G.K. Chesterton | 23 de noviembre de 2020
Nuestra época, que ha presumido de realismo, fracasará, principalmente, por la falta de realismo.
Nuestra época, que ha presumido de realismo, fracasará, principalmente, por la falta de realismo. Creo que nunca ha existido un divorcio tan grave y sorprendente entre el modo en que se hace una cosa y la pinta que esta tiene una vez ha sido hecha. Tomo el caso más cercano y más corriente que tengo a mano, el del periódico. Nada hay que parezca más limpio y regular que un periódico, con sus columnas paralelas, la impresión mecánica, los hechos y las cifras bien expresadas, y los responsables y polisílabos editoriales. Nada -esto es un hecho- sufre cada noche más agónicas aventuras, más escapadas por los pelos, expedientes desesperados, consejos cruciales, compromisos arbitrarios o inadvertidas catástrofes. Visto desde fuera, parece que sale rodado, tan automáticamente como un reloj y tan silencioso como el amanecer. Visto por dentro, sus organizadores resoplan aliviados cada mañana al contemplar que ha logrado salir; y que ha salido sin que el editorial esté al revés o sin que el Papa sea felicitado por descubrir el Polo Norte.
Daré un ejemplo (meramente para ilustrar mi tesis de la irrealidad) del periódico que conozco mejor. Esta es una sencilla historia, un episodio pequeño de la vida de un periodista que puede ser divertido e instructivo: el relato de cómo cometí un gran error en una cita. En realidad son dos historias: la historia vista por fuera, por un hombre que lee el periódico; y la historia vista por dentro, la del periodista gritando, hablando por teléfono y tomando notas en taquigrafía por la noche.
Vamos con la historia desde fuera, que tiene trazas de una penosa disputa. El tristemente célebre G.K. Chesterton, un Torquemada reaccionario cuyo único y oscuro placer es la defensa de la ortodoxia persiguiendo herejes, tras mucho cavilar se decidió a denunciar a un egregio líder de la nueva teología al que odiaba con todo el vigor de su fanática alma. En este documento, Chesterton, enigmática y deliberadamente, sin temor alguno de Dios afirmó que Shakespeare escribió el verso «que ascendiendo retuerce sus míticas raíces». Lo cual fue dicho por haber estado sometido a la ignorancia por los curas; o quizá porque pensaba, torticeramente, que ninguno de sus cándidos lectores sería capaz de descubrir un curioso y olvidado poema llamado Elegy in a Country Churchyard. Fuese como fuese, ese caballero cometió un craso error, y recibió más de veinticinco cartas y postales de sus amables lectores que le señalaron la falta.
Pero lo extraño es que apenas alguno de ellos pudo concebir que se tratara de un error. El primero escribió, en el tono de alguien ya cansado de epigramas, y soltó: «¿Dónde está la gracia ahora?». Otro profesaba (y practicaba, por lo que sé, Dios le ayude) haber leído todo Shakespeare sin haber encontrado el verso. Un tercero escribió, con una suerte de angustia moral, preguntando, como si fuera un secreto, si Gray en realidad era un plagiador. Formaban una noble colección; pero todos dejaban mostrar un prurito de ocio y de exactitud en la profesión y carácter del destinatario que dista mucho de la verdad. Pasemos al siguiente acto externo de la tragedia.
En la edición del lunes del mismo periódico aparecía una carta del mismo culpable. Confesaba ingenuamente que la línea no pertenecía a Shakespeare, sino a un poeta que llamaba Grey. Que era otra pifia -o trola-. Este extraño y analfabeto brote fue acompañado por un título del editor que rezaba con el justamente desdeñoso título de «El Sr. Chesterton ¿se explica?». Un hombre que leyera el artículo en su desayuno por la mañana entendería a la primera el significado de las comillas. Pues venían a decir, claramente: «Tenemos aquí a un individuo que no sabe distinguir a Gray de Shakespeare; trata de arreglarlo y ni siquiera sabe deletrear Gray. Y a eso lo llama explicación». Esto es lo que, de modo natural, inferiría un lector de la carta, el error y el titular, vistos desde fuera. La falsedad era seria; la reprimenda del editor era seria. El severo editor y el sombrío y desconcertado colaborador se quedan cara a cara cuando cae el telón.
Y ahora les diré exactamente lo que les pasó. Honradamente, es muy divertido. Es la historia de lo que son de verdad los periódicos y los periodistas. Un hombre monstruosamente vago vive en South Bucks, en parte, por escribir una columna los sábados en el Daily News. A la hora en la que suele escribir (que es normalmente la última hora), su casa se ve invadida de repente por críos de todas formas y tamaños. Su secretaria es avisada, y le toca lidiar con la tropa invasora. Jugar con los niños es cosa gloriosa, pero el periodista en cuestión aún no entiende por qué se lo considera cosa tranquila o relajante. A él le recuerda, no a regar los tiernos brotes de las plantas, sino a una lucha de horas contra ángeles y demonios gigantes. Lo asedian problemas morales de la más pantagruélica complejidad. Le toca decidir, frente a los terribles ojos de la inocencia si, cuando una hermana ha roto el cubo de su hermano, en venganza por el hurto por parte de este de dos de sus caramelos, puede admitirse que este, en represalia, pintarrajee su libro de cuentos y si esta conducta no justifica, a su vez, que la hermana le apague las cerillas que había encendido sin permiso de la autoridad.
