Aquilino Duque | 23 de mayo de 2021
Para mí no había más que una España y por eso busqué siempre lo que podía tener yo en común con los que tenían detrás otras experiencias nada desdeñables, por distintas que fueran de las mías.
Uno de los mejores libros del poeta José Ángel Valente, por no decir el mejor, es a mi juicio el titulado La memoria y los signos, publicado en 1966 por La Revista de Occidente, y lo es, abstracción hecha de la impecable factura de los poemas y con independencia de las recensiones, por la reacción de personas muy próximas a él ante algunas del medio centenar de composiciones que integraban el volumen. Una fue de Carlos Robles Piquer, máximo responsable entonces de la Censura oficial, del que el poeta me mostró una carta en la que Robles daba su brazo a torcer en cuanto a un poema censurado, no sin recordarle al poeta que el joven poeta inglés aludido en él luchaba en las filas de las Brigadas Internacionales.
Otro poema, que suscitó irritación de por vida, fue el asestado a un poeta de la generación anterior a la nuestra, de la quinta del 42 para entendernos, con quien se solidarizaron Rodríguez y Brines y me tocó a mí escuchar sus quejas en alguno de mis viajes a Madrid. Hubo un tercer poema y los que le pusimos reparos fuimos Aleixandre y yo. Este poema se titulaba La concordia y son sus sarcásticos versos finales –Jamás la violencia, cantó el coro, / unánime, feliz, perseverante– los que me han vuelto a la memoria al oír una vehemente alusión a la violencia en nuestra democracia por parte del actual jefe del Gobierno, un hombre público que, si estuviera mejor asesorado, tendría este poemario en su mesilla de noche, como un predecesor suyo tenía el de una personalidad del exilio.
En aquellos años, era inevitable que los que nos ganábamos la vida en el extranjero nos relacionáramos con la llamada «España peregrina», en la que había de todo, y no voy a insistir en todo lo bueno que saqué de aquellas relaciones. No fui el único, y Valente estaba prácticamente en mi caso. Cuando se me ocurrió repatriarme, en un homenaje que se me hizo en Sevilla me autodefiní como «peregrino en mi patria», acaso una referencia subconsciente a mis felices y fructíferos años de peregrinaje. También me definí como «profeta en su tierra», por el caso que de mí pudiere hacerse en aquel momento.
Lo que quiero decir es que, para mí, el peregrinaje tiene un sentido positivo, y es devoción y es aprendizaje, y por eso fueron, mis años de convivencia con exiliados, fructíferos y felices. La «España peregrina», como la bautizó Bergamín, sería con el tiempo conocida también como la «España del fracaso», expresión que leí por vez primera en el discurso que le escribieron a María Zambrano cuando se le concedió el Premio Cervantes.
Vivía yo aún en Roma cuando en la revista Insula, en la que ambos colaborábamos, me permití disentir de una opinión de «un poeta de nota» que reducía a cero la poesía que entonces se escribía en España, en la que daba yo por supuesto que incluía la suya. Al número cero se le pueden dar muchas vueltas y no vale lo mismo según caiga a la izquierda o a la derecha. Nada de particular tuvo, pues, una ácida salida de tono del «poeta de nota» en el número siguiente de la revista y en las líneas que dedicaba a una «exiliada de nota» fallecida en Galicia a cuya familia nos ligaba un mismo afecto. Afortunadamente, yo había puesto tierra por medio al dejar Ginebra por Roma y lo que más me podía doler era el recuerdo de la primera mitad de los 60 en que nuestra amistad rayaba en lo fraterno. El Mayo francés tuvo su importancia, y nuestro caso no fue único. Paz y Cortázar no se volvieron a ver desde los días de la India y, al morir el argentino, el mexicano expuso con buen estilo los motivos subyacentes al alejamiento en las sentidas líneas que le dedicó.
No tiene nada de particular la sintonía mía con Valente así que nos conocimos. Nuestras trayectorias eran parecidas. Licenciatura en la universidad, milicia universitaria, paso por Inglaterra, él en Oxford y yo en Cambridge. Hijos de familia numerosa deseosos de ir a más y con la suerte de haber pasado la guerra en la zona nacional. Mi afán al salir de España por vez primera, y supongo que el de él también, era enlazar con aquella parte de nuestra cultura de la que la guerra nos había separado y nuestro descontento era el natural de la gente joven que busca otros horizontes. De mí sé decir que había hecho mía aquella ocurrencia de Ridruejo de identificarme con los vencidos y nunca negué mi entusiasmo por la Revolución cubana, que no me duró más allá de dos años.
…Sí,
hablábamos, previamente enlutados,
de nuestra mutua muerte.José Ángel Valente, Hablábamos de cosas muertas
Sin embargo, nadie puede saltar sobre su sombra y, según me tomaba la vida en serio y contraía responsabilidades familiares y profesionales que hacía compatibles con mis ilusiones literarias, fui reconciliándome con mi pasado, sin perjuicio de respetar el de otros a los que la feria les había ido de otro modo. Nunca se me ocurrió provocar a los que eran mayores que yo en edad, saber y gobierno, pero tampoco intenté hacerme pasar por lo que no era y tenía muy vivos ciertos recuerdos de mi infancia como para frivolizar con ellos. Para mí no había más que una España y por eso busqué siempre lo que podía tener yo en común con los que tenían detrás otras experiencias nada desdeñables, por distintas que fueran de las mías. Debo decir que fueron la mayoría de aquella España peregrina los que mejor entendieron mis razones y me pagaron en la misma moneda.
Al cabo de los años vuelvo sobre el libro de mi amigo y, en todos y cada uno de sus poemas, donde hay recursos expresivos felicísimos que no dejaron de influirme en su día, se ve que él sólo asimiló de nuestra común inmersión en aquel ambiente, no lo que tenía de peregrinación, sino lo que tenía de fracaso, un fracaso, no ya de las ideas que nos llevaron a la guerra, sino de las creencias, disueltas en las que Mario Praz llamara «místicas abdominales», sin otra trascendencia que la nada y el vacío.
Una variada selección bibliográfica para acercarse a la guerra que partió la España de hace 80 años.
A Manuel Chaves Nogales hay que rescatarlo cuando nos ponemos partidistas, cuando nos obligan a las dos Españas que tanto le gustan al PSOE.