J. A. González Sainz | 30 de mayo de 2021
En los relatos de Caballería roja no hay una sola crítica explícita a la revolución ni a los cosacos; al contrario, parece haber admiración. Sin embargo, a medida que se avanza en la lectura, a lo que en realidad va asistiendo el lector es a la manifestación más crasa de la miseria y la sordidez humana.
No podemos quejarnos de la recepción entre nosotros de las obras de Isaak Bábel, el escritor ruso judío asesinado a principios de 1940 en lo mejor de su plenitud creativa. Desde el principio, desde el mismísimo año siguiente a la publicación en la URSS de su libro de piezas cortas más emblemático, Caballería roja, de 1926, tuvimos en español su puntual traducción. Antes de la Guerra Civil, las versiones editadas en España de ese libro extraordinario ya habían ascendido a tres y, después la contienda, su interés se trasladó al otro lado del océano, con otras tres ediciones más en Buenos Aires, La Habana y México.
La caballería roja
Isaak Bábel
Editorial Renacimiento
236 págs.
15,11€
En 1970, y en plena renovación del panorama cultural, volvió a editarla en España en nueva traducción la novedosa Seix Barral. Desde entonces no ha dejado de reeditarse y de retraducirse (me parece contar hasta siete versiones más desde la de José María Güell de 1970), pero es en los últimos poco más de tres años cuando hemos asistido de nuevo a una verdadera eclosión de publicaciones de Bábel: la primera versión de Caballería roja de 1927 en la editorial Renacimiento; la reedición para Galaxia Gutenberg (2018) de la traducción de Ricardo San Vicente del mismo libro; la igualmente espléndida versión de San Vicente de otra de sus recopilaciones cumbres, Historia de mi palomar y otros relatos, en la editorial Minúscula (2020) y, por fin, la publicación conjunta de todos los escritos encontrados hasta el momento de Bábel en una edición de los Cuentos completos (narrativa breve, reportajes, diarios, relatos cinematográficos) por parte de la madrileña Páginas de Espuma (2022). ¿Es puro azar, mera conjunción editorial, o bien podría escrutarse alguna suerte de subyacente necesidad entre nosotros de la específica modalidad de su escritura y de la rara enjundia del escritor de Odesa para enfrentarse a la realidad?
Tal persistencia en la publicación, al margen de los vaivenes políticos, y tan clara unanimidad reciente no puede deberse más que a una razón, o más bien dos: a que Isaak Bábel, sin sombra de duda, se ha ganado plaza como uno de los más grandes cultivadores de la narrativa breve contemporánea donde los haya, y a que, en esta época nuestra de anquilosamiento de la mirada para ver la realidad de fuera de las imágenes que nos avasallan, el trabajo de la escritura de Bábel en su prosa corta, ceñida, escrutadora e impávida, nos deja algo así como un silencio y una mirada poco menos que salvajes sobre la realidad. Él mismo, en una pirueta de su discurso de aparente ortodoxia durante el I Congreso de la Unión de Escritores Soviéticos de 1934, se proclamó «el gran maestro del género del silencio». Por desgracia, también contribuye a su celebridad otra razón: su desdichado final (iba a decir extraño y desdichado, pero es al revés, su desdicha final era de lo más común en la Rusia totalitaria).
La edición española de 1970 rezaba en su contraportada que Bábel «murió en circunstancias inciertas». Morir en circunstancias inciertas era el eufemismo de esa época nuestra de los años setenta para no decir lo que fue la realidad, y la realidad fue esta: el funcionamiento implacable de una maquinaria arrasadora que empezaba por el recelo y la sospecha, seguía por la señalación, la pérdida de confianza y el apartamiento, y en seguida con la detención por las bravas y la acusación de espionaje y de relacionarse con trotskistas, de actividades contrarrevolucionarias, en suma, a las que sucedieron ocho meses de arresto y de mortificación de la conciencia que concluyeron con una vergonzosa autoacusación falsa (su último relato de ficción), un juicio farsa sin abogados defensores ni testigos y con una sentencia redactada antes del proceso y su posterior fusilamiento final.
