Armando Pego | 28 de junio de 2020
El fallecimiento de Roger Scruton lleva a reflexionar sobre su legado. El filósofo británico apuesta por la íntima y necesaria conexión entre moral y estética como un tipo de culto posreligioso.
Como es costumbre, el fallecimiento de Roger Scruton (1944-2020) ha dado la ocasión de aproximarse a su obra con la intención de empezar a calibrar el peso de su legado. Dada la anglofilia de un sector, no por pequeño menos dinámico, del conservadurismo español, no es de extrañar que la figura del autor de ¿Cómo ser conservador? (2014) haya brillado en los últimos meses con un renovado fulgor.
Esta revisión está planteando también de qué forma las reflexiones de Scruton condensan unas inquietudes compartidas sobre la deriva del concepto occidental de «tradición» en estas dos primeras décadas del siglo XXI, pues en su obra supo darles una formulación precisa y muy personal. Pese a su mérito innegable, de ser solo así estaríamos asistiendo a las exequias de una moda intelectual.
La belleza
Roger Scruton
Elba
264
22€
He acudido a La belleza (2009), uno de los libros básicos de Scruton. Como un prontuario, ofrece una magnífica síntesis de sus ideas. Proporciona, además, indicaciones imprescindibles sobre la posición que fue construyendo durante casi medio siglo de carrera. En su aparente claridad, constituye una valiosa guía para que el lector pueda aventurarse en ese núcleo ambiguo y discutible de verdad que una obra, como garantía de su autenticidad, debería poder mantener más allá de la vida de su autor.
Para Scruton, la estética es una cuestión política tan seria que no es simplemente una consecuencia de su credo conservador. Al contrario, desde el principio, su reflexión estética habría sentido la necesidad interna de desplegarse en una filosofía moral y política. Toda su producción habría ejemplificado la interdependencia y el mutuo estímulo que ambas disciplinas han ejercido sobre su pensamiento.
Scruton se inserta, así, en la «gran tradición» conservadora, pero su proceso de filiación es más complejo de lo que a primera vista parecería. Tan británico, el suyo es un esfuerzo de adopción donde el mérito debe hacerse costumbre y la costumbre, mérito.
Aunque parezca un lugar común, la insularidad de Scruton no es solo un hecho geográfico, sino un compromiso moral. Su naturaleza resiste cualquier intento de reducción definitiva a las categorías del pensamiento continental. Scruton es un ilustrado inglés; por ello, rechaza la revolución sin descreer, por completo, del progreso.
Su forma de argumentar es indirecta, casi por sustracción. Mientras la figura del ensayista francés gesticula cincelando sus frases con una elegante gramática y la del filósofo alemán se quema las pestañas intentando acuñar el léxico exacto de las cosas, el pensador inglés suele arquear las cejas para subrayar indirectamente sus sobreentendidos (y sus fuentes).
Como Scruton mismo lo define, su escepticismo racional no rechaza la teoría de los trascendentales, aunque no deja de hacer notar una aversión instintiva por los excesos a que pudieran conducir las ideas, que no deja de admirar, de Platón o de Tomás de Aquino. Prefiere, perseverante, glosar la Crítica del Juicio de Kant para defender unos postulados que no duda en calificar de «obviedades».
La búsqueda de la belleza hace del mundo nuestro hogar, amplía nuestras alegrías y consuela nuestras penasRoger Scruton
Para nuestro autor, la educación estética sería la base de una convivencia política que respeta los derechos de la individualidad en el espacio de lo común y público, pues «la postura de Kant es que los juicios estéticos son universales pero subjetivos: se basan en la experiencia de quien los formula, en vez de en argumentos racionales».
Ahora bien, si se atiende a los entrelineados, la obra de Scruton no deja de subrayar que su kantismo no es sino un potente recurso pedagógico para exponer un empirismo inglés de fondo. A fin de cuentas, la estética sería una cuestión -y una norma- de gusto, pues, como afirmó Hume (tras Shaftesbury), «aunque es verdad que la belleza y la deformidad no son cualidades de los objetos… debe admitirse que hay ciertas cualidades en los objetos que por naturaleza son apropiadas para producir estos sentimientos particulares».
Tal vez sea el sentimiento estético de la vida que anima la reflexión escrutoniana, en la que se pueden advertir curiosos paralelismos con ciertas inclinaciones de Ortega y Gasset (la caza, el amor, el arte…), el trasfondo que atraiga tanto como ejerza una cierta reticencia sobre sus conclusiones finales.
En las últimas páginas de La belleza se acentúa la sensación de que, a medio camino entre un aristócrata del espíritu y un deportista de la razón, Scruton apuesta por la íntima y necesaria conexión entre moral y estética como un tipo de culto posreligioso que encontraría en el programa (anti)moderno de T. S. Eliot (jamás en el de James Joyce) una brújula para un nuevo siglo.
Ante la figura de Goethe, Ortega juzgó que «creíamos ser herederos de un pasado magnífico y que podíamos vivir de su renta», cuando «la vida es en sí misma y siempre un naufragio». No puedo evitar imaginarme a Scruton como el flemático marino inglés que, escondido entre los pigmentos de William Turner, sigue sorteando la tormenta de nieve sobre el mar.
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