Juan Orellana | 21 de mayo de 2021
El héroe clásico y el antihéroe crepuscular dan paso a personajes nada arquetípicos, «normales», cercanos, creíbles, con dramas que no nacen de un laboratorio de guiones sino de la vida real.
El reciente estreno de First Cow (Kelly Reichard, 2021), una película del Oeste inspirada en una novela de Jonathan Raymond, nos lleva a hacernos algunas preguntas sobre la fisonomía del wéstern del siglo XXI. Esta estupenda película confirma una serie de cambios en el género tan interesantes como profundos, tanto en temática como en puesta en escena.
Lo cierto es que el wéstern como género ha experimentado una constante evolución, pero siempre ha estado vivo. Desde las clásicas «películas del Oeste» hasta hoy se han producido diversos cambios en paralelo a los procesos sociales y culturales de cada momento. En la edad de oro del género, los guiones se construían sobre todo en torno a una dialéctica entre «buenos y malos»: los servidores de la ley y los forajidos, los vaqueros y los indios, los justos y los villanos. El género consolidó unos cánones dramáticos, estéticos y narrativos en los que se movieron como peces en el agua los mismos que contribuyeron a crearlos: John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh o Nicholas Ray, entre otros grandes. Siempre triunfaba el bien de alguna forma, y habitualmente el filme tenía un final edificante.
En los sesenta y setenta, el mundo occidental se puso patas arriba y se inició un proceso de inversión de valores que ha culminado en el siglo XXI. Al spaghetti western que encabezó Sergio Leone (recordemos su Trilogía del dólar con Clint Eastwood) siguió el wéstern crepuscular que hizo famoso Sam Peckinpah. Con el primero nació una estética más realista, más sucia, con encuadres mucho más cortos -profusión de primeros planos y planos detalle- y sobre todo con unos personajes sórdidos, duros, amorales y extremadamente violentos, muy alejados de los modelos caballerescos e íntegros del wéstern clásico. Sam Peckinpah, por su parte, pondrá de moda personajes atormentados, tristes, desilusionados, desesperanzados. Llega la civilización y el progreso, y el vaquero del «salvaje Oeste» está llamado a desaparecer.
Y casi desaparece el género también, con un importante declive en los noventa. Pero curiosamente resucita en el siglo XXI con unas características nuevas y sumamente interesantes. El héroe clásico y el antihéroe crepuscular dan paso a personajes nada arquetípicos, «normales», cercanos, creíbles, con dramas que no nacen de un laboratorio de guiones sino de la vida real. Se desmitifica el lejano Oeste, se «desencanta» ese ámbito mítico, fundacional, originario de la autoconciencia americana. Se desechan los grandes relatos de épica y conquista, se abandona la gran filosofía de la historia, ya no interesan los idealistas marcos de referencia.
Este nuevo contexto tiene su haz y su envés. Por un lado, supone un inquietante rechazo del ímpetu ético del cine, de su tradicional exhibición de modelos referenciales. Por otro, implica rescatar la intrahistoria, poner la mirada en el drama humano cotidiano, en pequeñas historias llenas de autenticidad. De entre muchos títulos posibles (Comanchería, Blackthorn, Los hermanos Sisters, La balada de Buster Scruggs, Django desencadenado, Bone Tomahawk, Valor de Ley, Los odiosos ocho…) queremos llamar la atención sobre los dos más recientes: Noticias del gran mundo (2020) y la citada First Cow (2021).
En la primera, el protagonista es un hombre viudo que va por los pueblos leyendo los periódicos a los analfabetos. En la segunda, es un panadero que sobrevive en Oregon vendiendo pastelillos aceitosos, elaborados con la leche que ordeña clandestinamente a la primera vaca llegada a la comarca, venida desde Inglaterra. Nada de tiros, ni cabalgadas, ni cargas de la brigada ligera. Pero a cambio encontramos hombres de puro corazón, deseosos de encontrar una vida feliz, que no implica glorias y reconocimientos. La primera película es una historia de acogida, la segunda una historia de amistad. La macrohistoria deja paso a la microhistoria, tremendamente valiosa si es honesta, desideologizada y filmada con las dimensiones verdaderas del corazón humano. Si este es el neowéstern, sea bienvenido; si acaba limitándose al elogio de lo banal, echaremos de menos el cine clásico.
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