J. A. González Sainz | 21 de febrero de 2021
Se publica la correspondencia entre Américo Castro y José Jiménez Lozano, dos de esos hombres que mayor dedicación y talento humanista han consagrado a la indagación de los demonios de nuestra historia y nuestro imaginario.
¿Pero qué nos pasa?, ¿cómo puede ser posible que, ni siquiera en los momentos más álgidos, en que es de todo punto evidente que necesitamos un esfuerzo común y eficazmente razonado con que afrontar las calamidades que padecemos y seguiremos padeciendo, para nuestros gerifaltes de hogaño, y ay, para nuestra sociedad en general, ese esfuerzo común de razón no sea mucho más que un recurso propagandístico o bien un mero deseo retórico? ¿Cómo entender que la modalidad recalcitrantemente zaragatera y cainita, emocional a lo mejor se diría hoy, la de estar siempre a la greña o trampeando en los mejores momentos y arreándose letalmente con la quijada fratricida en los peores, sea todavía hoy, o bien hoy de nuevo, nuestra manera más socorrida de afrontar la vida colectiva?
Nos pasa, o seguramente nos pasa, poco más o menos lo de siempre, o por lo menos lo de unos cuantos siglos a esta parte: que nuestros peores demonios, algo arrinconados en parte durante un tiempo, han ido volviendo poco a poco a nuestra sociedad y ya están aquí de nuevo entre nosotros para hacer de las suyas, es decir, para hacer lo que menos falta nos hace. Y esos peores demonios tienen nombres y gozan de arraigadas y férreas estructuras mentales que se hacen con poderosos dispositivos fácticos y, cuando les da la ventolera, porque a ellos les dan las ventoleras, congregan un empuje colosal de devastadoras consecuencias. Sería un craso error subestimar la fuerza irracional que empuja a veces a la historia.
Las fuerzas irracionales se desencadenan como en avalanchas, y muchas veces se presentan como de muy buen ver, igual que la nieve en las montañas. Lucen bien, hasta muy bien a veces, pero un grito más fuerte de alguien o un peso de más que nunca se sabe cuál va a ser pone en marcha irreparablemente un proceso que va arrasándolo todo. A tratar de contener esas «avalanchas de irracionalismo», que de tanto en tanto sacuden la historia, dedican bastantes personas parte de sus energías en su vida y su oficio cotidianos; y algunas de ellas consagran también su existencia a la peliaguda tarea de intentar desentrañar e iluminar, a través de sus investigaciones o sus narraciones, los nombres efectivos y los entramados de funcionamiento de esos demonios. De que esas personas no deshumanizadas sean las suficientes, las justas en todos los sentidos, y de que valgan entender e identificar las formas y los contenidos más cruciales de nuestros demonios, depende, no sé si que esas cíclicas avalanchas no nos sepulten —toda vez que hay otros relevantes elementos, estructurales o no, en juego—, pero tal vez sí que alberguemos por lo menos una cierta esperanza de ello.
De dos de esos hombres que mayor dedicación y talento humanista han consagrado a la indagación de los demonios de nuestra historia y nuestro imaginario, de lo que hemos sido los españoles y lo que nos ha hecho y nos hace ser como somos, una acertadísima novedad editorial nos brinda el extraordinario espectáculo de su amistad verdadera —la nacida al calor de una tarea existencial— a través de una reunión de textos tan fecundos para entender nuestro pasado como nuestra actualidad. Se trata de la edición de la correspondencia que Américo Castro y José Jiménez Lozano mantuvieron entre los años 1967 y 1972, años cruciales en los que se cocieron los alimentos intelectuales y espirituales decisivos que iban a hacer posible lo que la historiografía ha llamado Transición española pero que, igualmente, podríamos denominar también, por ejemplo, tentativa española de portazo a nuestros demonios.
El libro —magistralmente editado e introducido por los profesores Guadalupe Arbona y Santiago López-Ríos para la editorial Trotta de Madrid— consta de dos partes a cual más interesante: la correspondencia propiamente dicha entre ambos y, detrás, la gavilla de ensayos y artículos que Jiménez Lozano dedicó a la obra y la figura de Américo Castro. El conjunto, en ese doble diálogo entre sus respectivas «vividuras», más religiosa una, más atea la otra, propone al lector de hoy, al lector sobre todo existencialmente implicado en nuestros problemas de hoy, unas perspectivas y unas claves de análisis de nuestro pasado y, desde él, de nuestro presente más rabiosamente actual, dicho con toda propiedad, que sin ser las únicas perspectivas posibles —conocido es el descreimiento de ambos respecto a la preponderancia de las lecturas socioeconómicas por ejemplo—, sí cabe que sean hoy las más iluminadoras para entender los callejones aparentemente sin salida a los que, con obsesiva periodicidad, nos abocan los demonios de una estructura mental y unos subsiguientes aparatos políticos o teológico-políticos singular y recalcitrantemente hispánicos.
Correspondencia (1967-1972)
Américo Castro y José Jiménez Lozano (Edición de Santiago López-Ríos y Guadalupe Arbona Abascal)
Editorial Trotta
242 págs.
