Marcos Hermosel | 25 de diciembre de 2019
Un relato navideño protagonizado por dos ancianos, una cena de Nochebuena y una misión secreta en el madrileño barrio de Usera.
Gregorio Luis Londoño se levantaba muy pronto, a una hora de viejos. Caminaba entre quince (los días mejores) y dieciséis pasos desde su cama hasta el salón, donde solía sentarse en una raída butaca de mimbre enfrente del retrato de su esposa, y después caminaba doce pasos hasta la cocina donde se preparaba un café soluble, porque había perdido la paciencia y la fuerza para trajinar con la cafetera de aluminio.
Caminaba despacio, arrastrando un poco sus zapatillas de felpa y después se sentaba de nuevo en la silla de mimbre, con la mano en el asa del café a mirar el retrato de la esposa, a mojar exactamente cuatro galletas María, ni una más ni una menos, y a escuchar el parte radiofónico. Cuando llegaban los anuncios, siempre rezongaba un poco y se levantaba, daba una vuelta por el salón y ahuecaba el único cojín del sofá, o recolocaba las figuras del belén, como era el caso en las fechas que nos ocupan. Y un día adelantaba un poco a los pastores, que parece que estaban muy hacia el fondo, y luego los volvía a retrasar porque en su opinión se alejaban intolerablemente del ángel que les anunciaba la Buena Nueva, y hacía todo esto masticando sus oraciones matutinas, que se mezclaban armoniosamente con sus galletas dos veces partidas y mojadas.
Y eso era casi todo. Por la tarde, hacia las seis y media, salía de casa para llegar a misa a las siete y media, a pesar de que había apenas quinientos metros hasta la parroquia. Y dos veces por semana la señora Luisa venía a hacerle comida y a darle un repaso al piso. En ocasiones bajaba él a comprar algo de fruta al chino de enfrente, que se hacía llamar José Luis y que le ayudaba a subir las peras a casa. A las nueve, llegaba Braulio. Aquel día llegó más tarde, con las mejillas encendidas y el resto de la cara del color de la tiza.
–Hace un frío del carajo.
–¿Y qué quieres, a 24 de diciembre que estamos?
–Pues calor, eso es lo que quiero, puñetas, calor y ser más joven.
–Siéntate, anda. Te pongo un café. ¿Qué te han dicho?
–¿Y qué me van a decir? Que tengo los pulmones como un colador. Si vieras la foto… Cien mil balazos.
Gregorio se estremeció. Que la vida era una serie de pérdidas lo sabía desde hace mucho, un lento y doloroso proceso de desnudamiento, pero acabar de perder al último de los amigos suponía ya un decidido ingreso en la soledad de los yayos.
–¿Y te han dicho…?
–Poco, supongo. -Braulio miraba hacia abajo y tamborileaba con su dedo índice sobre la mesa de madera. Se buscó en el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo doblado. Se lo puso en la boca y se lo encendió-. Ya qué más da. Igual voy a tu cielo de santurrones. Después de todo, me he portado bastante bien.
–Rezaré por ello.
–Bueno, pues deja de rezar y vamos a lo nuestro. Si lo hacemos, tiene que ser ya. No solo por mí, tú dentro de cuatro meses vas a tardar doce horas en ir hasta el chino.
–Muy gracioso.
–Tienes que pensar también…
–¿Qué?
–Que igual pasas el resto de tu vida en la cárcel. A mí me quedan tres días, pero tú lo mismo duras diez años, así que haz la cuenta.
–Ya está hecha. Mientras no me pese la conciencia…
Braulio achicó los ojos hasta apenas una cabeza de alfiler juguetona e incisiva que miró a Gregorio con afecto. Su amistad improbable duraba ya más de medio siglo. Braulio era un anarquista cabezón que se había metido más de una vez en camisas de once varas. Gregorio, un buenazo que no sabía hacerle daño a una mosca. Braulio tosió como un buey mientras sacaba unos planos del barrio llenos de crucecitas rojas.
