Manuel Llamas | 05 de febrero de 2020
La subida del salario mínimo dificultará la creación de empleo, golpeará a los trabajadores más vulnerables y lastrará aún más a las regiones más pobres de España.
Hay que estar muy ciego ideológicamente para apoyar sin fisuras la histórica subida que ha registrado el salario mínimo interprofesional (SMI) en los dos últimos años, sin pararse siquiera a analizar su posible impacto. Y, sin embargo, esto es justo lo que ha sucedido en España, debido a la profunda irresponsabilidad e ignorancia de PSOE y Podemos.
El Gobierno de Pedro Sánchez ha elevado el SMI un 30% desde 2018, bajo el falaz argumento de que dicho incremento beneficiará a los trabajadores peor remunerados, cuando, en realidad, sucede todo lo contrario. Lo que, por desgracia, parece desconocer la izquierda es que los sueldos no se pueden fijar por decreto. El salario depende, básicamente, de la productividad. Cuanto mayor sea el segundo, más alto será el primero, y viceversa. No es de extrañar, por tanto, que los países con alta productividad por hora trabajada sean también los que disfrutan de mejores sueldos.
Son muchos los factores que inciden en la productividad, pero, a grandes rasgos, las economías que gozan de una mayor libertad económica son las que registran una mayor acumulación de capital, tanto material como humano, generando con ello empresas más grandes y competitivas, lo cual, en última instancia, se traduce en sueldos más altos. Por el contrario, si el salario mínimo se desliga de la productividad, lejos de mejorar las condiciones laborales, actuará como una barrera de entrada al mercado laboral, perjudicando así a los trabajadores más vulnerables.
De este modo, todos aquellos cuyo valor de producción sea inferior a los 950 euros al mes que acaba de decretar el Gobierno corren el riesgo de ser despedidos, tal y como evidencia el Banco de España, reduciendo de paso la empleabilidad de los que ya están parados. La única forma de evitar el impacto consistiría en trasladar dicho coste al precio final de venta al público, con el consiguiente perjuicio para el consumidor. Sin embargo, dado que la mayoría de los trabajadores con sueldos por debajo de 1.200 euros al mes se concentran en pequeñas pymes y micropymes, dicha subida se comerá buena parte de sus beneficios, y puesto que estos, de haberlos, ya son exiguos, el alza del SMI se traducirá en menor capacidad para invertir y contratar nuevos trabajadores, lastrando, pues, tanto su crecimiento futuro como la creación de empleo.
Y esto, en el mejor de los casos, ya que el alza de los costes laborales podría conducir al cierre de numerosos negocios que, hoy por hoy, sobreviven a duras penas. Así pues, a diferencia de lo que dice la izquierda, serán autónomos y pymes los que acabarán sufragando el aumento del SMI, no las grandes compañías. Y si la empresa en cuestión no puede afrontar el coste, “mejor que desaparezca”, tal y como advierte el economista Eduardo Garzón, hermano del actual ministro de Consumo. Toda una declaración de intenciones.
En definitiva, la primera y principal razón para rechazar el SMI es que dificulta la creación de empleo, como bien han alertado, entre otros, el Banco de España, la AIReF, BBVA Research o Fedea. Y la prueba es que, a falta de conocer un análisis detallado sobre el impacto concreto de las últimas subidas, el mercado laboral registró en 2019 su peor año desde el fin de la recesión. El empleo avanzó en 402.300 personas, el menor aumento desde 2014, y el paro bajó en 112.400 personas, cuatro veces menos que en 2018 y el menor volumen desde 2013, según la última Encuesta de Población Activa (EPA). De hecho, el paro aumentó en agricultura (+11.000) y construcción (+16.400), mientras que apenas se redujo en el sector servicios, con apenas 900 desempleados menos frente a los 64.000 de 2018. A esto hay que añadir los malos datos de afiliación y paro del mes de enero, los peores desde el fin de la recesión, que confirman la negativa tendencia del mercado de trabajo.
La segunda razón es que perjudica especialmente a los colectivos más vulnerables, cuyos sueldos rondan ese umbral, como es el caso de los jóvenes, los parados de larga duración y los trabajadores menos cualificados, al tiempo que su coste recae en pymes, micropymes y empresas de nueva creación.
Y la tercera es que, igualmente, golpea de lleno a las regiones más pobres de España, donde el SMI supera ya incluso el 60% del salario medio que PSOE y Podemos se han marcado como objetivo a nivel nacional, lo cual reduce de forma sustancial la empleabilidad. No es de extrañar, por tanto, que el aumento de la ocupación se haya frenado en la mayoría de CC.AA., mientras que el paro volvió a crecer en la mitad del país.
El desatino es de tal calibre que hasta la izquierda más cabal y razonable, tanto dentro como fuera de España, rechaza la subida del salario mínimo, desde la Junta de Extremadura y Castilla-La Mancha hasta la vicepresidenta de Asuntos Económicos, Nadia Calviño, el secretario de Estado de la Seguridad Social, Octavio Granado, o los partidos socialdemócratas que gobiernan en el norte de Europa, contrarios al establecimiento de un SMI a nivel europeo. Subir el salario mínimo es una pésima idea.
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