Esas fueron ciertamente las «circunstancias inciertas» de su asesinato, el número 12 de los 346 ejecutados ese solo día por orden de Stalin. Ni haber sido amigo de Gorki, combatiente en el frente o amante esporádico de la mujer del jefe de la cheka Nikolái Yezhov, pudo salvarlo; hasta ella murió de sobredosis de Luminal y Yerhov, caído también en desgracia, fue fusilado. El terror consistía en aniquilar a cualquiera para que todos, aniquilados mentalmente, se atuvieran en primer lugar a su miedo.
Pero la cultura de los años setenta en España inició un proceso de recuperación reactivo de todas las ideologías sojuzgadas durante el franquismo; la pasión por las ideologías bullía de nuevo y, en su incorporación al imaginario y la práctica política colectivos, nada parecía tener mayor ascendiente que el haber sido prohibidas durante cuarenta años. Todo lo prohibido durante la dictadura, por el solo hecho de haber sido prohibido, gozaba de un nuevo y fulgurante predicamento y, sobre todo, de una especie de bula o salvoconducto para atravesar impune la historia.
Eufemismos tales como las «circunstancias inciertas» a las que acabamos de aludir, olvidos y miradas sistemáticas para otra parte, dieron lugar a una especie de bula universal sobre todo lo relativo a la naturaleza criminal del totalitarismo comunista que, junto al otro totalitarismo, el nazi o fascista, y a los nacionalismos habían destruido Europa, diezmado a su población y borrado todo atisbo de humanidad en millones de hombres.
No necesita juzgar nada, interpretar nada; todo se lo dice al lector el silencio que deja la narración de ese «gran maestro del género del silencio»
La lógica recuperación sentimental de las ideologías censuradas y la precariedad de los filtros de razón, de cabal estudio contrastado de la historia y la politología, impregnó nuestra cultura de esos años de un linimento sentimental de eufemismos, de tergiversaciones e ignorancias, de focos fijos y pedales fijos y fotos fijas, y de guiños y tics comunicativos, con el que durante muchos años nos friccionamos las mentes y en el que resbalaban sin entrar en nuestras entendederas muchos de los elementos de la realidad real y la realidad histórica. Nunca estudiadas con el rigor, la necesidad y la intensidad que sería menester, las pasiones ideológicas, sobre todo las extremas, surgen de vez en cuando, sobre todo en la juventud, con un halo de romanticismo y aventura justiciera insuperables, como recientemente nos ha vuelto a suceder, ocultando de nuevo la compleja materialidad de lo real con los efectismos de una maquinaria lingüística y psicológica susceptible siempre, si prende lo suficiente, de encaminarnos hacia las peores maquinarias de poder.
Caballería roja —en realidad, su título sería Caballería a secas o Ejército de caballería, como traduce Enrique Moya Carrión para Páginas de Espuma— es un conjunto de lacónicos relatos en los que Bábel da fe de las correrías de un regimiento de cosacos, a las órdenes del general Budionni, en la campaña revolucionaria de 1920 contra los polacos, en la que Bábel tomó parte. Al lector lo normal es que le cueste salir de su asombro; ¿qué es esto?, no es raro que se pregunte según va a avanzando en la lectura, ¿qué hace, para empezar, un judío integrado en un regimiento de cosacos que masacra judíos polacos a su paso? Y también: ¿cuál es la verdadera relación del autor con la materia que narra, con la brutalidad y la violencia sin piedad de la que da una cuenta exacta, puntual y sin el menor aparente arrimo sentimental ni agarradero moral?