–Pues este es el vía crucis.
–¿Lo llevas todo?
–En la mochila.
–Pues vamos. Esta noche dicen que igual llueve.
–Y qué me quieres decir con eso.
–Que igual me podías acompañar a la Misa del Gallo. Me da miedo resbalarme y caerme.
–Estoy harto de viejos.
–La María Luisa ha preparado una pularda…
–Mm.
Los dos viejos cenaban y comían juntos en Navidad. Braulio no tenía familia. Gregorio sí, pero vivían lejos y si acaso vendrían para Nochevieja. Le pedían que se acercara él, pero no quería dejar solo a Braulio, y menos ahora.
–¿Entonces qué?
–¡Pues si sabes que te acompaño todos los años! De todas maneras, esta noche no creo yo que estés tú para misas. Nos espera una buena paliza.
Cuando salieron, vieron al chino José Luis, que les obsequió con un par de mandarinas.
–Mañana cierro, les dijo.
–Vaya, eso sí que es novedad. ¿Por qué?
–Soy viejo, estoy cansado. Mañana la gente no compla mandarinas.
–Me parece muy bien. ¿Y qué vas a hacer? -Aunque ya lo sabían, iría a jugarse la pasta a uno de esos locales. Estaría todo el día fumando y apostando-. Ven a comer con nosotros. Tenemos pularda.
–Gracias, señor Gregorio. Tengo cosas, tengo cosas, pero gracias.
Tardaron más de seis horas y dos cafés con churros en ejecutar la operación. Tuvieron que reducir algo el alcance, pero quedaron satisfechos. Gregorio comió unos trocitos de bacalao con tomate que había hecho la María Luisa, que era un cielo. Después se durmió la siesta. A las 9 ya estaba Braulio, que carraspeó mientras Gregorio bendecía la mesa. En la Misa del Gallo, Braulio cabeceó sus dos copas de tinto suavemente mecido por el calor de la liturgia y el manso fulgor de las velas. Luego volvieron a casa y consiguieron dormir algo en el sofá con la tele encendida.
A las tres, como estaba previsto por sus controles de seguridad, sonó la primera detonación y después, en cascada, fueron sonando una tras otra, como un espectáculo de fuegos artificiales más propio de Nochevieja que de Navidad, pero sin luz, solo el sonido de las explosiones. Tal vez por eso nadie se alarmó, apenas algunos ladridos de perro y dos o tres alarmas de coche. Al día siguiente, las noticias se hicieron eco del suceso. La muchacha a la que no le había tocado librar en Navidad comentó con parsimonia que en el barrio de Usera habían estallado más de una docena de artefactos explosivos de baja potencia en distintos locales de juego y apuestas. No se lamentan daños humanos, pero sí materiales, que han obligado a cerrar los locales por un tiempo indefinido. La Policía investiga el suceso…
–¿Tú crees que nos pillarán?
–Claro, salimos en todos los vídeos.
–Nos tapamos bien la cara con la bufanda y la gorra.
–Nos pillarán, si les apetece pillarnos, si tienen ganas de pasar horas investigando. Igual nos libramos por ser Navidad.
–Estaría bien eso. Un milagro navideño para un descreído.
Braulio meneó su cigarrillo para que cayera la ceniza sobre la piel de una mandarina y sonrió levemente.
A las 12 de la mañana, cuando los dos viejos se asomaban muy abrigados por el balcón para oír las sirenas e intentar seguir el trasiego de coches y personas, llamaron a la puerta. Los viejos se alarmaron, pero era el chino, que subió cargando con una caja de naranjas, dos piñas y una botella de tinto barato.
–Hombre, José Luis, ¿y esto?
–Vengo comida. Gracias por invitación.
Los dos viejos se miraron.
–Me cago en la leche, ¡el chino ha venido!, esto sí que va a ser un verdadero milagro -soltó Braulio con una estruendosa y cantarina tos navideña-.
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