18€
Las claves que se dan en este libro, que parten de la obra de Castro y que Jiménez Lozano recoge y elabora, son claves que Castro, y luego Lozano, se obsesionaron en buscar durante toda su vida en nuestra historia tras la tremenda sacudida social y personal que supuso nuestra última guerra civil. Para ambos, se trataba de encontrar, más allá de las explicaciones coyunturales de rigor, por plausibles que pudieran también ser, la verdadera razón de fondo no solo de esa concreta guerra fratricida, sino de lo fratricida de los españoles. Por ello, estamos convencidos de que las claves con las que dan son claves tanto para explicar el ayer, el ayer de la Contrarreforma o el ayer de la guerra de 1936 o de los años en que ambos autores se escribieron y conocieron, como para entender igualmente nuestro momento actual. Es decir, para que sepamos ver la corriente profunda del río que nos lleva a partir de algún meandro de nuestra historia —el río de nuestras contiendas civiles— y valgamos idear las obras mentales e institucionales de contención primero y, luego, de aprovechamiento de esas energías que, dejadas a su albur, arrasan y, adecuadamente encauzadas, tan fecundas pueden ser.
¿Y cuáles son esas claves?: la tendencia cerril a formar castas y encuadrarse en castas, a articular la vida y el devenir histórico como conflicto insuperable entre dispositivos —castas de corte religioso en origen y luego aparatos ideológicos pero al cabo también teológicos o sacrales, es decir, castas al cabo— cuyo principal presupuesto es excluirse, ningunearse, perseguirse y, al cabo, aniquilarse. Eso, y por lo tanto el engrosamiento sin miramientos de esos aparatos, es lo que ha conformado nuestra manera más generalizada de ser y de hacer la historia; lo que las ha conformado y, con las variantes o desplazamientos quizá más impensados, las sigue conformando.
En el centro de la cuestión está el catolicismo español, el singular modelo de ese crisol fundamental de ideas, creencias e instituciones de un catolicismo que, lejos de configurarse como un cristianismo interior, cristológico, espiritual, laico, del estilo de los propugnados por Erasmo o Teresa de Ávila, por Fray Luis o Juan de la Cruz —por Jiménez Lozano—, o de los contrastados por los humanistas, los ilustrados o los institucionistas, como resume en varios momentos del libro Jiménez Lozano, se constituye como un catolicismo de casta, político y belicoso, encarnación sociológica más que personal, de muchedumbres más que de interioridades, sin verdaderos teólogos ni élites laicas y con cruentos y endémicos revulsivos anticlericales.
Ese modelo, la casta como modelo, con su carente sentido de la verdadera justicia y del verdadero servicio público o bien común, con sus tics represivos o de sospecha u odio hacia comportamientos y actitudes vitales diversos o hacia el mero hábito del pensamiento o la expresión en libertad, ha permeado hasta el tuétano nuestro devenir histórico, que se ha hecho los más de los siglos siempre more theologico, y aun hoy, con todo el alarde laicista o anticlerical que se quiera, así lo se sigue haciendo. Nuestra política fue y es una política de castas, una política teológica, de ideologías teológicas, sacrales, de utilización de creencias y emociones y dispositivos de casta. Poco importa que los viejos púlpitos y los oscuros confesionarios o tribunales hayan sido sustituidos por los púlpitos y confesionarios o tribunales nuevos de las redes sociales o las televisiones, y los frailes belicosos por activistas, influenciadores y políticos frailunos.
El meollo de la cuestión es el mismo; perviven el mismo régimen de la sospecha y la descalificación, de la exclusión y la limpieza de sangre —hoy la sangre puede ser también la horchata del talante; ya saben, lo de facha o carca y rojo y todo eso—, y pervive la misma taruguez mental y emocional, la misma dureza de mollera y de corazón que tan bien casa, sin embargo, con cualquier blandenguería sensiblera. Una casta se yergue al cabo contra otra casta, un partido político se alza como casta contra otro que, por supuesto, denuncia como tal. Era el rancio y arrasador modelo antiliberal y antihumanista —y anticristiano— del catolicismo hispánico, y no por sustituir catolicismo por nacionalismo, neoliberalismo, socialismo o podemismo deja de ser el mismo rancio y arrasador modelo antiliberal y antihumanista. Lo que nos sucede es el pasado otra vez, y se entiende a la luz del pasado. Así se argumenta e ilumina a las mil maravillas en la correspondencia que comentamos y a lo largo de toda la extensa obra de Castro y de Lozano: sendos granos de mostaza que, aun siendo la más pequeña de las semillas, si se siembra, como se lee en los evangelios sinópticos, florece como no hubiera podido decirse.
Esa fe en el granito de mostaza de la que habla Lozano, fe en una volcada dedicación existencial a tratar de entender nuestros problemas vitales de fondo e iluminar «el drama que está en la raíz de nuestro ser» para hacernos por fin con nuestra propia historia, es la que movió a nuestros dos autores. Los partidarios de las castas creen —aunque no lo puedan pensar— que la salvación (o lo guay, que ese puede ser hoy uno de sus nombres) está en la pura pertenencia a la casta, a lo política o religiosamente correcto de la casta. Otros, que no dejamos de ver el profundo aire de familia que todo ello tiene con los totalitarismos y populismos del desdichado, y dostoievsquianamente endemoniado, siglo XX, pensamos más bien que a lo mejor —a lo mejor en todos los sentidos— estaría en esos granitos de mostaza.
Un encuentro para leer a Jiménez Lozano, para hablar de él, para conocer su escritura. Pero termina siendo un encuentro para hacer memoria del hombre que fue don José.
A cada régimen político hay que juzgarlo en su contexto histórico. Tanto la monarquía de Sagunto como la II República serían justificables de no ser por el empeño que pusieron en tenerlas por modelo los padres espirituales de la presente Transición.