Jaime García-Máiquez | 18 de septiembre de 2020
Ahora es el mejor momento de volver al Museo del Prado. Lo encontraremos solitario y espléndido, misterioso, insólito, deslumbrante como una luna llena. Hay que volver para salvarlo un poco, pues ya sabemos los españoles, por experiencia histórica, que salvando el Prado nos salvamos todos.
El 25 de noviembre de 1891, Mariano de Cavia (1855-1920) publicó en El liberal que el Museo del Prado se había incendiado la noche anterior, que todas sus pinturas habían sido pasto de las llamas. Los repartidores de periódicos difundían a gritos la noticia, «La catástrofe de anoche. España está de luto. Incendio en el Museo de Pinturas».
Los lectores se lo creyeron, y cundió el pánico. Muchos se acercaron al museo para ser testigos de la catástrofe y, al ver que todo seguía igual, no acababan de entender nada. Al día siguiente, el mismo periodista y en el mismo medio lo desmintió, y justificó el sentido de la fábula como protesta frente a la dejadez del museo, la frecuencia y peligrosidad de ciertas imprudencias, la falta de mecanismos de prevención.
El revuelo causó efecto, y el Gobierno (la «Jettatura» del Estado, los llamó) de Cánovas del Castillo fue reformando en los meses siguientes las estufas por un sistema de calefacción oculta, se modernizaron ciertas salas o se construyeron dos pabellones anexos al edificio Villanueva para vivienda de los trabajadores. El artículo creó, a su vez, algo mucho menos visible pero más importante acaso: la conciencia colectiva de poseer un patrimonio común que había que proteger. De las cosas más impresionantes de este museo es que esa concienciación no ha dejado de crecer nunca.
Este septiembre, con el coronavirus latente, rondando ahí fuera para «devorar» al que salga, el Museo del Prado, lejos de arder como entonces, se va congelando, día a día, poco a poco. En este proceso, sus pasillos sanguíneos empiezan a estrecharse, el oxígeno no llega a las salas, los nervios del museo sufren daños irreversibles sin aire, los cuadros se tornan en un color púrpura para irse luego ennegreciendo, las escuelas de pinturas afectadas se adormecen en un sueño eterno, la piel de los desnudos se infecta, la herida de los guerreros se gangrena.
Todo esto es mentira, claro, pero es la sensación que produce la impresionante soledad de las salas, la ausencia de las famosas colas de entrada, la cafetería noctámbula, una vacía tienda helada. De los 8.500 visitantes diarios antes de la pandemia, hoy entre semana visitan el Prado unos 1.500, no llega al 20%. Un museo es un organismo connaturalmente muerto sin el marcapasos de sus visitantes. A la gente le gusta ver Las Meninas sin gente, y yo, que las he visto muchas veces sin nadie, completamente solo, sé que lo que le gusta a Las Meninas -como a los espejos- es un pequeño bullicio emocionado que lo ronde a todas horas.
En la Guerra Civil, el Gobierno republicano tomó la decisión de evacuar de un Madrid en llamas las más valiosas pinturas del museo (contaré algún día esta batalla). Pero hoy, que las pinturas están a salvo, parece que lo que hay que salvar es a la propia institución del Prado de morir congelada.
Le escuché decir al anterior director del Museo, Miguel Zugaza (1963), con esa flema elegante y sardónica típicamente vasca, que el español va tres veces en la vida al Prado. La primera cuando lo lleva su padre. La segunda con la novia, y si la cosa va en serio. Y la tercera y última cuando lleva a su hijo. En la actualidad, son los colegios y no los padres los que llevan a los niños a poner una pica en Las lanzas, por lo que se elimina -encima- una, quizá la mejor.
Los museos se suelen medir por el número de visitantes, pero el verdadero factor determinante es el número de personas que vuelven, que repiten, que regresan. Esos hijos pródigos son los mejores visitantes. Reencuentro se llama justamente la extraordinaria exposición de las obras maestras del Prado, que se acaba por cierto de prorrogar. La necesidad estética, el vínculo afectivo con ciertas pinturas, la fidelidad a un programa cultural, es el verdadero y profundo triunfo de una institución de esta clase con su ciudadanía.
Esas tres visitas a lo largo de las tres edades de la vida son, no ya pocas en sí sino… tristes, pues vienen en los tres casos de la mano de alguien ajeno a uno mismo. Lo llevan a uno «a ciegas», como al oculista. Es algo que les pasa de alguna forma a los turistas, víctimas también ciegas de la mercantilización de la cultura.
Ahora es el mejor momento de volver al Prado. Lo encontraremos solitario y espléndido, misterioso, insólito, deslumbrante como una luna llena. Hay que volver para salvarlo un poco, pues ya sabemos los españoles por experiencia histórica que salvando el Prado nos salvamos todos: la institución lo está pidiendo, los cuadros entre silencios lo exigen, la sociedad en su conjunto está sedienta de belleza y verdad…
Necesitamos volver la vista a la grandeza de ese pasado para encarar con entusiasmo y sensibilidad un futuro que nadie sabe a ciencia cierta de quién demonios va a acabar siendo, pero que debería ser -como el Prado- patrimonio nuestro.
El esfuerzo de «virtualización» ha sido un remedio a la COVID-19. Hagamos posible que ahora sean las obras de los museos las que visiten «de alguna forma» a su público.
Aunque la lucha puede parecer desigual, las librerías hacen frente a la compra «online» potenciando todo aquello que la pantalla de un dispositivo no puede ofrecer.