Armando Zerolo | 20 de octubre de 2019
Patrick J. Deneen acusa al liberalismo de provocar los grandes males de la modernidad. En su respuesta olvida que salirse de la cultura para regenerarla es imposible.
Hay épocas en las que se percibe el riesgo colectivo con más intensidad que otras: el cambio climático, la inmigración, el paro, la enfermedad, la desigualdad, las oligarquías, etc. En estas épocas todos tememos algo porque en la penumbra de la historia se despiertan los fantasmas que habitan nuestra memoria. Tiempos bisagra de la historia, donde el gozne que gira deja atrás una estancia para abrirse a la de al lado. Dejar atrás algo de lo bueno y lo malo sin haber visto aún si lo que viene es mejor, peor, o simplemente distinto. Y, en el umbral de la estancia, el insomne habitante de la historia que somos todos y cada uno de los que vivimos estos tiempos de cambio se detiene perplejo esperando que sus pupilas se acomoden a la penumbra.
¿Por qué ha fracasado el liberalismo?
Patrick J. Deneen
Rialp
253 págs.
19.95€
Patrick Deneen tiene la virtud de saber detenerse en el umbral de la historia, y la lucidez de conservar la memoria de las habitaciones transitadas y apenas conservadas. No obstante, todos sabemos que hay que ser necio para no lamentarse por el tiempo perdido, pero que la inteligencia práctica no brilla en la afirmación de lo que se pierde sino en la intuición de lo posible por venir. La razón se asienta en el suelo firme de la memoria para mirar al frente y poder dar un paso que no se hunda en la ciénaga de un futuro sin pasado, pero no se detiene ahí. Guardini señalaba que la virtud del hombre que sabe leer el signo de los tiempos es que no niega el naufragio, pero sabe construir la nueva nave con los restos de la catástrofe. Patrick Deneen hace un inventario del naufragio y el balance le sale negativo.
Parece que la nave de Deneen hace aguas en la modernidad, aunque otras veces parece hacerlo cuando John Locke y sus amigos contractualistas, a quienes atribuye la fundación del liberalismo maléfico, trepana el casco bajo la línea de flotación. De la lectura de su ensayo creemos comprender que, en realidad, lo que detiene la navegación de la historia es la deriva de la modernidad, y así, con esa afirmación, concluye el ensayo: “tras un experimento filosófico que ha durado quinientos años y ya está agotado, el camino está expedito para la creación de uno nuevo y mejor”. La modernidad ha muerto, el liberalismo es culpable, toca imaginarse una nueva época post-liberal. ¿Pero qué cadáveres ha dejado la accidentada travesía? Deneen hace balance.
El liberalismo, como el escorbuto en los albores de las grandes rutas oceánicas, ha hecho estragos en la moral y en la naturaleza, según el autor del ensayo. En la moral porque ha debilitado los vínculos, ha erosionado los elementos orgánicos de la vida en común y los ha sustituido por artefactos mecanicistas, ha trastocado los fines éticos, sustituyendo el autocontrol y la moderación por el deseo y la concupiscencia, y el utilitarismo ha terminado con la vieja doctrina del bien común. El liberalismo, que prometía la libertad política, la extensión de las luces de la razón a una amplia mayoría y la liberación de las supersticiones, ha acabado por provocar un individualismo pernicioso que ha sido la causa directa de un estatismo feroz y un populismo de masas. “El liberalismo -afirma Patrick Deneen- ha fracasado porque ha tenido éxito”.
Resumamos: el autor traza una línea decadente que empieza hace quinientos años y acaba en nuestros días. La razón interna de la decadencia se encuentra en el liberalismo, y la consecuencia es que se ha producido una degeneración moral de tal magnitud que la consecuencia de los populismos y de tiranías de nuevo cuño es inevitable.
