Jaime García-Máiquez | 26 de marzo de 2021
El maestro Juan Ruiz tuvo la oportunidad y los proyectos para hacer realidad el sueño de una restauración de calidad para España. A la tristeza de su irremplazable pérdida unimos el desconsuelo de ver la situación en la que sobrevive su gremio.
El mes pasado, es decir, hace unas semanas, murió Juan Ruiz Pardo (1947-2021), premio Nacional de Restauración 2003 y maestro de la restauración de pintura mural, que tuvo la suerte de trabajar en los frescos de Goya en El Pilar de Zaragoza y en la ermita de San Antonio de la Florida, en los de la iglesia de San Antonio de los Alemanes de Luca Giordano o en la ermita de Maderuelo del Prado.
A poco de crearse, en 1965, el Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE), Juan Ruiz, que era un joven que ni había empezado la carrera en la Escuela de Restauración, entró a colaborar en sus distintas sedes temporales (Casón del Buen Retiro, Museo de América…), mientras se construía esa especie de catedral gótica aplastada por el cemento que es la sede del IPCE, otra genialidad del tempestuoso Fernando Higueras (1930-2008).
El instituto estaba llamado a ser la «casa madre» de la restauración, con lo que tiene ello de compromiso social, encargado de promover los primeros proyectos de conservación y de investigación modernos que se hacían en España. Y lo que es igual de importante, ser «escuela» de futuros restauradores, que fueran recorriendo los rincones de nuestro país salvando el patrimonio y recuperando su belleza. Todo ello tenía en su núcleo la semilla de lo que fue la Junta Superior del Tesoro Artístico, creada por la República en 1933.
Aquel sueño con el que se creó el instituto -en el que hay que señalar la figura indiscutible de Dionisio Hernández Gil (1934)- se fue quebrando poco a poco por dentro. Se han hecho allí cosas admirables, y quizá nuestra decepción no sea tanto fruto de sus resultados, sino de las expectativas a las que estaba llamado.
En todo caso, impresionaba sentir allí un ambiente tóxico general, una especie de radiación oscura, de maleficio que se encarnaba en la suspicacia de las miradas y el susurro macilento de las conversaciones. En nada favorecía aquello al espíritu hipersensible y lleno de demonios del propio Juan, que se adentraba gustoso -¡ay!- en aquellos berenjenales de murmuración autodestructiva.
Se le becó durante dos años para formarse en el terreno de la restauración de la pintura mural en el Istituto Restauro di Roma y Juan recordaría esa especialización como una de las aventuras profesionales más felices de su vida. La experiencia lo convirtió en maestro, en maestro de maestros como Juan Aguilar o Guillermo Fernández, entre otros muchos. También mi mujer -y perdón por la alusión personal- se aprovechó de su sensibilidad, pues formó parte del equipo que intervino (2008-2009) en las pinturas murales de la ermita segoviana de Maderuelo (siglo. XII) que conserva el Prado; recordamos en casa con agradecimiento que, tras la primera intervención de la parte baja de la capilla, Juan -que lo supervisaba todo con la crueldad de un cirujano de guerra- la puso a restaurar nada menos que El pecado original del medio punto de entrada, una de las partes emblemáticas de la capilla y, sin duda, un fragmento singular dentro de la pintura románica.
Hablando una vez sobre la complejidad personal e incluso social de Juan Ruiz, me advirtió precisamente Juan Aguilar de algo que es esencial para comprender la idiosincrasia de su figura: «Su separación del mundo, la incomprensión que producía sobre tanta gente, tenía, creo, su génesis en haber convertido su vida y su profesión en un sacerdocio estricto. Desde ese sacerdocio se llega a una especie de culminación, donde ya no se restaura la materia, sino el espíritu que late bajo ella. Para esto es necesario despertar los espíritus dormidos, charlar con ellos, conocerlos y desenterrarlos, sacarlos de nuevo a la luz del mundo. Parece de locos, sí, y los que estamos en esta hipérbole de la restauración a veces también parecemos locos». No creo que se pueda definir mejor, desde las entrañas, el alma de una profesión.
En contraposición a su deslumbrante carrera profesional, los restauradores de hoy malviven en una precariedad desalmada (es verdad que igual a la de tantos jóvenes), yendo de retablo en retablo, de pueblo en pueblo como feriantes, en negociaciones miserables con los clientes y enfrentándose solos a problemas técnicos de extraordinaria complejidad.
Cómo se ha llegado a esta situación es difícil de explicar. Quizá el IPCE podría haber hecho más por asesorar iniciativas de restauración privada (incluso para pintura de caballete) proporcionando asesoramiento, pero también medios, lugares donde los profesionales pudieran trabajar y encontrar trabajo. El Ministerio de Educación no ha sido capaz ni de igualar la titulación de la Escuela de Restauración con la de Restauración de Bellas Artes. Los profesionales vinculados al Estado, en muchos casos, nos hemos dedicado a «hacer carrera», desvinculándonos del bien común del patrimonio y de la educación. Las leyes de patrimonio siguen siendo decimonónicas; no saben definir siquiera lo que es un bien mueble o inmueble, y dejan en manos de arquitectos lo que debería ser labor de restauradores. Los políticos en este ámbito no tienen más alto objetivo que el salir en la foto final, y la política autonómica se ha dedicado a crear institutos del patrimonio regionales, descentralizando y descapitalizando la fuerza y la autoridad del IPCE. Y podríamos seguir hablando…
Su separación del mundo, la incomprensión que producía sobre tanta gente, tenía, creo, su génesis en haber convertido su vida y su profesión en un sacerdocio estrictoJuan Aguilar, sobre Juan Ruiz
En fin, esa es la historia de la restauración que no pasará a la Historia, a diferencia de unos pocos elegidos como Juan Ruiz: él estuvo en el lugar y estuvo en el momento, tuvo la oportunidad y los proyectos para hacer realidad el sueño de una restauración de calidad para España. Por eso, a la tristeza de su irremplazable pérdida unimos el desconsuelo de ver la situación en la que sobrevive su propio gremio hoy día, al que tanta falta hace una restauración de urgencia.
Pienso que ahora, igual que en 1965, la solución está en un IPCE más fuerte, más poderoso, una subdirección vinculada con la Dirección General de Bellas Artes que aglutine ese compromiso social del Estado con nuestro legado cultural. Y que lo haga sentando unas bases legales modernas, versátiles y reales frente al patrimonio, con un trabajo investigador aún más multidisciplinar y abierto, y con una renovada sensibilidad frente al gremio de restauradores, a los que se tiene que amparar y a los que todos debemos, sin saberlo, lo más hondo y bello de nuestra identidad nacional.
Ahora es el mejor momento de volver al Museo del Prado. Lo encontraremos solitario y espléndido, misterioso, insólito, deslumbrante como una luna llena. Hay que volver para salvarlo un poco, pues ya sabemos los españoles, por experiencia histórica, que salvando el Prado nos salvamos todos.
Para Shestov, la historia de la filosofía debe ser una «peregrinación por las almas». Los grandes filósofos son sus iconos. No se les puede distribuir en una cadena, porque la búsqueda de cada uno de ellos se lleva a cabo en la estricta contemporaneidad de sus preguntas.