Vidal Arranz | 27 de julio de 2021
El creador de El guerrero del antifaz, Manuel Gago, remató su carrera con un desahogo erótico plagado de tópicos negro legendarios, El halcón trovador, muy expresivo del profundo cambio social que llegó con la Transición.
Recuperamos hoy una historia en cierto modo ejemplar. O, al menos, ilustrativa. Es la historia de El halcón trovador, la última creación gráfica, póstumamente publicada, del dibujante Manuel Gago, creador y artífice del mítico Guerrero del Antifaz. Y volvemos a ella ahora, unos meses después de cumplido el 40 aniversario de la muerte del artista, por lo que este episodio tiene de involuntario resumen del cambio de época desatado en España durante la Transición. En la trayectoria de Gago vemos el salto del heroísmo -principal rasgo de sus personajes clásicos- al erotismo y el libertinaje sexual, que será el definitorio de su obra póstuma. El halcón trovador no es relevante por su difusión -cuando al fin se publicó llegó al mercado fuera de contexto- ni por su influencia artística, sino por su condición de metáfora de un momento histórico y social de nuestro país que quizás pueda ayudarnos a entender cómo se ha construido nuestro presente.
Nuestra historia comienza en 1992 cuando la revista El Boletín rescata del olvido un trabajo inédito de Manuel Gago, creador clave de la historieta española en los años cuarenta y cincuenta, aunque siguiera activo hasta el final de sus días. La obra en cuestión, El halcón trovador, de tono marcadamente erótico y frívolo, podría considerarse la última del dibujante, nacido en Valladolid, pero afincado en Valencia, pues, de hecho, la muerte le alcanzó antes de que pudiera terminarla. Con el fin de hacer posible la publicación de la obra, su hijo Manuel Gago Quesada, también historietista, completó la narración, dibujando las 10 páginas finales, para que pudieran editarse las 64 que había elaborado laboriosamente su padre en sus últimos meses de vida.
El halcón trovador es una obra desconcertante a medias. Desde luego nada tiene que ver con el tono de los cómics clásicos de Gago, pero es muy expresiva del momento de desahogo sexual y ruptura de límites y censuras que propició la Transición, y, muy especialmente, de los años del destape. De hecho, la obra fue dibujada en el año 1980, que sería el de la muerte del creador de personajes como Purk o Pequeño luchador. También El Capitán Trueno tendrá unos años después, en 1987, su propia versión desinhibida (las Aventuras Bizarras, dibujadas por Luis Bermejo) si bien bastante discreta y moderada, apenas una guinda erótica aquí y allá para aderezar un pastel que, en lo esencial, seguía siendo fiel a la narrativa del aventurero español.
No fue el caso de Gago, quien, por otra parte, se sentía liberado de cualquier atadura pues el protagonista de El halcón trovador era un personaje de nueva creación. El resultado es un cómic erótico de apariencia indistinguible -aunque con mejor acabado formal- de los muchísimos que asaltaban a los españoles, como tentadoras flores carnívoras, desde el escaparate de los quioscos de la época, convertidos para los adolescentes de entonces en un auténtico jardín de seducciones y promesas incitadoras.
Es más, Gago se entregó a la causa con generosidad y no escatimó carne femenina -carne pintada, por supuesto- ni referencias expresas al acto sexual, que aparecieron con generosidad en una de cada cuatro páginas de su historia, bastante más de lo habitual incluso en los cómics eróticos de la época. Y eso que, además, el relato está ambientado en una Hungría «medieval» que se convierte en un auténtico catálogo de clichés sobre la época, el feudalismo, la Inquisición y los malvados y poderosos señores feudales y la nobleza.
¿Era El halcón trovador un encargo alimenticio que Gago afrontó, como tantos otros dibujantes de entonces, para ganarse la vida? No. De haber sido así no tendría sentido este artículo. Lo relevante del caso es que se trata de una obra que el creador de El guerrero del antifaz realizó por placer y meticulosamente.
Así nos lo revela su hijo en la presentación de la edición de El Boletín. Gago Quesada afirma que, por lo que se refiere a este proyecto, su padre «trabajó a su entero gusto, sin sufrir las trabas de la censura a las que se vio sometida toda su producción, tanto por parte de las autoridades del régimen político anterior competentes en la materia, como de la empresa que tuvo la suerte de editar (y apropiarse) de sus mejores obras», en referencia a la desaparecida Editorial Valenciana.
La «censura» de la empresa a la que se refiere tiene que ver con las limitaciones que la editorial impuso a Gago en la serie de las Nuevas aventuras del Guerrero del Antifaz, dibujadas entre 1978 y 1980, ya sin las cortapisas del régimen franquista. «El autor quiso humanizar más a sus personajes, restándoles buenas dosis de fanatismo y concediéndoles su derecho a cuestionarse cualquier principio, personal, político, social…», explica su hijo Gago Quesada. Pero Editorial Valenciana «impone sus virtuosos criterios, cargados de humanidad y catolicidad medievales».