Hasta aquí el balance de pérdidas y la explicación de las causas. ¿Cuál es el tratamiento prescrito contra este escorbuto cultural? La solución, en la línea del comunitarismo norteamericano de MacIntiyre de base aristotélico-tomista, que disfruta ahora de un moderado auge con la labor divulgativa de Senior o Dreher, pasa por: “la paciente promoción de nuevas formas de comunidad que sirvan de puerto seguro en nuestro orden político y económico despersonalizado”, “formar comunidades contraculturales distintivas que se separen de las formas de vida desarraigadas y despersonalizadas que el liberalismo parece fomentar por encima de todo”, puesto que “lo que necesitamos hoy son prácticas promovidas en enclaves locales, enfocadas en la creación de nuevas culturas que resulten viables, una economía que se apoye en la virtuosidad de los hogares, y la creación de una vida civil para la polis”.
Hasta aquí la descripción breve y, por tanto, siempre injusta, del ensayo. Un cambio de época, la decadencia del modernidad, el liberalismo como causa y el deterioro moral del bien común como consecuencia. La vuelta a pequeñas comunidades identitarias como solución, y la amenaza de los populismos y las nuevas tiranías en el horizonte. Este es el planteamiento del autor. Esto merece, al menos, dos comentarios. Uno sobre el análisis político y cultural, y otro sobre el liberalismo y su significado histórico y político.
El primer comentario sobre las causas culturales y políticas no puede pasar por alto que, a través de autores conservadores norteamericanos, nos está llegando a Europa un debate que es difícilmente trasladable.
La historia de Estados Unidos es la historia de un territorio entendido como vacío y colonizado por pequeñas comunidades puritanas que huían de la corrupta metrópoli europea. Es una cultura de pioneros, de virtuosos morales, de territorios fronterizos y vidas comunitarias intensas, calvinistas. No existía la unidad cultural entre pueblos, sino la identidad moral entre vecinos. El que quería salirse de la comunidad podía ocupar una tierra vacía y fundar una comunidad buscando la pureza soñada. Estaba ya inventando: el calvinismo puro, Rousseau encarnado. Y de esa tradición moralista viven y se nutren los norteamericanos, porque es su herencia, porque dialogan con sus formas históricas, y porque está en su ADN político. Incluso los católicos norteamericanos, que confiesan una fe diferente, viven una cultura luterana y calvinista.
Lo que necesitamos hoy son prácticas promovidas en enclaves locales, enfocadas en la creación de nuevas culturas que resulten viables, una economía que se apoye en la virtuosidad de los hogares, y la creación de una vida civil para la polisPatrick J. Deneen
La historia política europea de los últimos siglos es bastante diferente. En lugar de fundar pequeñas comunidades en lugares desiertos, como por ejemplo hicieron los sacerdotes católicos fundadores de Notre Dame University, el lugar donde ahora trabaja el autor del ensayo, que construyeron un edificio de ladrillo con el barro sacado de un lago en medio de, literalmente, la nada, los europeos encontraron la libertad en las ciudades. “El aire de la ciudad te hace libre”. La actividad política europea no se entiende sin las plazas públicas, las Universidades, las catedrales y los Ayuntamientos, todos ellos configurando un mismo espacio púbico, común y visible. La actitud política de nuestra mejor tradición es luchar por la presencia en lo público, sin separar la sociedad civil de la política, comerciando, discutiendo y conviviendo en el centro de la ciudad, que coincide con el corazón del espacio común. La escisión entre lo público y lo privado, dejando un espacio infinito entre ambos, es ajena a la tradición política europea y, por tanto, no puede servir de antídoto a nuestras debilidades. Las ciudades europeas tienen centro, las norteamericanas no. Esto es reflejo de dos tradiciones, de dos culturas que, en su agotamiento, requieren actitudes y formas de estar presentes muy distintas.
