Enrique García-Máiquez | 27 de mayo de 2021
Sin las cataplasmas del relativismo moral ni la indiferencia nihilista, firmemente convencido de la realidad del castigo, del alto riesgo de condenación que conlleva nuestra formidable libertad y de la justicia de la responsabilidad, Dante introduce en el infierno la salvación de la filosofía perenne.
El uso común del adjetivo «dantesco» resulta, a pesar de sus prestigiosas resonancias, analfabeto. Nietzsche también tropezó en el tópico. «Una hiena que versifica entre las tumbas», dijo del galante florentino el alemán —ese corderito—, como si fuese un José Luis Coll cualquiera. Humorista que afirmaba, ya puestos, que «Dante escribió la Diabólica Tragedia». Nadie que haya visitado la Divina Comedia perpetrará esas torpes reducciones. Incluso en el Infierno, Dante Alighieri hace gala de un irreductible optimismo, de una piedad casi permanente y de una subrepticia alegría.
«Dejad toda esperanza, los que entráis», se advierte muy justamente a la puerta, sí, pero la excepción que es Dante no se ciñe solo al hecho de que él visite el infierno en carne mortal, sino que también cuela allí de contrabando inesperadas esperanzas. Hay quienes las han confundido con una crítica implícita al juicio divino. Dante jamás haría tal cosa. No hay un infierno de la ortodoxia y una filosofía o una poesía que lo discutan sotto voce. No olvidemos que, para él, tan atento tomista, la fe y la razón están hermanadas, mientras que el sentimiento —que los modernos tienden a emparejar con la fe— va de la mano de la piedad.
¿Cómo se compagina esa aceptación plena del juicio divino con la humanidad que sabe reconocer en los condenados? Gracias a una filosofía tomista tan entendida como encarnada. El Aquinate había dejado claro que el bien está implícito en la existencia, de modo que hasta los mismos réprobos, por el hecho de seguir siendo almas y, más tarde, también cuerpos, mantienen esa condición originaria de criaturas de Dios. Además, cualquier palabra de verdad que las almas hubiesen musitado fue del Espíritu Santo, tal y como precisa Tomás en Summa Theologiae I-II q. 109. a 1, ad 1: «Omne verum a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est». Y si dicen una verdad, aunque sea en lo más hondo del abismo, también. Santo Tomás había recordado, por último, que la justicia de Dios no deja sin recompensa la más mínima obra buena que el condenado hiciese en vida.
Todo lo cual se deja sentir en el trato exquisito que Dante dispensa a casi todos los condenados, con contadas y llamativas excepciones. El hecho no pasó desapercibido al atento lector que era el príncipe de Lampedusa: «Milton carecía tanto de la concisión de Dante como de su simpatía latente para con los condenados». Ni a Virgilio, que, como pagano de ley, a menudo no entiende esas sutiles ternuras cristianas. Pero no hay contradicción ninguna con la fe en la condena, como no la hay (aunque nuestro tiempo se líe) entre abominar del pecado y amar al pecador.
Para empezar, Dante tributa a los precitos el homenaje de su más vivo interés. Hasta extremos que lo llevan a olvidarse de sí mismo y lo salvan de caer en un egocéntrico u obsesivo examen de conciencia. Tanta atención se aprecia mejor si se compara con el trato que dispensa a los demonios, que le importan poquísimo, apenas para regodearse en forzar su voluntad de vez en vez o para gastarles alguna gracieta más chusca, incluyendo al mismo Satán. Cuando llegan al meollo del Infierno, Virgilio dice: «De tanto mal tenemos que marcharnos»; describe al inmenso Satán como «el vil gusano que taladra el mundo»; y lo utilizan de escalera para largarse a toda prisa al Purgatorio sin cruzar ni una palabra con él.
Los ejemplos de piedad con los hombres, en cambio, abundan. «Tanta pietà me accorà!» [¡Tanta piedad me azora!], exclama en el canto XIII. Ya en el verso 72 del canto V casi perdió el sentido de compasión. A Ciacco le confiesa: «Tu aflicción me pesa/ de tal manera que me incita al llanto». Se recuerda siempre, por supuesto, su intensa y contagiosa emoción ante el destino estremecido de Francesca y Paolo, pero no es ni mucho menos la única. La conmoción (canto XIII) ante Pier della Vigna es quizá el caso más extremo, porque el poeta reivindica su inocencia, sin justificar por eso su suicidio.