Lionel Trilling habló de la atracción que la violencia ejerce en muchos intelectuales, de la atracción de la energía primitiva, la inmediatez exuberante y la simplicidad del buen salvaje, de la verdad del cuerpo y el caballo, la sexualidad sin tapujos, la verdad de la agresividad. Tolstoi ya había plasmado esa figura en el cosaco; Bábel solo tenía que ponerla a prueba y ponerse a prueba. Lo hace, hace la prueba, y lo consigna todo en un diario; luego trabaja ese material incansablemente, versiones y más versiones, correcciones y más correcciones para dejarlo en su mínima expresión. Un amigo fue un día a su casa y vio un manuscrito de unas doscientas páginas; ¡un libro!, dijo; qué va, eran más de veinte versiones de un solo cuento que apenas si llega a diez páginas.
No hay hierro que pueda helar el corazón humano de forma tan penetrante como un punto puesto a tiempoIsaak Bábel, Guy de Maupassant
En ningún momento de los relatos de Caballería roja hay una sola crítica explícita a la revolución ni a los cosacos; al contrario, parece haber admiración, deseo de integración, buenos ojos para los ejércitos revolucionarios y los discursos de Lenin o de los jefes militares, para las liturgias de inhumación de los héroes muertos y la marcha «imparable» de la revolución (el ejército rojo fue derrotado en agosto de 1920 cerca de Varsovia). Nada, ni rastro de crítica, y sin embargo, a medida que se avanza en la lectura, tras esas proclamas y exuberancias, a lo que en realidad va asistiendo el lector es justamente a la consignación de hechos brutales, de una crueldad vana y sin límites sobre una población indefensa, a cobardías y sentimentalidades delirantes que son el justo reverso, la manifestación más crasa de la miseria y la sordidez humana. No en vano, el propio general Budionni, a cuyas órdenes estaba Bábel, fue uno de sus primeros detractores nada más leer lo que no se presentaba, en principio, sino como un ensalzamiento de las hazañas de la caballería.
En el relato Trúnoz, el jefe de escuadrón, apresan a un grupo de polacos que se había desnudado mezclando sus ropas para que no distinguieran a los que eran oficiales.
«En aquel momento salió del grupo un hombre viejo y flaco, con enormes y descarnados huesos en la espalda, pómulos amarillentos y bigotes colgantes.
—¡Abajo la guerra! —dijo el anciano con un entusiasmo incomprensible— …Y el polaco tendió al jefe de escuadrón sus azuladas manos.
—Cinco dedos —dijo sollozando y haciendo girar su enorme y fláccida mano—, con estos cinco dedos alimentaba a mi familia…
El viejo se atragantó, se tambaleó soltando lágrimas de emoción, y cayó de rodillas ante Trúnov, pero este lo rechazó con el sable.
Acto seguido, tomó del montón de ropas una gorra con ribete y se la encasquetó al viejo.
—Ni pintada —farfulló Trúnov aproximándose y musitando—: Ni pintada… —Y le metió al prisionero el sable en la garganta».
En las páginas precedentes a esta escena, Bábel había transcrito, sin la menor ironía y en toda su brillantez emotiva, los honores militares que le habían rendido a ese jefe de escuadrón tras su muerte. No necesita juzgar nada, interpretar nada; todo se lo dice al lector el silencio que deja la narración de ese «gran maestro del género del silencio».
«El secreto está en hacer un giro imperceptible», el secreto de la escritura, de ese otro ejército que es el «ejército de las palabras, de ese ejército en el que se pone en marcha todo género de armamento» es, según se dice en Guy de Maupassant, uno de los magníficos relatos de ese otro libro magnífico que es Historia de mi palomar y otros relatos, que «no hay hierro que pueda helar el corazón humano de forma tan penetrante como un punto puesto a tiempo». A él, el punto se lo puso Stalin, como a tantos, pero el corazón humano sigue sin helarse por ello; admira muchas veces a quienes ponen puntos redondos, no en la escritura, sino en la vida de los otros.
Carlos Gregorio Hernández & Cristina Barreiro
Fernando del Rey ha estudiado en «Retaguardia roja» la violencia y la represión desatadas en la zona republicana durante la Guerra Civil.
Las disputas entre fascistas y comunistas son querellas entre afines. El verdadero antifascismo no es el comunismo, sino el liberalismo.