Aquilino Duque | 27 de marzo de 2020
Alejandro Manzoni habla en «Los novios» sobre la peste que asoló Milán en el siglo XVII y que recupera actualidad en esta Cuaresma en cuarentena.
Un hijo mío que vive en Viena, donde trabaja como fisioterapeuta, me regaló hace unos años por Navidad un cuaderno, adquirido en alguna bancarella del Naschmarkt, de la revista L’Osservatore Politico Letterario, dedicado a Alejandro Manzoni, a propósito del primer centenario de su muerte. Como quiera que el número databa de mayo de 1973, cuando yo vivía en Italia, la revista, de cuya existencia no tenía ni idea, no tenía más remedio que interesarme por más de un motivo. Para empezar, entre los glosadores del Manzoni destacaba un viejo conocido, como Carlo Bo, cuyas palabras me parecía seguir oyendo, junto al féretro de Ungaretti, en el cementerio romano del Verano.
Luego, al hojear la revista, veo en una esquina de la página, bajo el epígrafe NOVITA’ LIBRARIE: Aquilino Duque. La lanterna magica, Rusconi, Milano, pagine 272, Lire 2.700, y a continuación cuatro libros más de autores tan desconocidos para mí como yo para ellos. Bien es verdad que el propio Manzoni se quejaba de no tener fuera de Italia más de veinticinco lectores, el doble por cierto de los que yo alguna vez me he quejado de tener dentro de España.
El caso es que Manzoni fue traducido al inglés desde muy pronto. La primera versión de Renzo e Lucia, título cambiado a última hora en I promessi sposi, data de 1827, y un año después aparecía la primera versión inglesa. En 1835, nada menos que Edgar Allan Poe dedicaba una extensa recensión a una de las tres versiones aparecidas el año precedente, la firmada por Mr. Featherstonehaugh, en la que por cierto apuntaba a la labor de enriquecimiento del inglés mediante la incorporación de coloquialismos italianos en este caso y destacaba la apología del “papismo” a través de las nobles figuras de un ente de ficción como Fray Cristóbal y de un personaje histórico como el cardenal Federico Borromeo, primo de san Carlos, tanto más fidedigna cuanto que contrastaba con censuras implacables como la del episodio de la Monja de Monza, por no hablar del tratamiento reservado al pusilánime de don Abundio, cura de misa y olla con más miedo en el cuerpo que abnegación pastoral.
Y es que Los novios es el gran fruto de la conversión de Manzoni, y sus reflexiones sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis, que se abaten sobre el Milanesado entre 1628 y 1630 y sobre la catarsis de esos flagelos en el pueblo cristiano, es lo que probablemente indujo en un primer momento a Benedetto Croce a calificar la novela de opera oratoria. Manzoni, que era nieto por parte de madre del ilustrado marqués de Beccaria, se había formado en el ambiente volteriano del salón de Madame Condorcet en Auteuil y, ya casado con una calvinista ginebrina, conversa al catolicismo, se convertiría a su vez a raíz de un episodio en París.
Hablar en Manzoni de celo del converso es quedarse a medio camino, pues pocos autores católicos hay de una doctrina tan sólida como la suya, y muchos pasajes, como el de la reprimenda del cardenal al párroco, y en esto hay que darle la razón al primer Croce, son auténticas piezas de gran oratoria sagrada. Por cierto, y debo la noticia al poeta Enrique García-Máiquez, escribe René Girard hablando de su formación: «A mi madre le gustaba mucho François Mauriac, y además sabía italiano y nos leía Los novios de Manzoni. Nosotros le pedíamos que nos leyera una y otra vez el episodio de la peste, que nos resultaba especialmente fascinante».
Todo lo que Manzoni nos cuenta de la llegada a Milán de esa plaga cobra actualidad en esta Cuaresma en cuarentena del virus Corona que, por ironía del destino, llega a nuestra península desde la misma Lombardía, del Milanesado, castigado por la peste entre 1576 y 1567, siendo gobernador general un sevillano, el marqués de Ayamonte, y arzobispo Carlos Borromeo y, con mayor virulencia, en 1630, con un primo de san Carlos, Federico Borromeo, de arzobispo, y un genovés, Ambrosio de Spínola, de gobernador, nombrado al estallar la guerra de sucesión de Mantua.
Spínola, que moriría en el sitio de Casale Monferrato, empeñado como estaba en esa guerra y enfrentado a la vez con Olivares, no era la persona más indicada para hacer frente a los primeros síntomas de la plaga, introducida al parecer por un soldado italiano llegado de España y con ropas presuntamente contaminadas de soldados alemanes, máxime en un territorio donde las autoridades españolas eran incapaces de poner coto a la prepotencia de manípulos de bravi y magistrados corruptos o intimidados, a las órdenes de personajes importantes cuyo mejor ejemplo en la novela es Don Rodrigo.
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A los estragos físicos de la epidemia se suman además las fechorías de muchos de los llamados a combatirla, unos porque pierden la cabeza y otros la vergüenza. Hay un plante de enterradores y hay que recurrir a una comunidad de franciscanos para la tarea, y son estos y, de modo destacado, los antedichos fray Cristóforo y el arzobispo Federico los que dan el ejemplo y procuran emular el comportamiento de san Carlos en 1567. No deja de ser curioso que el prelado se resista a que además se organice una gran procesión propiciatoria con las reliquias de su santo primo y antecesor en la Mitra de la ciudad, aunque acaba cediendo.
En mi opinión, lo que cuenta y razona Manzoni sobre la peste en Milán es en el fondo una réplica al frívolo comentario de Voltaire sobre el terremoto de Lisboa. Hace años hubo en Nápoles otra pandemia, cuyo foco estaba en los criaderos de mejillones de la bahía, y yo opinaba que aquello era una venganza de la naturaleza por nuestra suciedad física y un castigo del Altísimo por nuestra suciedad moral.
Lo que deja escrito Jiménez Lozano es inabarcable, pero aun más lo que leyó, gracias a lo cual nos hizo una historia apasionante del conflicto decimonónico entre la razón y la fe, la ortodoxia y el modernismo.
Se trata de un virus aviar que produce síntomas respiratorios parecidos al catarro, que pueden desembocar en neumonía, y que ya ha alcanzado una tasa de mortalidad cercana al 2%.