María Rodríguez Velasco | 30 de marzo de 2021
En una Semana Santa en la que el Arte no saldrá a la calle en forma de pasos procesionales, las salas del Museo del Prado nos permiten recorrer los misterios de la Pasión de Cristo a través de los grandes maestros de la pintura.
El arte cristiano, desde sus primeras manifestaciones, es instrumento para un mejor conocimiento de la fe. La Belleza conmueve y suscita preguntas que nos llevan a hacer memoria de los episodios representados, como se advierte en las muchas imágenes dedicadas a la Pasión de Cristo. En Semana Santa apreciamos particularmente, a partir de la liturgia y de las procesiones, este valor de las imágenes para mover a la oración de los fieles, para elevarnos desde la belleza visible a la fuente de toda Belleza, tal como advirtió el segundo Concilio de Nicea (año 787). Algunas obras pierden, en gran medida, este valor en los museos, por eso es importante recordar su origen para comprender su significado último y comprobar que este permanece invariable a lo largo de los siglos, como se aprecia al contemplar el triduo pascual a partir de piezas clave del Museo del Prado.
Nuestro recorrido nos lleva inicialmente ante El Lavatorio (1548-1549) de Tintoretto, que llama nuestra atención por la descentralización de la figura de Cristo, cerrando lateralmente una anacrónica escenografía veneciana, cuyo planteamiento perspectivo permite la distribución de los apóstoles en los distintos planos de la composición. Y es que esta había sido pensada en función de su enclave original, uno de los muros laterales de la capilla de Scuola del Santísimo Sacramento, en la iglesia de San Marcuola de Venecia. Allí los fieles contemplarían en primer lugar el diálogo entre san Pedro y Cristo, cuyo gesto era replicado por los cofrades de la citada scuola al comienzo de sus encuentros como signo de humildad.
La introducción de esta idea denota que Tintoretto no solo conocía el relato evangélico, sino también Los cuatro libros de la humanidad de Cristo (1539), donde Pietro Aretino, próximo al pintor, describía con minuciosidad el episodio representado. Una mirada detenida nos permite advertir cómo sobre la cabeza de Cristo, en el último plano del lienzo, Tintoretto introduce una desdibujada Última Cena, recordando la función de la cofradía de fomentar el culto a la Eucaristía.
La liturgia del Jueves Santo conmemora la institución de la Eucaristía, instante que recoge Juan de Juanes en la Última Cena (1555-1562), destinada al retablo de la iglesia de San Esteban, en Valencia. Allí, en la sacristía de la catedral, el pintor pudo contemplar una copia de la versión de Leonardo da Vinci, que inspiró su tratamiento del espacio en profundidad y del dinamismo de los personajes. Las miradas y los gestos teatrales de los discípulos, identificados por las inscripciones que acompañan sus nimbos, nos conducen a la figura central de Cristo, quien eleva la Sagrada Forma, invitándonos a su contemplación y denotando la fuerte influencia de la liturgia en la pintura. Al pan y el vino, dispuestos sobre la mesa, se suma un valioso cáliz, copia del santo grial conservado en la Catedral de Valencia.
Solo una figura, trazada con violento escorzo miguelangelesco y sin halo de santidad, parece escapar a la solemnidad del instante. Como revela la inscripción de su sitial de madera, se trata de Judas Iscariote, individualizado a su vez por el saco de las 30 monedas de plata que nos anuncia la traición y el inmediato prendimiento de Cristo. Ante la mesa, ricas piezas de orfebrería nos remiten al anterior lavatorio, por lo que Juan de Juanes aúna en una misma composición los dos momentos esenciales de la celebración del Jueves Santo.
