Victoria Hernández | 25 de julio de 2021
La naturaleza humana es compleja y riquísima en matices y la literatura recoge esa abundancia y nos explica, habla de cada uno de nosotros.
Como ya es verano y asaltan al común de los mortales esos deseos atávicos de ir a cualquier otra parte, de cerrar la puerta con llave y olvidar unos días las amables rutinas que nos atan al hogar; y como hace poco tiempo compartí con mis queridos colegas una clase de Grandes Libros en la que se habló de peregrinos y viajes literarios, parece pertinente participar cristianamente algunas de aquellas reflexiones.
Pero no hablamos en esa ocasión de maletas ni seguros de cancelación, sino del gran viaje, en el que todos estamos embarcados desde que nos alumbran. Y claro, hablamos, sobre todo, de la manera en la que la literatura ha sabido plasmar que «este mundo es el camino para el otro que es morada», uno de los grandes motivos temáticos de todos los tiempos, desde los orígenes mitológicos hasta hoy.
La naturaleza humana es compleja y riquísima en matices y la literatura recoge esa abundancia y nos explica, habla de cada uno de nosotros. Somos, como los copos de nieve, raros y únicos pero, al mismo tiempo, encajamos en unas categorías comunes que reflejan los arquetipos y los tópicos literarios a modo de espejo de plata bruñida (y la ambigüedad es deliberada, porque no es tan sencillo explicar qué responde a lo reflejado y qué a lo reflectante). Al fin y al cabo, todos los copos de nieve se comportan de la misma forma y se parecen en su exclusividad. Y así, en torno a los libros inmortales como la Odisea y el Éxodo, que moldearon otros como la Eneida o la Divina Comedia, y cómo no, incluso obras contemporáneas como Manalive, El Señor de los anillos y Retorno a Brideshead, leímos, hablamos, reímos y lloramos «en conversación con los difuntos», y escuchamos con los «ojos a los muertos».
Cada clase es una fiesta y aquella empezó moviendo los muebles, para hacer sitio a la danza. El anfitrión que convocaba era Homero que comenzó marcando los dignos compases de este baile secular y, los alumnos, expectantes, escuchaban, asentían, anotaban y sonreían, siguiendo el ritmo oculto y casi imperceptible que dicta la memoria. Porque todos hemos escuchado el cuento, los ecos de un relato antiguo, sobre la patria de la que hemos sido desterrados y que buscamos como peregrinos incansables a lo largo del camino que nos conducirá a encontrarnos con aquellos que aún pronuncian nuestro nombre.
Y como es bien sabido, la vuelta a casa paradigmática la protagoniza Ulises, rey de Ítaca. El héroe de la travesía a las playas paternas, a la patria de Laertes, en la que creció y donde lo espera Telémaco, porvenir que se proyecta como una esperanza. Ulises, el guerrero que capitanea el periplo hacia donde talló el tálamo de olivo y al que anhela regresar junto a la fiel Penélope. El que habitó el paraíso, ahora perdido, de la infancia y el que lo abandonó siendo aún joven, dejando tras de sí las huellas de su partida y que ya solo sueña volver a pisar.
A continuación salieron a la pista de baile, en ordenados turnos, Eneas, en su frenética carrera por una Troya en llamas, en pos de su padre Anquises; Dante, guiado por Virgilio en el tres por cuatro de un vals que gira en círculos infernales, rememorando la temporal Florencia y mirando después, con los ojos de su angelical Beatrice, desde el Paraíso, la patria definitiva; y danzaron los hobbits y los elfos y Gandalf cuando embarcaron en Los Puertos Grises hacia el lugar del que no se puede regresar; Innocent Smith salió corriendo de su casa para poder volver a encontrarla; y, finalmente, Charles Ryder revisitó su Brideshead querido, y más de veinte años después buscó y halló de nuevo la puerta secreta en la pared, tras la que descubrió, como la primera vez, el jardín encantado.
Y al final de este crescendo frenético y arrebatador, continuamos hablando de lo que se aparece en el camino: los dioses adversos que impiden la hazaña del retorno, los avatares que retrasan la llegada, los amigos que no continúan más a nuestro lado, las peripecias, al fin y al cabo, que construyen la trama, pero también enriquecen el viaje del que volvemos siempre cansados y maltrechos, pero más fuertes y más sabios. Porque nos desviamos, pero reconocemos el horizonte; porque nos perdemos, para poder encontrarnos y porque siempre, en toda buena historia, cuando parece no haber ya esperanza, llega la ayuda, el guía, el maestro, el deus ex machina, la gozosa eucatástrofe que es promesa y que anticipa el gozo del Final Feliz Verdadero.
Y más de tres horas después, extenuados de las andanzas, se produjo el anhelado encuentro: Ulises es reconocido por su aya cuando lo baña y descubre su cicatriz. La idea de patria acarrea de manera vicaria y recíproca la idea de saberse hijo: el reconfortante descanso de reconocerse cuidado, de tener la certeza de que en algún lugar, en algún rincón de la memoria de otro siquiera, se nos conoce y se nos recuerda. Todo comienza a encajar en su centro, el héroe retorna al hogar donde una vez se calentó, al lecho que lo arropó y al altar donde imploró sus plegarias. Y así Penélope rinde sus defensas y da fin a la larga espera cuando abraza al esposo; y Charles se arrodilla ante la lampara roja del sagrario para rezar una oración antigua recién aprendida.
Y así, masticando aún el polvo del camino, concluyó la Gran conversación con Homero y Virgilio, con Dante y Tolkien, con Chesterton y Waugh, con estos rapsodas y aedos que cantaron la gloria del héroe -más gloria por cantada- y el retorno a casa del peregrino.
Nuestro viaje literario nos lleva hasta el otro lado del charcho. Libros sobre América, sus caminos, mares y carreteras.
Ante la revolución del orden tradicional basado en la familia, cabe preguntarse si la memoria legendaria de Troya mantiene todavía encendida la piadosa resistencia de Telémaco o de Eneas (sostenidos por la nueva Rut).