G.K. Chesterton | 25 de enero de 2021
Una gran cantidad de periodistas no tienen conocimientos suficientes del pasado ni del presente para ser entretenidos, y menos aún para ascender a ser sensacionalistas.
En cierto periódico que considero el más cuerdo con el que nos podamos topar, fui burlado y humillado el otro día por decir que los periodistas serían mejores si tuviesen una cultura más amplia. La palabra «cultura» está maldita, y no sin causa, excepto cuando ocupa la última mitad de una palabra. De nadie se dice que sea un esteta fantasioso por dedicarse a la agricultura. Nadie recibe la acusación de ser un necio orgulloso por entregarse a la horticultura. Pero la segunda mitad de la palabra, «cultura», siempre posee una apariencia absurda. Es algo así como las piernas escondidas de un elefante en el escenario de una pantomima. Para los agricultores, el campo es lo primero y su cultura viene después; en el caso de los horticultores, primero está el jardín y su cultura viene después. Pero en la miserable profesión de las letras, ¿qué es lo que hay primero? Tenemos que agarrar la cola de la palabra. En fin, que es mi desgracia saber el suficiente latín y griego para no confundir las dos lenguas. Y nadie que no pueda mezclarlas tendrá la más mínima posibilidad de inventar una nueva ciencia. Así que nos quedaremos con la palabra «cultura». No la llamaré «logocultura». Renuncio definitivamente a llamarla «doxicultura». Pero se trata, en simples palabras, del crecimiento sano de ideas a partir de su semilla original, y si eso no te gusta, no te gusta la civilización. Mejor, no le gustas a la civilización.
Esto es lo que dije. O si usted lo prefiere, esto era lo que quise decir. O, más aún (si insiste), esto es lo que olvidé decir. De cualquier modo, esto es lo que creo: que el periodismo morirá pronto si se conforma con permanecer ignorante. Los periodistas pueden creer que su profesión es inseparable del género humano; probablemente lo crean. Probablemente crean que hubo un periodista antes de que el mundo fuera creado, para ponerle titulares a ese curioso incidente de la Creación. Cierto es que los periódicos ya han durado un rato y son solo los sucesores de los panfletistas del siglo XVII, que no han durado nada. Es posible que, dentro de poco, cada periódico sea tan aburrido y formal como la gaceta de la corte. Y esto sucederá porque una gran cantidad de periodistas no tienen conocimientos suficientes del pasado ni del presente para ser entretenidos, y menos aún para ascender a ser sensacionalistas. No son historiadores lo suficientemente buenos para ser ni siquiera buenos periodistas. Ni siquiera son sensacionalistas, porque las situaciones no son sensacionales, solo las personas que las viven lo son. Si un periodista tuviera más cultura, no se retiraría al claustro de lo académico. Al contrario, por primera vez, saldría de él. Nada fastidia más que la ignorancia; conocer las cosas antiguas es necesario en grado sumo, especialmente porque afectan a las nuevas.
Cuando hablo de «cultura», entonces (seré tan parco en repetirlo como pueda), le pediré al lector que no piense en museos ni en clases de música ni librerías, sino en campos, granjas y jardines; no en archivos, sino en huertos; no en primeras ediciones, sino en flores tempranas; no en las hojas de los libros, sino en las hojas de los árboles. Porque el crecimiento de las cosas humanas, como poco, se parece más a la vegetación que a los aparatos mecánicos de la cultura. El poeta compara su amor con una rosa roja, no con un cuero rojo; su palidez es la del lirio, no la de [los libros de] Elzevir; y de ser cierto que toda criatura es hierba [Is 40,6], al menos nada tienen que ver con el cuero. Y así sucede que las metáforas de las culturas prácticas y pegadas a la tierra serían más beneficiosas para nuestros periodistas que muchas de las abstracciones baratas y manidas que utilizan como si fueran científicas. Por eso uno puede decir de verdad que Irlanda es un jardín; y Belfast, en el mejor de los casos, es una colmena en un jardín. Es una colmena cuya cultura ha ido dirigida más a picar que a nada que se le parezca a la miel, y sus enemigos podrían llamarla una colmena de avispas. Incluso si los acorazados y otras máquinas de hierro fueran tan dulces como la miel, tendríamos que admitir que, al menos en un sentido, la colmena no forma parte del jardín. No es porque las abejas vayan a picar a las flores (que no lo hacen); ni siquiera porque se alimenten de flores, sino porque las abejas no son flores, funcionan bajo otros principios.