El creador del El guerrero del antifaz ansía poner verde a la Inquisición, a los Reyes Católicos, a los señores feudales y vaya usted a saber cuántas cosas más, pero no puede hacerlo en su serie estrella, de modo que proyecta parte de ese ajuste de cuentas en su obra póstuma El halcón trovador. Una obra concebida como una serie de fascículos de 16 páginas, pero que no pudo terminar. Aquellas páginas fueron dibujadas en el verano de 1980, pocos meses antes de su muerte, en diciembre, «con esmero e ilusión, y sin prisas», según el hijo del artista.
Ciertamente, el mundo que pinta en esta obra Gago tiene poco que ver con el de El guerrero del antifaz salvo, quizás, en la apariencia de su ambientación. En la primera página se nos presenta al protagonista, el trovador Diekog Klaus, y en la segunda vemos ya como la señora a la que está rondando se entrega a los placeres carnales con él. «¡Qué impulsivo eres…!» gime la dama. «No tengo prisa, pero ¿para qué perder tiempo?» es la anti romántica respuesta de nuestro héroe. De inmediato aparece el marido y el relato deriva hacia las vulgarizaciones del Decamerón de Bocaccio que tanto proliferaron en aquella época.
En la cuarta página, apenas recuperado de la gimnasia copular anterior, Klaus se encuentra con Katia, bañándose desnuda en el río, y se abalanza para una nueva sesión de sexo. «¡Voy contigo! ¡Necesito apagar los ardores de mi cuerpo!». He aquí expresada la convicción instintiva y desacralizada de la época, que concibe el sexo como un picor que debe ser aplacado. Recordemos que esto no es un encargo despachado con oficio para publicaciones como Cuentos prohibidos, Sukia, Odeón, Hessa, Crónicas de burdel o tantas otras de entonces, sino una obra personal.
Pero no menos significativo es el contenido negro legendario de la obra. Quizás la censura franquista protegía a la Inquisición, pero la contra versión de Manuel Gago es completamente ahistórica y disparata, si bien muy ajustada a los clichés de la leyenda negra que circulaban sin freno por entonces. Gago concibe al inquisidor Julius Dimitri como un poder fáctico, rico y con ejército propio, asociado con el duque para la explotación de las gentes, lo que está lejísimos de rozar siquiera la realidad. Al menos en lo que se refiere a la forma de actuar de la Inquisición española, que es a la que se aludía mediante el subterfugio.
Por supuesto el trovador enseguida se asociará con una revuelta contra «los dictadores que nos oprimen», y veremos como el inquisidor, que tiene un anillo con veneno paralizante, tortura al líder rebelde para que delate a sus cómplices. «Primero te dejaré ciego», le anuncia, ignorando que el Santo Oficio tenía prohibido causar daños permanentes, y que cualquier tortura debía ser supervisada. Por descontado, todos los que desobedecen al poder establecido son «herejes» en la rocambolesca visión de las cosas de un Gago evidentemente influido por el clima cultural de la época. Y que llega incluso a quemar en la hoguera al inquisidor en desagravio por sus abundantes abusos e injusticias, con un justicierismo que, sangre aparte, nos resulta hoy muy familiar.
Estas batallas por la justicia se libran, por descontado, sin perder ocasión para los revolcones sexuales a la menor ocasión. Incluso los que implican traicionar la confianza del líder de los rebeldes, Rosko, acostándose con su esposa. «Oh, Rosko… No has debido irte hoy… No sé si podré controlar mis impulsos eróticos», piensa en alto Kornelia poco antes de meterse en la cama del trovador: «Mi marido tardará en volver y estamos solos, ¿por qué no hemos de amarnos?». ¿Cómo no caer rendido, como lector juvenil, ante las promesas de semejante mundo feliz, en el que el sexo aparece rodeado de tamaña desinhibición y naturalidad incluso? Aunque la formulación sea tosca, por debajo circulan, bravías, las tentadoras aguas de la revolución sexual. Por descontado, la realidad cotidiana circulará luego por carriles diferentes, incluso en esa época de liberaciones, muy lejos de los parámetros culturales de cómics, películas o gestualidades.
De modo que, frente al heroísmos de sus héroes clásicos, siempre dispuestos a pelear un poco más, a resistir un poco más y a no rendirse nunca frente a sus enemigos, tenemos aquí a un antihéroe que combina con total naturalidad la promiscuidad con la revolución, y que derroca tiranos saltando de cama en cama. Frente a la lealtad y al sentido del honor de sus trabajos de los años 40 y 50, reina aquí una lealtad relativa, «humanizada» diríamos, por seguir las explicaciones de Gago Quesada, y siempre supeditada al interés o al impulso del momento.
Finalmente, frente a la idealización de la dama, merecedora, por encima de todo, de respeto y hasta de adoración, pasamos en los 80 a concebir a la mujer como un cuerpo para la satisfacción sexual. Mujeres, además, que, al menos en las ficciones de la época, han abandonado cualquier sentido del recato o el pudor, y que se dejan llevar por sus instintos con la misma ligereza que sus compañeros varones. No cabe duda de que la sociedad española cambió mucho en apenas 30 años, y la obra final de Manuel Gago refleja algunos de los mimbres con los que se construyó.
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