Cuando se encuentra resolviendo este problema según los más altos principios morales, se da cuenta, de repente, que no ha escrito su artículo del sábado, y que solo tiene una hora para hacerlo. Llama desesperadamente a alguien (probablemente al jardinero) para que telefonee a pedir un mensajero; se atrinchera en otra habitación y se tira del pelo, preguntándose de qué demonios escribirá. Unos puños que aporrean la puerta por fuera y un rugido entusiástico lo animan y clarifican su mente; puede observar que hay algunos periódicos y boletines envueltos sobre la mesa. Uno es un deslucido catálogo de libros; el segundo es un reluciente panfleto sobre gasolinas, el tercero es una revista llamada The Christian Commonwealth. La abre al azar, y ve, en medio de una página una frase con la que, honestamente, está en desacuerdo. Dice que el sentido de la belleza en la naturaleza es algo nuevo, apenas advertido antes de Wordsworth. Una corriente de imágenes y cuadros se le agolpan en la cabeza, como cielos que se van cazando unos a otros o bosques que corren. «Apenas advertido antes de Wordsworth», piensa. «Oh, no es así… coros en ruinas donde suaves pájaros cantaban cuando caía la tarde … las velas de la noche se han consumido … reluce con vivos zafiros … dejando el laberinto bañado por la luna … viejas raíces fantásticas … que ascendiendo retuerce sus míticas raíces … qué es lo que está en Como gustéis?»[1]. Se sienta desesperado, el mensajero llama a la puerta: los niños percuten la puerta; el servicio acude periódicamente para recordar que el mensajero se aburre; el lápiz va tambaleándose, ofreciéndole al mundo 1.500 palabras prescindibles, y regalándole a Shakespeare una pequeña parte de la elegía de Gray, poniendo «que ascendiendo retuerce sus míticas raíces», en lugar de «las viejas raíces sobresalen». El periodista envía su copia y retorna al problema de si un hermano puede requisar el collar de su hermana porque esta le pellizcó en Littlehampton. Esta es la primera escena de cómo se escribe un artículo.
Ahora la escena cambia a la redacción del periódico. El escritor del artículo se ha descubierto su error y quiere cambiarlo al día siguiente, pero el día siguiente es domingo. No puede enviar una carta, por lo que llama al periódico y dicta una carta por teléfono. Y deja el título a sus amigos al otro lado de la línea; ya sabe que pueden deletrear «Gray», como sin duda es verdad, pero la carta queda escrita, por costumbre periodística, en garabatos a lápiz y la vocal acaba siendo dudosa. Su amigo deja escrito en la parte de arriba de la nota «»G.K.C.» se explica» poniendo sus iniciales entre comillas. El encargado de pasar el texto a la imprenta se aburre de estas iniciales (en eso estoy con él) y las deja fuera, colocando en su lugar el más austeramente cívico «El Sr. Chesterton se explica». Pero -aquí escuchamos la risa metálica del Destino, porque las murallas se van a caer- se le olvida quitar la segunda comilla (como la llamamos), sube a la imprenta con una comilla entre las últimas palabras. Ora comilla, al final de la palabra «explica», fue obra de un momento feliz de los tipógrafos del piso de arriba. Así que las comillas volaron de la primera palabra [las iniciales] a la otra y un título totalmente inocuo quedo convertido, de repente, en un estallido de desprecio. Pero no hubiera importado nada, porque no había nada que despreciar. Pero, en esa misma hora sombría, apareció un linotipista que era -me sospecho- un decidido devoto del Gobierno, pues no podía pensar en ningún Gray, más que en Sir Edward Grey. Y colocó «Grey» por un mero error, y con eso el cuento quedó concluido: primer error, segundo error y condena final.
Este es un breve relato del periodismo tal cual es. Puede usted considerarlo egoísta, pero en cuanto a su utilidad, algo puedo decirle. Recuérdelo la próxima vez que sepa que un joven trabajador va a ser colgado por el cuello con pruebas solo indiciarias.
1.- Las traducciones que hemos utilizado de los versos en el artículo proceden de M. A. García Peinado y M. Vella Ramírez (Elegy Written in a Country Churchyard), Martín Monreal (soneto 73 de Shakespeare).
El nuevo método del periodismo es ofrecer muchos comentarios, o al menos, muchas circunstancias secundarias que no dejan espacio para los hechos originales. Lord Rosebery deseaba tener la historia sin la moral. Parece que ahora tenemos la moral sin la historia.
La serie de artículos más larga de todas las colaboraciones periodísticas del creador del Padre Brown.