Armando Pego | 25 de septiembre de 2021
En su poemario Lugares comunes, Ricardo Calleja demuestra que es un formidable lector de poesía. Ese es su auténtico mérito.
Reseñar el libro de alguien próximo, sobre todo si es de poesía, es siempre un compromiso. Hacerlo por iniciativa propia raya casi en la temeridad. Ante estos envites quizás sea imprescindible aplicar la máxima de Baltasar Gracián: «Obrar siempre sin escrúpulos de imprudencia». Bien merece esta atención crítica el poemario Lugares comunes, con el que Ricardo Calleja, colaborador de El Debate de hoy que suele autodefinirse como semischmittiano, ha tomado la decisión de declarar la excepción poética como un estado necesario de su obra.
Lugares comunes
Ricardo Calleja
Ediciones Vitruvio
12€
Seamos sinceros. La poesía, tan despreciada como manoseada, acostumbra a ser implacable con quienes erradamente podríamos juzgar como poetas sobrevenidos. Ricardo Calleja desmiente desde el primer verso de sus Lugares comunes el prejuicio. O, mejor dicho, lo eleva a tópico.
Calleja demuestra que es un formidable Lector de poesía. Ese es su auténtico mérito. No promete lo que no puede dar, pero no escamotea jamás lo que se le debe exigir a todo poema que merezca la dignidad de tal nombre. Hay poetas que han leído más o menos, pero pocos son los lectores de poesía que alcancen a devolverle a la poesía, con generosidad, en sus propios términos, la fuerza con la que ha modelado su sensibilidad.
Lugares comunes despliega un itinerario espacial, de dentro afuera, atravesado con apasionada templanza por una inquietud escatológica. Más que de un diario interior, asistimos en sus tres secciones al despliegue de una cartografía emocional. Destila en el alambique de temas, símbolos o estilemas que conforman sus lugares comunes los rasgos de una identidad personal, y viceversa. Como si fuera un paradójico proceso de autodescubrimiento, su fin último es alumbrar a un extraño. Como expresa sentenciosamente el final del poema Rostro: «Espero ir logrando así que tu rostro / ya no sea el espejo de mi alma».
Esta intuición constituye un núcleo básico del poemario. Parecería que la tarea del lector se agota en contribuir al éxito global de la comunicación que entabla el poeta. En tono menor, sin aspavientos, Calleja se atreve a articular la otra respuesta del lector, que no por inesperada es la menos difícil. En estricta lógica, sólo puede formularse como poema.
La primera sección, Tópicos, pide la palabra de esa respuesta. Bajo diferentes tipos de citas de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, el primero y el último poema, pues en el principio está el fin y en su fin el principio, introducen el matiz singular que hace única la voz del lector. En su boca el poema siempre es radicalmente nuevo, sólo suyo en esa (i)rrealidad transfigurada que debe ser capaz de asumir y soportar: «Y vio Dios / que era muy bueno / todo/ lo que había dejado / sin hacer».
Con nobleza, Calleja no deja de mostrar las cartas de su estilo ni tampoco las fuentes de las que bebe (Eliot, Borges, tal vez Ibáñez Langlois…). Temas como el mar y la playa, formas como el haiku o el poema narrativo, los motivos del contraste entre el protagonista poético y la gran ciudad americana van adquiriendo en la segunda sección Sitios una densidad aérea que proporcionará algunas de las mayores satisfacciones a sus lectores. En ellos, con una mayor base cromática, se juega con los lugares comunes de la experiencia y la cultura, la memoria y la ironía, Atenas (y Roma) y Jerusalén; el paganismo católico, en suma. Azotea, Washington Square, Vistas o Laureles son poemas que caracterizan el tono de esta etapa.
Con la última sección, Comuniones, Calleja decide dar el paso definitivo que selle su condición de lector-poeta. Practica en ella un tipo de poesía religiosa cuya tensión no siempre es fácil de mantener con la justeza de medios que demuestra en un poema logrado como Pan. El apoyo de Eliot le permite probar ese salto en Cómplices, Cata en Caná o el más personal y ambicioso -y hasta unamuniano- Silencio blanco, sobre el descendimiento de la Cruz.
Es en los tres poemas previos a la despedida, sobre todo en La última ola, ante la conciencia de la ausencia del padre recién fallecido, donde Calleja da testimonio de su poética más auténtica. Ante el misterio la certeza sólo puede expresarse en el vértigo de la duda. El último baño de mar en un atardecer de Hendaya da pie a un trenzado de imágenes que restauran el sentido de su lectura creyente.
Elegí una última ola
que me arrastrara hasta la orilla.
Salí del agua oscura
sin mirar el melancólico oleaje;
miraba en cambio a tierra imaginando
por dónde habría de salir mi padre.
En el poema Ya no habrá mar Calleja nos desafía afirmando que, en el mundo futuro, «yo estaré una eternidad nadando / por las islas rocosas del Egeo». Bajo una retama, a través de sus lugares comunes, quizás sus lectores hayamos empezado a avistarlo ya.
Desde un principio, ha habido dos tipos de poesía, la que mira fuera de la ventana y la que mira dentro. Los libros modernos han abandonado la idea de que pueda haber poesía en las obligaciones.
Me pregunto si realmente es el liberalismo lo que queremos conservar, y si es el liberalismo la solución única o principal a nuestros problemas.