El calvinismo, que arraigó como puritanismo en EEUU, es el que está en el origen de una de las grandes escisiones de la modernidad, la separación entre la religión y la política, entre lo sagrado y lo profano, entre la moral y la ley, entre la fe y la cultura. Y los autores conservadores norteamericanos, normalmente, incurren en una contradicción típica de su cultura: proponer una vuelta a las pequeñas comunidades para regenerar la vida moral y política de su país. No se dan cuenta que salirse de la cultura para regenerarla es imposible, que no hay contracultura contracultural, que ya no es tiempo de pioneros calvinistas que puedan ocupar espacios vacíos. Que los desiertos de ayer son las ciudades de hoy, y que el lugar en el que hay que arraigar son los pueblos y ciudades habitadas. Porque salirse del mundo para construirlo es el producto de una imaginación idealista o romántica que pierde pie en la historia y que nada tiene que ver con el Evangelio. Somos de la opinión que estas ideas exportadas de Estados Unidos, donde pueden tener cierto sentido histórico, en Europa fomentan un idealismo reaccionario incapaz de construir la ciudad común.
El segundo y último comentario es acerca del liberalismo. Para Deneen el liberalismo es la causa principal de la decadencia moral y política de Occidente. Podemos coincidir en que el individualismo provoca tiranías colectivistas, como predijo Tocqueville, que el mayor bien político es la vida en común, que el contractualismo parte de una concepción antropológica egoísta, que el utilitarismo olvida que el hombre es don de sí mismo, que la justicia sin alteridad no es más que una transacción de intereses, y que el hombre ha nacido con un doble fin natural y sobrenatural. Hasta aquí hay un gran acuerdo en las filas del pensamiento conservador. Pero reducir el liberalismo a los planteamientos lockeanos y utilitaristas es no rendir cuentas ni con la historia ni con la realidad. Criticar el liberalismo de plano es cortar la soga que nos mantiene unidos a tierra firme. Creemos que si hay algo necesario en estos tiempos de cambio es precisamente salvar lo mejor de una tradición liberal que nos ha hecho progresar en lo político, moral y económico.
Hay un liberalismo original, como el de Montesquieu, Tocqueville, Constant, Smith, Jefferson, Jovellanos, Martinez Marina, etc., que nació en el contexto del absolutismo (primero el británico y posteriormente el francés y el español) y, particularmente, en las guerras napoleónicas y la configuración de las Monarquías Constitucionales. El dogma de la separación de poderes, la distinción entre la autoridad religiosa y el poder político, la extensión del sufragio censitario basado en las rentas de la tierra, la participación de las ciudades en la vida política y el fin del feudalismo, notablemente en Francia, la recuperación de las Cortes y de la representación rural, el sistema bicameral, la prerrogativa real que dicta que “el rey reina pero no gobierna”, el control de la censura y la libertad de prensa, la autonomía de las colonias de ultramar, la representación territorial, un nuevo orden internacional, y un largo etcétera. Todo esto también es el liberalismo, el mejor liberalismo que no pudo ver la luz en España, y que los anglosajones disfrutaron en Inglaterra y en los Estados Unidos de América, una de las formas políticas mejor conseguidas de la historia. Todo eso es también la tradición liberal, causa de las doctrinas liberales de los autores que ahora critica Deneen atribuyéndoles faltas que solo se pueden imputar a un desgaste cultural de creencias que están dejando de ser operativas.
Si queremos dar un paso adelante y no queremos replegarnos en la tentación nacionalista, no podemos arremeter contra la gran tradición liberal que dio lugar a la libertad religiosa, a la libertad de conciencia, a las libertades económicas, a la limitación del poder absoluto, a la primacía de la ley, al constitucionalismo, al orden internacional, a la representación de las minorías y, por qué no, a una mayor conciencia ecológica, de la igualdad, de la mujer en la vida pública, de la autonomía local y de la cultura popular urbana. Al liberalismo le queda una larga vida siempre y cuando no nos retiremos, porque nada hay más contrario a la libertad que salirse de la historia con la excusa de la defensa de unos valores puros desvinculados de los defectos de lo cotidiano.
Con motivo de la presentación en España de «La opción benedictina», eldebatedehoy.es entrevista al periodista norteamericano Rod Dreher. Su obra, publicada en español por Ediciones Encuentro, es considerada por The New York Times como “el libro religioso más discutido e importante de la última década”.
La opción paulina, que apuesta por llevar la fe a la vida pública, es un complemento necesario para la propuesta benedictina que ha popularizado Rod Dreher.