constituyen una provocación, poco menos que escandalosa, con la que nos resulta doloroso confrontarnos?
Dinero y poder, los únicos baremos de tasación que este tiempo admite como válidos, no casan con las motivaciones últimas del héroe. Su autoridad proviene de otra fuente. Aunque habite en la discreción, ajeno él mismo a su propio talante, llega el momento en que al revelarse su grandeza en la manifestación del acto excelso y gratuito, su verdad nos estalla ante los ojos, como una fulguración apenas soportable. ¿Cómo reaccionar entonces? “Una sociedad que rechaza la autoridad –advierte Dalmacio Negro-, que no acepta ni sabe reconocer la superioridad de los mejores, es una sociedad encanallada, sin verdadera libertad”.
«Sin verdadera libertad», subraya el maestro. Porque es la libertad, de nuevo, la clave del asunto. El héroe representa la excepción en mitad de la corrompida atmósfera de claudicaciones en que tristemente nos hemos acostumbrado a vivir. Es el hombre que ha aprendido a decir «no». Es el que triunfa, por medio del arrojo de su acción deslumbrante, sobre el fatalismo inscrito en la apática médula de una sociedad cada vez más adocenada. Es el que se niega a transigir con la arbitrariedad de unos poderes que, bajo el pretexto de velar por nuestros derechos, arrasan nuestra intimidad y pretenden adueñarse del destino de nuestras existencias.
Los héroes, al enfrentarse con poco más que sus manos al terrorista que siembra el horror en las concurridas calles de una ciudad europea, o al acabar confinados en la tiniebla ignominiosa de una celda por la policía política de algún régimen tiránico, o si mueren mártires y prácticamente silenciados para el resto del mundo tras negarse a renunciar a su fe, «nos recuerdan –como afirma Robert Redeker– que la especie humana ha sido en el pasado algo distinto de aquello en lo que se ha convertido en los países occidentales».
Por nuestra parte, no nos queda sino recoger una brizna de su ejemplo y custodiarla con el fervor y el respeto que debemos a la última llama que nos conforta. Porque sin el héroe, la posibilidad de la disensión sencillamente se desvanece. En el complejo entorno de nuestras sociedades, tan supuestamente emancipadas como en la realidad manipulables, su ausencia deja franco el camino al establecimiento de ese totalitarismo burocrático que nos acecha bajo la forma de una tecnocracia que, a fin de esconder su inanidad más profunda, se disfraza con los andrajos de la utopía ideológica y la falacia de un horizonte de progreso inacabable. Frente a ello, el héroe simboliza el triunfo de la solidez, «el coraje que emana de la libertad que se opone al determinismo», como escribe Esperanza Ruiz, en una época corroída por la entronización de un orden líquido, la uniformización de las conciencias y el estrépito de un fanatismo igualitario propio de las comunidades abocadas a su disolución.
No es extraño, pues, que su comportamiento resulte piedra de escándalo para una sociedad que, sumida en el caos y presa de una insaciable necesidad de distracciones, se obstina en ignorar lo que Julio Martínez Mesanza vaticinara en un poema memorable:
Sobre nuestras espaldas de vencidos
golpearán terribles sus espadas.
José Torres Guerra, uno de los principales helenistas españoles, charla sobre literatura griega antigua: cómo era, cómo la recibimos nosotros, cómo forma parte de nuestra identidad, por qué llora Aquiles en la «Ilíada»… y ¿existió Homero?
Los tercios españoles y las grandes cargas de caballería vuelven a la vida gracias a los pinceles del conocido como «pintor de batallas».