Manuel Llamas | 01 de octubre de 2020
El sistema está condenado a aplicar recortes, y, cuanto antes se reconozca esta realidad, más tiempo tendrán los trabajadores para planificar convenientemente su futura jubilación.
Uno de los grandes males endémicos que padece España consiste en la incapacidad de su clase política para explicar la realidad de las cosas a la población, por muy cruda o impopular que sea. Esa paternalista obsesión de los partidos por tratar a sus votantes como menores de edad impide elaborar un diagnóstico acertado y coherente sobre algunos de los principales problemas que registra la economía nacional, como es el caso de las pensiones públicas.
Las promesas de sostenibilidad y revalorización constante de las prestaciones son simple y llanamente una quimera. El sistema de reparto hace aguas desde hace años y el futuro, de una u otra forma, traerá consigo nuevos recortes por mucho que los políticos digan lo contrario. El último en contribuir a este pernicioso engaño colectivo ha sido el ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá, después de anunciar una serie de medidas para tratar de garantizar la solvencia del modelo vigente a medio y largo plazo.
Su plan consiste, básicamente, en traspasar algunas pensiones, como las de viudedad y orfandad, a los Presupuestos Generales del Estado para que su coste sea financiado vía impuestos y no mediante cotizaciones sociales, al tiempo que se endurecen las condiciones para acceder a las jubilaciones anticipadas y se favorece la prolongación de la vida laboral para retrasar la edad efectiva de retiro. La primera medida no soluciona nada, puesto que se limita a mover unos 23.000 millones de euros de una partida presupuestaria a otra, sin que el problema de fondo, el creciente agujero fiscal que sufre el sistema, sea abordado, mientras que las otras dos tan sólo suavizan ligeramente el fuerte incremento del gasto que registrarán las pensiones en los próximos lustros, de modo que tampoco servirán de mucho.
Tarde o temprano, y de forma más o menos sibilina, el Estado acabará recortando las prestaciones, tal y como sucedió con la reforma de la pensiones de Zapatero en 2011 o la de Rajoy en 2013
Y lo peor de todo es que, a cambio de estos insuficientes ajustes, el Gobierno pretende volver a ligar las pensiones a la evolución de la inflación, disparando con ello el coste estructural de las futuras prestaciones. Por desgracia, se trata de una nueva cortina de humo destinada a ganar votos a muy corto plazo, a costa de agravar aún más la insostenible situación de las pensiones públicas en España. El sistema está condenado a aplicar recortes, y, cuanto antes se reconozca esta realidad, más tiempo tendrán los trabajadores para planificar convenientemente su futura jubilación.
Los datos son los que son. No es cuestión de ideología, sino de matemáticas. El creciente envejecimiento de la población y la ausencia de nuevos cotizantes para reemplazar a la generación del baby boom, cuyo retiro empezará a intensificarse a mediados de la presente década, dispararán el gasto en pensiones sin que, al mismo tiempo, existan recursos suficientes para poder sufragarlo.
La factura de las pensiones ronda hoy los 145.000 millones de euros al año, casi el 30% del gasto público total, y no dejará de crecer en el futuro. El número de personas mayores de 65 años se ha duplicado desde 1980 y con él la cifra de pensionistas, que ha pasado de 4,4 a cerca de 10 millones. La clave del asunto es que este proceso, lejos de frenarse, continuará hasta 2045, como mínimo.
Asimismo, salvo catástrofe, todo apunta a que la esperanza de vida a partir de los 65 años también crecerá -ha aumentado 6 años desde 1975-, de modo que los jubilados cobrarán su prestación durante más tiempo, sin que tal coste pueda ser cubierto mediante una mayor recaudación. Los cotizantes que deberían financiar tales gastos futuros, simplemente, no han nacido y, como consecuencia, el déficit estructural del sistema seguirá en aumento. Si en la actualidad hay de media dos cotizantes por pensionista, esta proporción se reducirá a uno en apenas 20 años.
Así pues, sólo existen tres opciones de cara al futuro: o se recortan de forma sustancial las pensiones; o se aprueban fuertes subidas de impuestos y cotizaciones, con el consiguiente recorte salarial a los trabajadores; o se apuesta por una combinación de ambas. Dada la escasa productividad de la economía española, es muy improbable que este obligado ajuste recaiga exclusivamente sobre los hombros de los cotizantes, con lo que, tarde o temprano y de forma más o menos sibilina, el Estado acabará recortando las prestaciones, tal y como sucedió con la reforma de la pensiones de Zapatero en 2011 o la de Rajoy en 2013. Cuanto antes sean conscientes los españoles de este destino, antes podrán prepararse de cara a complementar su futura jubilación. Lo imperdonable, en este caso, no es aplicar unos recortes que se producirán sí o sí, sino engañar a la población con promesas irrealizables para tratar de ganar votos.
La grave irresponsabilidad de algunos líderes políticos alimenta uno de los mayores engaños electorales: que los pensionistas seguirán cobrando lo mismo e incluso más.
Sin las medidas adecuadas, la crisis sanitaria y el parón se alargarán, provocando la quiebra de empresas y una gran oleada de despidos e impagos.