Jorge Martínez Lucena | 31 de enero de 2021
Frente a otras teleseries en las que se celebra ese nihilismo ubicuo, en la Euphoria de Sam Levinson predomina una extraña oscuridad púrpura, que dilata en el espectador la sensación de esa sangre joven que se hace cárdena a medida que recibe los golpes de la realidad.
Euphoria es una teleserie norteamericana que dejó una herida en el pecho de los que la vimos en 2019. Es un retrato afilado de los adolescentes de nuestros días. En una zona residencial de Estados Unidos por concretar –podría ser en California-, asistimos a una narración coral en la que entramos en la convulsa existencia de diversos estudiantes de un instituto. La fotografía resulta escandalosa para mi generación, que creció creyendo, aunque fuera vagamente, en la posibilidad de mejorar tanto uno como el mundo.
Asistimos a las vidas de chicos y chicas desnortados que chapotean en el charco de nuestra cultura posmoderna, donde han caído todas la evidencias y certezas, donde todos los adultos son la prueba fehaciente de que la vida no tiene sentido alguno más que el éxito, una mentira efímera y consoladora que también muestra su falsedad más bien antes que después. Vemos la voluntad deshilachada de estos chicos, luchando contra la mismísima nada, que los absorbe en un vórtice del que no son capaces de escapar.
Grindr, Tinder, OnlyFans, la moda, las celebrities, la tecnología digital, los equívocos de género, el porno más bizarro, fentanilo, benzodiazepinas, alcohol, excitantes, etc. Estos son los consumos a través de los cuales nuestra juventud posmoderna se ve abocada a construir su frágil identidad, bajo su única responsabilidad, sin tradición que valga o que se convierta en el contrafuerte de la humana, demasiado humana construcción. Vemos a los protagonistas persiguiendo su supuesta autenticidad de bazar, intentando ser como valientes, aunque sea hiriéndose de por vida. Parecen Sísifo, no dejan de intentarlo, como si una energía motriz, más potente y más verdadera, tirara de ellos desde sus adentros.
Frente a otras teleseries en las que se celebra ese nihilismo ubicuo, en la Euphoria de Sam Levinson predomina una extraña oscuridad púrpura, que dilata en el espectador la sensación de esa sangre joven que se hace cárdena a medida que recibe los golpes de la realidad. Es decir, en ningún momento se transmite la idea del naif carpe diem. Vemos las consecuencias de jugar con drogas, con la propia sexualidad, con el destino, y en eso se queda la primera temporada, que asfixia en una melancolía de fondo como lo hacía aquella mítica película de Sofia Coppola, Las Vírgenes Suicidas. Sin embargo, en este caso lo que ahoga no es la represión sino la saturación de la supuesta libertad sin referencias, que nos aboca a un mar de posverdad, ansiedad y bipolaridad.
Y, tras la crudeza de esa primera temporada, llegó la COVID, que impidió que se rodase con normalidad la segunda, algo que la audiencia estaba pidiendo a gritos. Quizás por ello Sam Levinson decidió preparar un especial de Navidad 2020. Un solo episodio, titulado Problems don’t last Always -que se puede ver sin necesidad de ver la hiperbólica carnicería de la primera temporada-, que humaniza todo el sufrimiento de esos chicos, porque, por fin, aparece un adulto confiable en el guion. Alguien que sabe que no estamos solos, que somos algo más que nuestras faltas, y que nuestra vulnerabilidad y fragilidad son modos en que le podemos abrir la puerta a la gracia, a una amistad que nos abraza incondicionalmente y que nos ayuda a florecer, pero que no puede substituirnos ni sacarnos del hoyo sin nuestra libre aceptación.
Estéticamente, la práctica totalidad del episodio es un diálogo entre Rue Bennet (interpretada magníficamente por Zendaya) y su padrino de narcóticos anónimos, Alí (también magistral en su papel). Todo sucede durante la Nochebuena, en un típico dinner de carretera, muy parecido en su delicia estética al eterno cuadro de Edward Hooper titulado Halcones de la noche. Allí, a través de la cristalera, vemos la luz en la noche, que es el uno para el otro y el otro para el uno, como ya sucedía en My Blueberry Nights (2007), de Won Kar Wai. Zendaya ha pedido la cita. Alí la escucha y solo habla cuando lo considera indispensable. Es un Sócrates noctámbulo que tampoco tiene nada mejor que hacer en un día tan familiar y señalado, porque está expiando los pecados de un pasado plagado de errores que no han podido con él.
Para no caer demasiado en el spoiler -aunque el episodio es tan bueno que se puede ver una vez tras otra, como si fuese un clásico: yo voy por la cuarta-, solo diré que el armonioso plano y contraplano tiene varios momentos en los que uno puede hacer un ejercicio de autoconocimiento más que saludable.
Recuerda en el lenguaje posmoderno a Este libro te salvará la vida o a Ojalá nos perdonen, ambas novelas de Amy Homes: donde se urde un mensaje religioso leve y ecléctico sin caer en lo New age. Alí, un converso al islam, adicto también él y con un pasado lleno de violencia, nos enseña a mirarnos con los ojos de un Dios que es Padre y que mendiga nuestra apertura a través del pueblo de Dios, a través de la carnalidad de ambos intérpretes y de la encarnación de sus personajes.
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