Jesús Montiel | 28 de marzo de 2021
La poesía de verdad captura lo evidente, aquello lo que a simple vista está pero que no vemos.
Los objetos florecen. Si estamos tristes, por ejemplo, y recibimos la llamada de alguien que nos quiere, vemos algo que antes, durante la tristeza, parecía escondido. El mundo tiene más claridad porque el amor lo ha enjabonado. Quisiéramos decirle gracias al aparato que ha traído esa voz hasta nosotros: Oigo tu voz,/ el cable del teléfono/ ha florecido. También florece el tiempo, cuando miramos los pinos desde un edificio donde la muerte y la enfermedad nos acorralan, como asaltantes: Por la ventana/ del hospital, los pinos/ llenos de pájaros.
Nos pasamos la vida pidiendo amor, buscando un poco de verano. En esa búsqueda, a veces, lo que nos salva es lo más insignificante: una violeta. Si estamos en otra casa, en un lugar sin nuestros muebles, con extraños, nos sentimos por este motivo desamparados. Pero la visión de una sola violeta puede ayudarnos: En esa casa/ extraña, el rostro familiar/ de una violeta. La violeta nos hace sentir en casa, vuelve conocido lo extraño.
Nos pasamos la vida pidiendo amor, buscando el verano. Y en esa búsqueda nos salva lo más insignificante: tres líneas de tinta
Esta tarde releo la poesía de Susana Benet. Me abalanzo sobre su libro cuando tengo mucha sed, como quien mete la cara en un charco luego de una larga travesía por el desierto. Susana es cazadora de tiempo. Cada haiku suyo es una puerta que conduce a un instante que no se termina nunca. Un pino encendido en el bosque, igual que un faro; un jardín sereno, tanto que uno no se atreve a cruzarlo; el sol posándose sobre una taza de té como un lepidóptero; la sombra de la que uno disfruta, y ver en ella el regalo de la paciencia, la constancia de la fe y su fruto: Aquel tallito/ que sostuve en mis manos/ hoy me da sombra.
No solo el tiempo y los objetos: también florece el corazón, Susana. El mío ha florecido este domingo. Nos pasamos la vida pidiendo amor, buscando el verano. Y en esa búsqueda nos salva lo más insignificante: tres líneas de tinta. Unas pocas palabras que conducen a la vida, al franquearlas como se hace con una puerta. La poesía de verdad captura lo evidente, lo que a simple vista está pero que no vemos. Nos entrega la realidad, pero sin polvo. Desenterrada.
No escuchamos la realidad porque la manipulamos. Es decir, usamos las cosas para nuestros propios fines.
Un postrero soneto de Lope de Vega que nos recuerda el valor inmaterial de las pequeñas cosas en medio del ruido y la vorágine de nuestros días.