Una ciudad industrial es algo completamente distinto a una nación de agricultores, o si lo prefiere usted, es un tipo de animal distinto; su forma es diferente; se mueve, se gobierna, se organiza de modo diferente. Una ciudad industrial es lo que la ciencia sociológica llama un organismo especializado, que es una bestia un tanto extraña. Ahora bien, el jardín y la colmena son una metáfora caprichosa, pero no deberíamos dejar que estas metáforas caprichosas nos abandonen, como han hecho ya con los sociólogos científicos. Así que este cuento de hadas, como se basa en cosas que viven y crecen, está mucho más cerca de la verdad que la imagen que los periodistas de ambos lados suelen ofrecer. Está mucho más cerca de la verdad que decir que el «Norte de Irlanda» es «unionista»; o que el «Ulster» es «leal» o hablar de una sólida y severa guarnición de hombres de sangre escocesa e inglesa. El espíritu nacional de Irlanda nunca ha tenido la más mínima dificultad en asimilar la sangre escocesa o inglesa, por más severo que haya sido este líquido. Si esto fuera todo, los descendientes de los pobladores del Ulster serían tan irlandeses como los Ironsides [de Cromwell]. Y de hecho, la inmensa mayoría de Irlanda del Norte -mejor, la inmensa mayoría del Ulster- ha sido nacionalizada de esta manera, y en este sentido es nacional. Si es difícil que Irlanda asimile a una cierta comunidad comercial, no es por que sea inglesa o escocesa o por tonterías similares; es por la simple razón de que Irlanda, instintivamente, considera que dicha comunidad comercial es un veneno. Así que si hubiera un Parlamento de flores, habría gran dificultad -y mucho zumbido- acerca de la representación de las abejas.
Utilizados con la adecuada ligereza, estos símiles vivientes (dicho sea de paso, solo ahora las llamo metáforas, pero ese no es el tipo de cultura del que hay preocuparse ahora), estos símiles -repito- pueden ser aplicados a nuestros problemas políticos, aunque solo sea para recordarnos que todo lo que se mueve está vivo, que todo lo que vive ha crecido, y que toda cosa viva que tiene un futuro por delante debe mantener vivo su pasado. Se pueden utilizar imágenes y figuras parecidas para tratar el asunto de los Balcanes. Pues también allí un parecido superficial cubre una diferencia que es casi física y tangible, una diferencia de raíces y de suelo. Aunque mis simpatías están con los Balcanes, no creo que vayan a ser todos santos y ciudadanos perfectos; me atrevería a decir que muchos viajeros inexpertos pueden tener la impresión de que ellos y los turcos formaban parte de una variopinta y pintoresca población de bandoleros. Con ellos están mis simpatías, no mis sentimientos; sé que, cuando la gente va por las montañas armada con cuchillos, pueden pasar cosas. En cualquier caso, la diferencia es vital, se trata de la vida y del modo de vida; es como la diferencia entre un campo de cereal y los grajos que lo sobrevuelan. Los turcos están orgullosos de Turquía, pero no la quieren. Su fuerza deriva de la poderosa caballería que puede volver como antaño, cabalgando desde el este.
Esto es a lo que me refería con cultura; no desenterrar el tesoro oculto, sino la exploración de las raíces antiguas y vivas. No quiero decir que ahora tengamos que ponernos todos a escarbar a la búsqueda de sestercios o de vasijas egipcias. Lo que sí quiero decir es que debemos darnos cuenta de lo firmemente alojadas que están en el suelo las coles del campesino francés. No digo que haya que estar desenterrando las cosas ocultas, los pecados de Babilonia o las ficciones sociales de Pompeya. Sí tendríamos que excavar hasta las cosas sencillas: la trágica furia de Irlanda, la profunda e impenetrable piedad de Rusia. Estas cosas no son profundas porque estén muertas. Son profundas porque están muy vivas. Los viajes o las amistades nos las revelarán a la mayoría de nosotros. Pero creo que si el periodista típico de Londres quiere conocerlas tendrá que leerse uno o dos libros franceses, aparte de las obras de Zola.
Nuestra época, que ha presumido de realismo, fracasará, principalmente, por la falta de realismo.
No hay ningún consejo que pueda darse a los periodistas jóvenes, salvo el consejo habitual que se da a todo ser humano.