Aquilino Duque | 20 de diciembre de 2020
Era abril en Sevilla, pero con aguas mil. Si se piensa que el día en que murió Gustavo Adolfo hubo un eclipse de sol, hay que deducir que el cielo no era indiferente y se sumaba al duelo a su manera.
En 1970 se cumplían cien años de la muerte de Gustavo Adolfo Bécquer y yo procuré conmemorar la efeméride en la medida de mis fuerzas. Enterado de que la diputación provincial convocaba un concurso de monografías, me puse a la tarea, y entre las personas que me echaron una mano tengo que destacar a Eugenio Montes, que puso a mi disposición libros del Instituto Español de Roma, del que era director. Tuve suerte y la diputación premió mi labor, aunque, de no haber viajado yo a Sevilla poco antes del fallo, es posible que me hubiera quedado sin el premio, ya que, al preguntar en la diputación, me dijeron que mi original no se había recibido, y eso que lo mandé certificado. Mostré el recibo, donde constaba la fecha, y con su ayuda mandaron a un ordenanza o un botones a Correos, donde el paquete llevaba un mes esperando, «silencioso y cubierto de polvo», «la mano de nieve» que viniera a recogerlo. El funcionario que me atendió hizo lo que es costumbre inveterada en nuestra burocracia, echarme la carga de la culpa, añadiendo incluso que en lo sucesivo se especificaría en las bases del premio que la fecha de admisión de originales no sería la del matasellos postal, sino la de entrada en el negociado convocante.
En fin, all’s well that ends well, que dijo el otro, pero no faltó un joven meritorio de la Casa que, al cobrar yo el premio, me dio a entender que me lo habían dado por mi trabajo más de lo que valía. También por aquellas fechas, un conocido editor, a través del Ateneo, me había hecho una de sus clásicas charranadas, así que, entre eso y la lectura de Cernuda, compuse una Oda moral a Bécquer que incluí en un libro de versos titulado, en homenaje a Bécquer también, El invisible anillo, palabras tomadas de dos versos de la Rima V. Esa Oda moral se la mandé a don Francisco López Estrada como aportación a un homenaje al poeta en su glorieta del Parque de María Luisa, pero por fortuna no fue leída en él porque, como el propio don Francisco me explicó, era injusta con los sevillanos ya muertos que habían hecho venir a Sevilla los restos del poeta y de su hermano. Toda mi documentación al respecto era una frase de Cernuda en Ocnos, y en esa frase dos adverbios: «…en tales días se hablaba mucho y vago sobre Bécquer, al traer desde Madrid sus restos para darles sepultura pomposamente en la capilla de la universidad». Los adverbios eran «vago» y «pomposamente», y un poeta no necesita más para escribir versos inicuos.
Tengo que agradecerle a Marta Palenque la oportunidad, al invitarme a presentar su libro sobre el poeta y su ciudad, de entonar una palinodia y desagraviar a la ciudad y a sus fuerzas vivas, al menos al sector becqueriano de ellas. Al fin y al cabo, los protagonistas de aquellos fastos llevaban años luchando por conseguir dos objetivos: traer los restos de los hermanos Bécquer al Panteón de Sevillanos Ilustres y levantarle un monumento a Gustavo Adolfo. El relato de Marta Palenque se apuntala en tres o cuatro fechas, a saber: 1871, 1884, 1911 y 1913, y es el relato de los esfuerzos y las tentativas de algunos próceres de la ciudad por saldar la deuda que esta tiene a su juicio contraída con su poeta. La primera tentativa de aquellos paisanos del poeta fue la de cumplir el deseo manifestado por este en la tercera de las Cartas desde mi celda, en la que describe «una especie de remanso que fertiliza un valle en miniatura, formado por el corte natural de la ribera, que en aquel lugar es bien alta, y forma un rápido declive». En ese lugar desearía «dormir el sueño de la inmortalidad», y precisa: Una piedra blanca con una cruz y mi nombre serían todo el monumento.
Si hay un nombre que destaca desde los primeros momentos es el de don José Gestoso, que ya en 1881 había intentado que colgaran un retrato de Bécquer en la Biblioteca Colombina, en lo que tropieza con el Cabildo Catedral, como tropieza con el Claustro universitario en su intento de que los restos del poeta descansen en el Panteón de Sevillanos Ilustres de la iglesia de la Anunciación. También es Gestoso el alma del monumento al poeta en el remanso junto al río, cuyo boceto encarga al escultor Antonio Susillo, el «Bécquer del barro», y que no pasa de la primera piedra, puesta, eso sí, con gran aparato de guirnaldas y banderolas, levitas y chisteras, charreteras y entorchados, procesión cívica y discursos, mal tiempo y buen banquete. Bien es verdad que ya el idílico paraje de la adolescencia del poeta lo cruza la vía férrea. Lo único que se consigue es que se le dedique al poeta una calle del ensanche de la ciudad junto al arco de la Macarena, una calle de lo que entonces era extrarradio y suburbio.
