Armando Pego | 29 de septiembre de 2019
Ante la revolución del orden tradicional basado en la familia, cabe preguntarse si la memoria legendaria de Troya mantiene todavía encendida la piadosa resistencia de Telémaco o de Eneas (sostenidos por la nueva Rut).
En las páginas finales de Antígonas (1984), George Steiner esculpe una sentencia que define la piedad de Sófocles como ‘la piedad de un humanismo obsesivo’: “Detrás de Antígona arden los rescoldos de Troya que nunca se enfriaron”.
Antígonas: La travesía de un mito universal por la historia de Occidente
George Steiner
Gedisa
248 págs.
27€
Aun bajo amenazas apocalípticas, la tradición occidental ha explorado siempre los límites dialécticos de su conflictiva visión de la condición humana. Por ello, las intuiciones más radicales de la tragedia (y de la épica) siguen alimentando las nuevas guerras culturales del siglo XXI.
Es lógico que en los albores de una nueva época, quién sabe si transhumanista, se hayan recrudecido los ataques a la noción misma de tradición. Se le reprocha haber mantenido rescoldos de tal potencia como para estar reteniendo el autocumplimiento utópico de una imposible paz perpetua. A fin de calmar sus ansiedades y satisfacer sus intereses, se exacerban las contradicciones tanto entre hombres y mujeres y entre padres e hijos, como entre sociedad e individuo y entre los hombres y sus dioses. Entre los vivos y sus muertos.
Tras el 68, aún sin extinguirse, han ardido las instituciones fundamentales que el orden liberal había querido adaptar a sus formas políticas: la familia y la iglesia. Sus crisis explican las sísmicas transformaciones sociales que estamos experimentando, desde los nuevos modelos familiares y el avance de la experimentación genética hasta la incipiente cobertura legal de la eutanasia y una supuesta conciencia ecológica global. La crisis familiar, la nueva Tebas, podría estar replicando como una imagen el peso del saqueo y la destrucción de un modelo de civilización como el que representó Troya.
Estos cambios no se perciben ya con una mirada trágica, sino más bien con un extraño -y hasta paródico- aliento épico. Hasta el avance del populismo confirma que Creonte ha ganado la partida. Y, aunque conserve una parte de su antiguo vigor la tensión entre Atenas y Jerusalén, el actual laberinto existencial parece moverse entre las galerías subterráneas y los vientos contrarios que atraviesan las ciudades de Troya e Ítaca.
No es casual que en los últimos años haya vuelto a reformularse con fuerza la pregunta sobre la figura del Padre, porque en ella podrían estar encerradas algunas claves sobre nuestra identidad de Hijos. Un ensayo como El complejo de Telémaco (2013) del psicoanalista Massimo Recalcati o las memorias Una Odisea. Un padre, un hijo, una epopeya (2017) de Daniel Mendelsohn se han construido sobre el trasfondo homérico de la Telemaquiada, como si en el rostro de nuestros padres pudiésemos empezar a reconocer algunas de nuestras facciones más indescifrables.
Habiendo detectado en Ulises el modelo paterno, me asalta la duda de qué clase de padre podría ser el nuevo Telémaco. Dado que su madre, Penélope, está actualmente tan desdibujada, tampoco puedo dejar de preguntarme qué tipo de esposa el hijo del Laértida desearía escoger y cómo lograría afianzar esa relación. ¿Está Telémaco condenado a habitar la provisionalidad?
En un mundo lábil y disperso, las respuestas parecen aprisionadas en las manos de las más agresivas ideologías. En Últimas noticias del hombre (y de la mujer) (2017), Fabrice Hadjadj ha tenido la osadía -y, por ello, el acierto- de reivindicar la figura de Eneas que, al honrar a su padre y transmitir a su hijo la gloria humana, no permite que le abata la nostalgia. Sobre el plano de la ciudad celeste los hombres han construido durante siglos los cimientos de sus ciudades terrestres. Negado aquel ahora furiosamente, ¿sería posible todavía conservar el resto de una esperanza que resistiese el asalto al cielo que está siendo ejecutado en sucesivas fases por nuestra Babel hiperconectada?
Quizás sea preciso volver a releer el Canto II de la Eneida de Virgilio. Desolado y hasta enloquecido de dolor, el pío Eneas recorre el paisaje de caos y destrucción en que yace Troya. Tentado de abandonarse a él, aun llevando a cuestas a su padre y de la mano a su hijo, ¿será capaz de asumir esa carga dentro de una nueva tipología heroica? ¿Puede pedírsele que alcance un auténtico equilibrio emocional mediante la aceptación de la pérdida de Creúsa? ¿O no es él quien se ha desvanecido por las callejas de una Troya campal? ¿No habrá sido entregado a las pulsiones suicidas, desvinculadas, que rondan la melancolía de Telémaco, sumiéndolo en un alejamiento perplejo de su hijo Ascano?
Entre Penélope y Creúsa me gustaría creer que mantiene intacta su frescura secreta el testimonio bíblico. ¿Acaso no estará refugiada la esperanza escatológica, que nuestra sociedad está empeñada en desmentir, en algún lugar prometido todavía por refundar, entre la memoria exiliada de Telémaco y la singular fidelidad de Rut la moabita, que reconoció en un nuevo pueblo a su madre y a Dios? En humo y ceniza vuelta Troya, sería entonces razonable reemprender el camino pese a sentirnos “inseguros de adónde guían los hados / o dónde nos fuese dado parar” (En. III, 7).
Armando Pego Puigbó (1970) es profesor universitario. Inspirado por la amistad literaria entre Dante y Guido Cavalcanti, ha desarrollado un proyecto literario cuya estética ha denominado “stilnovismo claravalense”, a través del blog Donna mi prega. Bajo el título general de Trilogía güelfa (Sevilla, 2014-2016), ha publicado en tres volúmenes una selección de sus entradas sobre poética, política, pedagogía y religión.