Juan Orellana | 26 de febrero de 2021
El gran espectáculo del telón y la pantalla grande han dejado paso a experiencias mucho más discretas, domésticas, a menudo intermitentes, y desde luego nada solemnes. Y los premios también se han visto contaminados de cierta irrelevancia.
Hace 92 años se concedieron los primeros Óscar de la historia. Y, hace 78, los primeros Globos de Oro. El festival de Venecia empezó a dar sus premios hace 88 años y el de Cannes, hace 74. Y así podríamos seguir con innumerables galardones que se acercan imparablemente a su ya no lejano primer centenario. El papel que los galardones de cine han jugado en el ámbito social y cultural ha cambiado sensiblemente a medida que se ha diversificado la industria del entretenimiento y se ha fragmentado la esfera cultural. Durante gran parte del siglo XX, el cine era el espectáculo más extendido, desde las clases populares a las más elitistas, y las estrellas del star system definían la moda y el buen gusto: eran los árbitros de la elegancia. Lo que Audrey Hepburn o su homónima Katharine podían hacer desde la portada en blanco y negro de una revista femenina dejaría en clara desventaja a cualquier influencer actual de nuestras redes sociales. En esa época ganar un Óscar era un acontecimiento que desbordaba lo meramente cinéfilo y tenía que ver con los pilares de una sociedad: señalaban a dónde mirar, o llamaban la atención sobre un asunto que todos como comunidad humana debíamos considerar.
Pero las cosas han cambiado mucho. Las salas de cine ya no son los nuevos púlpitos, son más bien reliquias, y el consumo de películas es muy diversificado. Ya no todos vemos lo mismo. Y en el caso de que sí, lo hacemos en tiempos y formas muy diferentes. El gran espectáculo del telón y la pantalla grande han dejado paso a experiencias mucho más discretas, domésticas, a menudo intermitentes, y desde luego nada solemnes. Y los premios, naturalmente, también se han visto contaminados de cierta irrelevancia. El Óscar, por ejemplo, ha visto disminuir su «autoridad», su carácter de veredicto final, y en realidad se ha ido desprestigiando. De hecho, casi se ha convertido en una curiosidad que a menudo se olvida pronto. Tampoco ayuda que, si premian una película que se ha estrenado en una plataforma distinta de la/las que uno tiene, lo más probable es que la citada curiosidad quede insatisfecha. Por su parte, los festivales tampoco pasan por su mejor momento y sus palmarés son cada vez menos relevantes en el ámbito de la opinión pública.
A este proceso natural, que tiene directamente que ver con los nuevos hábitos de consumo y la diversificación del mundo audiovisual, se añade en el caso de los Óscar la inminente aplicación de las nuevas normas que, como comentamos ya aquí en otro artículo, supondrán el hundimiento de cualquier resto de prestigio o seriedad de los premios.
La sensación es que el declive de la cultura «de salas» de cine lleva aparejados otros declives colaterales relacionados con el glamour de lo theatrical. Alfombras rojas, diseños de Óscar de la Renta, premios recibidos y entregados con esmoquin y pajarita… están llamados a reconvertirse en ritos cada vez más funcionales e informales, a lo que también ha contribuido coyunturalmente la pandemia. Cierto que aún quedan románticos empedernidos, que siguen con fruición las ceremonias y sus crónicas, ceremonias que quizá nunca desaparezcan, pero que cada vez se antojan más irrelevantes. Digo lo de siempre. No pasa nada. Los tiempos nunca han dejado de cambiar y no tiene sentido agarrarse con uñas y dientes a los esplendores del pasado. Nuestro narcisismo hace aguas y no parece que estemos para muchos «esplendores».
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