Nada hay más práctico que una buena teoría, observó Chesterton; tampoco nada tan misericordioso, nos demuestra Dante
El momento piadoso más emocionante, casi filial, es su encuentro con Brunetto Latini, su maestro. Deja un gesto de delicadeza insuperable cuando, a pesar de haberlo tratado tanto, se sorprende de encontrarlo en el Inferno: «¿Aquí estáis vos, mícer Brunetto?». Las reverencias del discípulo se van a suceder sin solución de continuidad. Más tarde le avisa Virgilio: «Conviene ser cortés con esta gente» [XVI, 15]. Son Guido Guerra, Tegghiaio Aldobrandi y Iacopo Rusticucci. Dante declara «el deseo vehemente/ de acudir a abrazarlos», y les confiesa: «Es dolor, no desprecio, lo que siento/ por vuestro estado, y tal que me desgarra/ el alma y tardará en abandonarme».
Tras la atención emocionada, el segundo expediente misericordioso es un infierno dantesco construido en estrictos compartimentos estancos. Qué diferencia con nuestros juicios sumarios y condenas absolutas, sin resquicios ni atenuantes. Dante hace esas distinciones con toda la intención, como demuestra el hecho de que en el Purgatorio las almas pasan por todos los escalones, para purificarse de un pecado tras otro, pues estos en realidad siempre se cometen encadenados, como en la rueda de la Mesa de los Pecados Capitales de El Bosco. En el Averno, no. Para compensar la eternidad del castigo y no solo para expresarla, Dante ciñe cada alma a un pecado, de modo que le otorga implícitamente la inocencia en todos los demás. También se complace en recalcar que hay pecados menos graves que otros.
La tercera caridad dantesca es ir dispensando por el infierno una salvación secundaria, pero muy real y jorgemanriqueña: la vida de la fama. Claman, sedientas de ella, las almas; y Dante la ofrece, la promete y la prodiga. «Si escapas de estos lóbregos parajes/ y logras ver de nuevo las estrellas,/…/ háblales de nosotros a la gente», le suplican. «Que vuestra fama no se borre nunca/ de las humanas mentes en el mundo/ y que perviva bajo muchos soles», desea a Griffolino d’Arezzo y Alberto da Siena. Brunetto Latini ruega: «Un único favor te pido. Cuida/ de mi Tesoro: en él sigo viviendo». Gracias a Dante, la hazaña olvidada de Ulises se alza, como su llama, a la altura de la Odisea para la memoria de los siglos. Incluso el orgullo superlativo de Farinata degli Uberti se redime, con un magistral giro de muñeca poético, al presentárnoslo desdeñando tan majestuosamente algo tan despreciable como el infierno, los demonios y sus martirios.
Por último, un pequeño detalle. Las almas se distraen de sus penas al paso del poeta. Se retrasan, por ejemplo, en su eterna procesión sufriente. O salen de su fuego, o de su barro, o de su hielo. Descansan. Escuchan. Reciben noticias de sus seres queridos. El conde Ugolino deja de roer. Incluso una vez un alma lo mira y se olvida del Infierno: «Risguardarmi/ per maraviglia, obliando el martiro» (XXVIII, 54). El lector siente ese alivio de un modo casi físico.
Sin las cataplasmas del relativismo moral ni la indiferencia nihilista, firmemente convencido de la realidad del castigo, del alto riesgo de condenación que conlleva nuestra formidable libertad y de la justicia de la responsabilidad, Dante introduce en el infierno la salvación de la filosofía perenne. Nada hay más práctico que una buena teoría, observó Chesterton; tampoco nada tan misericordioso, nos demuestra Dante. Ni las almas peregrinas del Purgatorio ni los espíritus gozosos del Paraíso la necesitarán tanto. La tensión única de la última oportunidad que es la literatura es una de las fuerzas subterráneas del Inferno de la Divina Comedia. Luminosa en el pozo más oscuro.
El Debate de Hoy conmemora el VII centenario del fallecimiento del poeta italiano con una serie de artículos que puedes seguir en este enlace.
Dante tiene presente siempre la batalla de la lengua, y la lleva a todos los terrenos. No se justifica, no se disculpa: combate con toda su energía a favor de una causa que considera legítima y verdadera.
La Divina Comedia tiene una estructura narrativa excepcional, tan buena que casi podríamos decir que es arquetípica. Comienza con una catábasis o viaje al inframundo y continúa con la ascética subida a la montaña del Purgatorio, para terminar saltando al glorioso Paraíso.