Francisco José Contreras | 24 de octubre de 2019
Hay libros que ponen en un aprieto, porque son tan sustanciosos, que todos sus párrafos están reclamando el fluorescente. «¿Por qué ha fracasado el liberalismo?», de Patrick Deneen es uno de ellos.
El pasado lunes 21 de octubre, lunes tuve el honor de debatir en la Universidad CEU San Pablo con Patrick Deneen, autor de Why Liberalism Failed. Leo subrayando, y hay libros que me ponen en un aprieto, porque son tan sustanciosos, que todos sus párrafos están reclamando el fluorescente. El de PatrickDeneen es uno de esos.
¿Por qué ha fracasado el liberalismo?
Patrick J. Deneen
Rialp
253 págs.
19.95€
Pero mi discrepancia con Patrick Deneen es profunda. Su tesis principal es que el liberalismo era una filosofía viciada de origen, que su lógica era intrínsecamente disolvente, y que debía conducir inevitablemente a las patologías actuales que ambos lamentamos: relativismo moral, hedonismo, crisis de la familia y de los demás cuerpos intermedios, presentismo (una sociedad que desprecia su pasado y se despreocupa de su futuro, pues el único imperativo es “disfrutar la vida ahora”).
Patrick Deneen insiste en presentarnos a Thomas Hobbes y John Locke como los padres del liberalismo, pasando por encima de las hondas diferencias filosóficas entre ambos. Hobbes presupuso un estado de naturaleza selvático, habitado por un homo oeconomicus amoral e implacable; Locke nos presenta una situación originaria de “benevolencia y ayuda mutua”, en la que la ley natural garantiza ya una cierta cooperación social (aunque imperfecta: de ahí la necesidad de crear un Estado y leyes positivas), y que está poblado, no por individuos atomizados, sino por familias (la familia es para Locke una institución natural, anterior al Estado, y “no tiene por objeto solo la procreación, [sino la crianza de los hijos] y la continuación de la especie”).
El padre del liberalismo, por supuesto, no es Hobbes, sino Locke. Hobbes teoriza un Leviatán con poder omnímodo: “haga lo que haga, el soberano no puede ser acusado de injusticia por ninguno de sus súbditos”. Locke defiende un Estado limitado, cuya razón de ser es la tutela de los derechos naturales a “la vida, la libertad y la propiedad”. Locke teoriza –antes que Montesquieu- la separación de poderes, para que unos órganos estatales contrapesen a los otros.
Todo ello en aras de la libertad del ciudadano. Una libertad que es entendida por Locke “no como libertinaje” (sic). No se trata de ser libres para vivir como nos plazca, sino para practicar voluntariamente el bien y ejercitarnos en la virtud. Pues ocurre que Locke, a quien Deneen atribuye la paternidad última del desmelene contemporáneo, afirma en sus Thoughts Concerning Education que “el gran principio de todo valor es éste: que el hombre sea capaz de negarse sus propios deseos, domine sus inclinaciones, y se sujete puramente al corsé de la razón, aunque el apetito incline en otra dirección”. Palabras que hubiera podido muy bien suscribir Kant un siglo después. Kant, ese profeta del despendole (si hemos de creer a Deneen).
Sobre todo, Deneen olvida una diferencia esencial entre Hobbes y Locke: el primero era ateo; el segundo, cristiano. De hecho, Locke busca en Dios el fundamento de los derechos humanos, que son la esencia del liberalismo: “Nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones, porque, siendo los hombres todos obra de un Hacedor infinitamente sabio, […] son propiedad de ese Hacedor y Señor”. Y la deriva desde el liberalismo clásico de Locke –y de Adan Smith, Fréderic Bastiat, Lord Acton o los padres fundadores norteamericanos- al libertarianismo progre actual guarda relación precisamente con la desaparición del marco cosmovisional teísta que todavía operaba sobre las tesis del primero, pero ya no sobre las del segundo.
Deneen no parece ver la causa de la degeneración del liberalismo en los progresos del ateísmo, sino en una supuesta hostilidad a los vínculos comunitarios, “cuerpos intermedios” (asociaciones a medio camino entre el Estado y el individuo) y raíces culturales que, en su opinión, habría caracterizado al liberalismo desde sus orígenes. También discrepo de esto. El liberalismo clásico ciertamente cuestionó los vínculos hereditarios no electivos: en la sociedad preliberal, el individuo quedaba adscrito desde el nacimiento a un territorio, una religión, un estamento, unos particularismos jurídicos (los famosos “fueros” idealizados por el tradicionalismo)… Para el liberalismo clásico, el sujeto jurídico-político debía ser el ciudadano abstracto, el hombre sin atributos: ya no hay nobles, burgueses o campesinos; ya no hay cristianos o judíos, ni amos y esclavos (más adelante, tampoco hombres y mujeres). Solo debe haber ciudadanos. Las leyes deben ser iguales para todos, ciegas al linaje, al color de la piel, a la religión, al sexo.
El conocimiento es la única defensa ante el peligroso mundoJohn Locke
Pero defender al ciudadano abstracto como sujeto de derechos no significa combatir las raíces y vínculos religiosos, culturales o comunitarios. Creer que cristianos, judíos, etc. deban ser iguales ante la ley no significa desear que desaparezcan el cristianismo y el judaísmo (esa será la solución expeditiva que propondrá Marx para la discriminación religiosa: en lugar de igualar las religiones ante la ley, destruyámoslas a todas…; pero Marx era antiliberal). Creer que hombres y mujeres deban tener los mismos derechos no significa negar las diferencias biológicas y psicológicas entre los sexos. El liberalismo combatió adscripciones histórico-culturales asfixiantes o incompatibles con la libertad, pero valoró las comunidades electivas.
Alexis de Tocqueville quedó asombrado por el vigor de la vida asociativa norteamericana en el siglo XIX: los americanos, en lugar de esperar que el Estado les resolviese los problemas, se agrupaban en organizaciones voluntarias de tipo vecinal, filantrópico, cultural o religioso, para construir hospitales y escuelas, enviar misioneros a Africa, construir infraestructuras municipales, asistir a los menestorosos… No, el mundo liberal no fue el infierno de egoísmo que pinta la imaginación tradicionalista o marxista (a veces inquietantemente próximas).
Y el cuerpo intermedio más importante –la familia- conoció su edad de oro en el siglo XIX, precisamente coincidiendo con la plenitud del liberalismo. Pero esto debe quedar para otro artículo.