Aquilino Duque | 30 de julio de 2020
Un repaso histórico a ese difuso grupo que son los «intelectuales». Un recorrido en el que se cruzan personajes como Julien Benda, Juan de Mairena o Melquíades Álvarez Miranda.
En 1927 apareció en Francia un libro titulado La trahison des clercs, pronto vertido al español con el título de La traición de los intelectuales. Si su autor, Julien Benda, puso clercs, en lugar de intellectuels, no fue a humo de pajas. Y es que él contraponía los «valores clericales» del Medievo, a saber, lo bueno, lo bello y lo verdadero, a los «valores laicos» de la Modernidad, cifrados en las ideologías, en aquel momento y en Francia en primer lugar, en que predominaban el nacionalismo, el militarismo, y todos los ismos que él conocía muy bien de sus tiempos del caso Dreyfus, cuando sus compañeros de trinchera dieron en llamarse «intelectuales».
Entre los ismos que en ese momento también preocupaban a Benda estaban el fascismo y el comunismo que, en fechas recientes, diez años atrás este, hacía solo un lustro aquel, se habían impuesto en Rusia, un país demasiado grande, y en Italia, un país demasiado próximo.
Los que Benda llama clercs, o sea clérigos, dejaron de serlo, si se me apura, en tiempos de la Ilustración, cuando la Cristiandad empezó a diluirse en la Modernidad, y los clérigos a ser postergados por los philosophes. Estos «filósofos» culminaron en la Revolución francesa y fueron desde ese momento los oráculos de una «izquierda» recién nacida que, a lo largo del siglo y en nombre de la diosa Razón, se enfrentaría encarnizadamente con una «derecha», su gemela univitelina, parida también por la Convención. Al prevalecer en esta el grito de Vive la Nation! frente al grito de Vive le Roi!, pasaba a la historia el derecho divino de los monarcas absolutos y, con el endiosamiento de la Razón, se imponía el Non serviam luciferino.
En los últimos tiempos del «régimen anterior», en que proliferaron los manifiestos, bastaba con ser uno de los «abajofirmantes» para figurar en la nomenclatura de la «intelectualidad»
A los diez años justos de la aparición de su libro, el propio autor le daba en persona toda la razón a su traductor al español al figurar, como intelectual antifascista, en el célebre Congreso de Valencia en que se puso a su compatriota André Gide como chupa de dómine por su Retour de l´URSS. En esa oportunidad, Benda se dejó de ambigüedades eruditas y recuperó con fuerza su pasado dreyfusard de «intelectual comprometido». Hay una foto suya presidiendo una tenida del congreso aquel, con otros cuatro personajes, puño en alto los cuatro, una dama entre ellos y al lado de Benda que, si no es María Teresa León, se le parece mucho. Ya entonces fue de los que por lo visto aplaudieron las purgas de Moscú y, al llegar por fin la Libération, se preocupó activamente de que los «intelectuales traidores» del bando contrario no dejaran de recibir su merecido.
No sé si data de entonces la tautológica expresión de intellectuel de gauche, muy usada en los años que seguirían a la Guerra Mundial. Uno de los que no tardarían en despejar esa redundancia fue, en los últimos tiempos de nuestro «régimen anterior», el maestro Aranguren, cuando vino a decir que todo intelectual era de izquierdas por definición. Esa afirmación no dejó de causar cierto estupor en uno de los trescientos del «tiovivo de Ridruejo», buen amigo mío que, lo que son las cosas, acabaría en el PSOE y legaría su archivo a la Fundación Pablo Iglesias.
Era la época en que también José Luis López Aranguren hacía y decía muchas cosas raras, entre las que se le escapaban muchas verdades, como a nuestro difunto maestro Juan de Mairena en sus últimos años de «actos de servicio». Y una de esas verdades era la afirmación antedicha, y que ya otro maestro, el Ortega del retorno al «continente con contenido», había confirmado, cuando dijo aquello de que en política «no siempre se debe hacer caso de los intelectuales».
En los últimos tiempos del «régimen anterior», en que proliferaron los manifiestos, bastaba con ser uno de los «abajofirmantes» para figurar en la nomenclatura de la «intelectualidad». Por aquel entonces, el director del Teatro Español, José Tamayo, viajó a Ginebra, donde había ya muchos españoles ganándose la vida, para montarles el tradicional Tenorio. Al reclutar a los «malditos» que gritan al comienzo de la obra, recurrió al personal del Palacio de las Naciones. En los ensayos debió de proceder el amigo Tamayo con modales autoritarios a disciplinar el coro de «malditos» y una de las chicas, taquimeca ella y asturiana, pero madrileña castiza, comentaba luego: «Empezó a tratarnos de cualquier forma, hasta que se dio cuenta de que éramos «intelectuales»».
Reconozco que no es difícil dejarse sorprender en esto de las firmas, en lo que pocos plumíferos podemos presumir de no haber caído alguna vez. Es más, en los tiempos tan confusos que vivimos, yo mismo he firmado y pedido su firma a colegas de confianza. Uno de ellos, y de los más valiosos, se alarma al ver que en una nota de prensa se nos caracteriza a los firmantes como «intelectuales». En efecto, el empleo de ese término es más bien propio de quienes persiguen fines opuestos a los que persigue el escrito; es un caso, si no de apropiación, de adjudicación indebida. Tampoco yo estaba muy conforme en su día cuando se denominó con el neologismo de «plataforma» a la agrupación constituida para conmemorar el centenario de José Antonio. El hecho de que algunos mortales cultivemos ciertos géneros literarios no nos incluye sin más en una orla, todo lo ilustre que se quiera, pero que no nos cuadra.
Volviendo a la Ginebra de los años de emigración europea, mi amigo y colega Melquíades Álvarez Miranda, nieto del célebre político asesinado en Madrid, me decía haber conocido a un argentino llamado Paoli que decía: «¡Che, el pueblo no se equivoca nunca! ¡Siempre elige lo peor!». Yo hago mía esa frase, bien que sustituyendo la palabra «pueblo» por la palabra «intelectual».
Nuestro hombre en la CIA es un libro que habla de ciertos movimientos intelectuales en la España de los sesenta, con Pablo Martí Zaro como hilo conductor.
El socialista Alfonso Guerra asumió el papel de «malo», junto al «bueno» de Felipe González. Ahora se muestra alarmado ante un Gobierno como el actual.