Manuel Llamas | 19 de julio de 2019
Ayuntamientos y partidos políticos emplean las licencias urbanísticas como vía de financiación de sus intereses electoralistas o para cobrar mordidas.
El proyecto supondrá un impacto económico de 16.000 millones de euros y generará 200.000 puestos de trabajo.
Martínez-Almeida y su brindis al sol en forma de subvención.
Cerca de 25 años, un cuarto de siglo. Esto es lo que ha tardado en ver la luz la ya famosa Operación Chamartín, ahora llamada Madrid Nuevo Norte, un planeamiento urbanístico cuyo diseño inicial surgió en los años 90, pero que, debido al bloqueo político, se ha ido retrasando, una y otra vez, hasta hoy.
Ha sido el nuevo alcalde de Madrid, el popular José Luis Martínez-Almeida, el que, finalmente, ha otorgado luz verde a la aprobación definitiva de un proyecto que pretende revitalizar la parte norte de la capital mediante la prolongación del Paseo de la Castellana, aprovechando una amplia zona en desuso para construir nuevas viviendas, locales, parques, centros de negocios y conexiones de transporte público.
Aunque el plan definitivo ha sufrido un sustancial recorte en cuanto a la edificabilidad de los terrenos en comparación con lo que pretendía aprobar la exalcaldesa Ana Botella, Almeida, al menos, ha evitado que se postergue otra vez el inicio de las obras, al dar por buenas las modificaciones efectuadas por su predecesora en el cargo, Manuela Carmena, lo cual le honra. No en vano, la construcción debería haber comenzado hace cuatro años, después de que Botella dejara el borrador listo para su aprobación final en el Pleno del ayuntamiento. Sin embargo, la llegada de Ahora Madrid al poder no solo paralizó su puesta en marcha, sino que obligó a renegociar buena parte de las condiciones acordadas previamente entre los diferentes agentes implicados tras años de largas y arduas discusiones.
Una de las grandes dificultades de este proyecto es que precisaba del visto bueno de tres Administraciones diferentes, cuyo color político no siempre ha coincidido en el tiempo, como es el caso del Consistorio, la Comunidad de Madrid y el Ministerio de Fomento, dueño de la estación de Chamartín, la infraestructura cuya renovación constituye el origen de todo el proyecto.
Una de las grandes dificultades del proyecto es que precisaba del visto bueno de tres Administraciones cuyo color político no siempre ha coincidido
La Operación Chamartín permitirá, básicamente, conectar los barrios del norte de la ciudad mediante la recalificación y uso del gran descampado que, hasta ahora, ocupaban las vías del tren y antiguos espacios industriales, posibilitando así tanto la construcción de nuevos edificios y espacios públicos como nuevas salidas para solventar los problemas de tráfico que sufre la capital. El proyecto en cuestión abarca unos 5,6 kilómetros de longitud y hasta 1 kilómetro de ancho, con una superficie total de 3,2 millones de m2, de los cuales, y tras descontar el espacio que ocupan las vías y la M-30, se actuará sobre 2,4 millones.
El plan comprende, entre otros aspectos, la construcción de 10.500 viviendas (7.000 menos que el diseño anterior), de las cuales el 20% serán de protección pública, un gran centro de negocios, 250.000 m2 de equipamientos públicos, otros 400.000 de zonas verdes, así como una nueva estación de tren y una línea de metro y de bus. Sus promotores estiman que semejante desarrollo supondrá un impacto económico de 16.000 millones de euros y generará cerca de 200.000 puestos de trabajo.
Pero, más allá de su contenido y complejidad, el aspecto más relevante de la Operación Chamartín es que ejemplifica a la perfección el desastre de la planificación urbanística en España. Los madrileños han tenido que esperar 25 años para que un grupo de políticos con intereses muy diversos y, en ocasiones, contrapuestos, se pongan de acuerdo a la hora de permitir la construcción de un enorme solar en desuso en una de las partes estratégicas de la ciudad.
Esto, que es visto por muchos como algo digno de reprobación, es lo que sucede desde hace largos años en casi todos los ayuntamientos de España, donde son los partidos, y no los auténticos dueños de los terrenos, quienes deciden cómo, dónde y cuándo construir. España sufre escasez de suelo por culpa del profundo y rígido intervencionismo que existe en materia urbanística, ya que la decisión última de levantar o no un bloque de viviendas no depende de la ley de la oferta y la demanda, sino de la voluntad, siempre arbitraria, del político de turno.
España sufre escasez de suelo por culpa del profundo y rígido intervencionismo en materia urbanística
La triste realidad es que ayuntamientos y partidos políticos emplean las licencias urbanísticas como mecanismo de financiación para impulsar sus propios intereses electoralistas, bien encareciendo enormemente la construcción de pisos mediante el cobro de impuestos y la cesión de equipamientos por parte de los promotores privados, bien cobrando, directamente, mordidas de todo tipo a los constructores para pagar campañas o enriquecerse a título personal.
La manida planificación urbanística, por tanto, no solo se traduce en retrasos vergonzosos como el protagonizado en la Operación Chamartín, sino que infla el precio de los inmuebles muy por encima de su valor real de mercado, al tiempo que configura un caldo de cultivo idóneo para el desarrollo de todo tipo de corruptelas.
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