Nuestro relato pictórico prosigue con la Crucifixión que Juan de Flandes realizó para el cuerpo inferior del retablo de la Catedral de Palencia (1509-1519). El eje central de la cruz ordena la disposición de las numerosas figuras, entre las que destaca el dolor intenso de la Virgen, expresión gráfica del himno litúrgico Stabat Mater. El tratamiento volumétrico de sus vestimentas, a partir de pliegues quebrados de influencia flamenca, lleva nuestra atención a sencillos motivos que, dispersos en el Gólgota, enriquecen el significado de la pintura: las piedras preciosas, alegoría de la Jerusalén Celeste, de acuerdo con la descripción apocalíptica; un pequeño coral, símbolo de la sangre derramada por Cristo, y una calavera que remite a Cristo como «nuevo Adán», subrayando el valor redentor de la cruz sobre el pecado. Junto a ellos, el pomo de los ungüentos, atributo iconográfico que anuncia la Resurrección e individualiza a María Magdalena, con gesto orante a los pies de su Señor. Su mirada se concentra en la llaga del costado, de la que manan agua y sangre (Jn 19, 34), símbolos de Bautismo y Eucaristía, referencia al nacimiento de la Iglesia, a partir de las exégesis patrísticas.
Más allá del realismo del paisaje, Juan de Flandes introduce el sol y la luna para captar el eclipse que se produjo al tiempo de la muerte de Cristo (Lc 23, 44), que a su vez implicaba el cumplimiento de la profecía de Amós (8, 8). El dominio técnico de Juan de Flandes se evidencia en los brillos y los reflejos de la anacrónica armadura del primer término de la pintura. El lancero que traspasó el costado de Cristo, de espaldas a los fieles, nos invita a contemplar al Crucificado con su misma veneración. De hecho, la presencia del Crucificado en el retablo de la Catedral de Palencia coincidiría con la Sagrada Forma durante la consagración, manifestando que la Eucaristía es renovación del sacrificio de Cristo.
Imposible no detenerse ante El Descendimiento (ant. 1443) que Van der Weyden pintó para el gremio de ballesteros de la ciudad de Lovaina. La monumentalidad de sus figuras y el brillo cromático de sus vestimentas nos atrapan. A partir de un dibujo de gran precisión, el pintor convierte cada figura en una expresión individualizada del dolor, con las lágrimas perceptibles en los rostros a partir de sutiles veladuras. La solidez de los personajes, envueltos en ropajes envolventes, la composición cerrada a modo de paréntesis por san Juan evangelista y María Magdalena, se ven equilibradas por la diagonal paralela de Cristo y de su Madre desmayada como expresión gráfica de la compassio Mariae, la participación de la Virgen en la pasión de Cristo, subrayada por las fuentes literarias coetáneas al pintor. A su vez, el arco trazado por sus brazos conduce nuestra atención de nuevo a la calavera que presenta a Cristo como «nuevo Adán», trazando una continuidad en la historia de la salvación entre Antiguo y Nuevo Testamento. El pomo de los ungüentos, apenas perceptible tras el riquísimo brocado dorado de José de Arimatea, nos remite a la última escena, la Resurrección.
De la mano del personal lenguaje del Greco, culminamos nuestro particular recorrido pictórico ante La Resurrección (1597-1600), que completaba el cuerpo superior del retablo del Colegio de la Encarnación (Madrid), más conocido por el nombre de su promotora, doña María de Aragón. Ante el dinamismo de los soldados, trabajados en violentos escorzos para expresar su asombro ante el misterio que acontece, Cristo asciende sereno y triunfal, abriendo un rompimiento de Gloria en el plano superior de la pintura. A partir de una luz de carácter fantasmagórico, el pintor anula cualquier referencia espacial, invitándonos a trascender la realidad material, tal como proponían los iconos propios de la tradición oriental del Greco, también evocados por el nimbo romboidal de Cristo. La intensidad expresiva del lienzo, la estilización y retórica de los gestos que tratan de unir realidad humana y divina, se traduce también en el contraste cromático, destacando las dos manchas que enmarcan la figura de Cristo: el rojo de la pasión y el blanco del estandarte triunfal de la Resurrección que nos conduce hasta el Domingo de Pascua.
Los pasos de Semana Santa, obras de arte que favorecen el fervor popular y consiguen que el espectador se conmueva ante la Pasión.
La exposición «Arte Contemporáneo + Fe» reúne diferentes pinturas y esculturas que tratan de responder a la cuestión de la pervivencia del diálogo entre Dios y el artista de nuestro tiempo.