Una especie de remanso que fertiliza un valle en miniatura, formado por el corte natural de la ribera, que en aquel lugar es bien alta, y forma un rápido decliveDesde mi celda, Bécquer
Bécquer dejó Sevilla a los dieciocho años, en 1854 y, al parecer, solo volvió una vez, ya casado, hacia 1863, unos meses de vida familiar sin pena ni gloria. La pena estaba a la vuelta de la esquina y la gloria aún iba para largo. Hubo que esperar al siglo XX para que se cumplieran los anhelos de los amigos de Bécquer, y serían otros sevillanos emigrados a la capital como él, los hermanos Álvarez Quintero, entonces en la cresta de la ola y bien relacionados en la capital del Reino, quienes hicieran realidad en pocos meses la glorificación del poeta en su ciudad. Ni cortos ni perezosos, los Quintero pusieron manos a la obra, literalmente, y escribieron La rima eterna, inspirada en textos becquerianos, que estrenaron con éxito y cuyos beneficios dedicaron a costear el monumento, para el que contaron con el entusiasmo y el buen hacer de un sobrino de don Juan Valera, el escultor Lorenzo Coullaut Valera.
Con decir que medió un año entre el estreno de La rima eterna y la inauguración del monumento en el Parque de María Luisa está dicho todo, y no faltó quien comparase la rapidez y la eficacia de los Quintero con las laboriosas gestiones de los personajes locales cuyo único resultado había sido colgar por fin el retrato de Bécquer por Sánchez Barbudo en la Biblioteca Colombina en 1909. Los Quintero los invitaron a todos y a las autoridades por supuesto, con el alcalde don Antonio Halcón y Vinent a la cabeza. También invitaron a S. M. la reina, que apoyaba el proyecto, pero por cuestión de fechas no pudo venir y eso permitió que la ceremonia fuera menos protocolaria y más popular. Los becquerianos locales, con Gestoso al frente, no dejaron de sentirse algo celosos de la facilidad con que los Quintero habían triunfado en el empeño, ellos que habían sudado el quilo para poner una primera y única piedra en la Puerta de la Barqueta, una lápida en la casa natal de la calle Conde de Barajas, rotular una calle entonces periférica y por último colgar el retrato en la Colombina.
Sin embargo, por mucho que refunfuñaran, el acontecimiento del 9 de diciembre de 1911 allanó el camino para que antes de dos años, en abril de 1913, lograran ellos por fin traer de Madrid los restos del poeta y su hermano y depositarlos en la cripta de la iglesia de la universidad. A estas fúnebres ocasiones no fueron por cierto invitados los hermanos Álvarez Quintero, pero ellos se sumaron a ellas como particulares, demostrando así que estaban muy por encima de las cominerías provincianas. La Real Academia Sevillana de Buenas Letras recabó fondos al efecto del ayuntamiento y de la diputación provincial, y su director, don Francisco Rodríguez Marín, viajó a Madrid para hacerse cargo de los restos y acompañarlos a Sevilla. A su nombre hay que añadir los de don Emilio Cotarelo, don Enrique de Mesa, don Luis Montoto, don Gonzalo Segovia y, sobre todo, don José Gestoso. Era abril en Sevilla, pero con aguas mil. Si se piensa que el día en que murió Gustavo Adolfo hubo un eclipse de sol, hay que deducir que el cielo no era indiferente y se sumaba al duelo a su manera.
Marta Palenque reconstruye en este libro ameno, con ilustraciones de época, todas las vicisitudes del «poeta en su ciudad», en esa ciudad de sus primeros años que él siempre tuvo presente y que evocó e inmortalizó en tantos de sus escritos. Sin embargo, esa ciudad en que la autora sitúa al poeta no es la ciudad que él conoció y describió, en cuadros de costumbres, en paisajes con figuras, en leyendas fantásticas. La ciudad del poeta es en este libro aquella en que un grupo de paisanos que creía en él hizo lo que pudo por echar a volar la fama y la gloria póstumas con las que él soñara más de una vez en su vida desdichada.
Un muro y una vía férrea separaron durante muchos años a la ciudad de ese locus amoenus junto al río donde se puso la primera piedra y que, por la descripción que hace Bécquer en la Carta III, debe de estar más o menos en el Parque del Alamillo, recuperado por la ciudad al desparecer, con motivo de la Exposición de 1992, la vía férrea y el muro. ¿No sería cosa de poner allá, como él quería, a la sombra de los álamos blancos, «una piedra blanca con una cruz y mi nombre»?