Armando Pego | 21 de marzo de 2021
Para Shestov, la historia de la filosofía debe ser una «peregrinación por las almas». Los grandes filósofos son sus iconos. No se les puede distribuir en una cadena, porque la búsqueda de cada uno de ellos se lleva a cabo en la estricta contemporaneidad de sus preguntas.
El conocimiento del filósofo ruso emigrado a Francia Lev Shestov (1866-1938), figura enigmática de por sí, ha recibido recientemente un gran impulso en español gracias a la tarea de Hermida Editores. En su catálogo se han incluido en los últimos años obras fundamentales, como Apoteosis de lo infundado (2015), Atenas y Jerusalén (2018), Potestas clavium (2019) o En la balanza de Job (2020). Su lectura constituye una base imprescindible para adentrarse en el singular pensamiento de quien Albert Camus, Emil Cioran o Gilles Deleuze, entre otros, consideraron un interlocutor imprescindible.
Razones editoriales explican en parte este largo olvido. El público iberoamericano hasta ahora no había podido acceder sino parcialmente y de manera muy puntual al pensamiento de Shestov. Solo unas pocas obras suyas se tradujeron por editoriales argentinas entre los años treinta y cuarenta. Escritos juveniles como Las revelaciones de la muerte o La filosofía de la tragedia reflejaban la temprana inclinación de su autor por Dostoievski y Tolstoi, bajo el influjo de Vladimir Soloviev. A la existencia de estos libros se sumaban Kierkegaard y la filosofía existencial o La noche de Getsemaní, sobre Pascal. Hasta hace poco, pues, las grandes obras de madurez han continuado ignoradas, a lo que ha contribuido también la historia editorial laberíntica de las primeras traducciones al francés.
Si estas cuestiones externas no bastasen, Shestov además no es un filósofo al uso y mucho menos un filósofo de la religión, como se ha concebido en la Europa occidental. Suele presentársele como el representante de un irracionalismo existencialista que habría contrapuesto fe y conocimiento. Es cierto que el motivo clave que va articulando su pensamiento es la tensión entre Atenas y Jerusalén. Entre necesidad y libertad, es decir, entre epistemología y moral, por un lado, y ontología, por otro, no habría para él acuerdo posible. Es preciso elegir y él opta por Jerusalén. En el salto de la fe está en juego no solo la verdad de la ciencia sino sobre todo la afirmación de la sabiduría. Precisamente porque su elección sería imposible, resultaría cierta.
Heredero de Tertuliano, de Pascal y de Kierkegaard, en cuya estela subraya la ambigüedad creativa, luminosamente oscura, de toda dialéctica, la importancia de Shestov radica en que traza una díscola genealogía de la Modernidad.
Su modo de argumentar, entre el ensayo y el aforismo, avanza en círculos concéntricos. Unos pocos motivos puntúan casi musicalmente su concepto de filosofía y de historia, que abjura de cualquier sistematicidad y, con ello, de la pretensión moderna de hacer de la historia historicismo. La tercera parte de En la balanza de Job, titulada precisamente Sobre la filosofía de la historia, constituye una síntesis aguda de esta postura: «La historia no es un teatro anatómico, y es perfectamente admisible que los historiadores deban algún día rendir cuenta a los difuntos».
No queremos pensar, no queremos estudiarnos a nosotros mismos, para no ver la realidad verdadera. He aquí por qué el hombre acepta cualquier cosa con tal de evitar la soledadLev Shestov, Noche de Getsemaní
Para Shestov, la historia de la filosofía debe ser una «peregrinación por las almas». Los grandes filósofos son sus iconos. No se les puede distribuir en una cadena, porque la búsqueda de cada uno de ellos se lleva a cabo en la estricta contemporaneidad de sus preguntas. A unos y otros, su búsqueda, mistagógica, los enfrenta al límite de la realidad que es su misterio y su iluminación: la muerte. La verdad para Plotino exigiría un «verdadero despertar». Pascal sigue reclamando permanecer en vela hasta el fin de los tiempos. Mientras Descartes duda de todo, Spinoza se esfuerza por descansar sub specie aeternitatis.
No habría sido Nietzsche el profeta de la (post)modernidad con su proclama de la muerte de Dios. El precursor es el epígono. La tarea de matar a Dios le fue encomendada a quien lo amaba sobre todas las cosas. Baruch Spinoza, contrafigura de Abraham, habría asumido el mandato de sacrificar la revelación bíblica –Dios creó el mundo y vio que era bueno- en el altar de la matemática y las verdades eternas.
Shestov describe así la relación entre la teoría del conocimiento y la ética en un sentido inverso al habitual. Para él, de esta se derivaría aquella. Desde Sócrates y el estoicismo el hombre ha debido aceptar y obedecer la necesidad del límite, es decir, la «ley». La modernidad no cumpliría sino el sueño de que la victoria de la verdad «científica» sea absoluta.
¿Seguiría el grito de Job obligado a inclinarse ante la «verdad» y callar? El diagnóstico de Shestov cobra paradójicamente una insospechada actualidad en unas sociedades en las que triunfa el victimismo. Insoportable la conciencia de límite, la ética aspira a más que a ocupar el lugar de la ontología. La (bio)ética no solo ha suplantado a la ontología. Al usurpar sus funciones, pretende también declararla abolida. La verdad consistiría en hacer de lo imposible ley; el bien, considerar lo mejor solo lo que el deseo del ser humano prescribe a una razón tecnocientífica. Post nihil, asistimos al surgimiento de la nueva Creación. Shestov permanecería expectante.
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