Manuel Llamas | 23 de septiembre de 2019
El proteccionismo de Donald Trump ya afecta a la economía de Estados Unidos y complica la vida a sus familias.
El proteccionismo, a diferencia del libre comercio, donde los agentes implicados sacan beneficio del intercambio voluntario de bienes y servicios, es un juego de suma cero en el que todos, de una u otra forma, acaban perdiendo. Así sucedió en el pasado, tal y como evidencia, por ejemplo, la Gran Depresión de los años 30, cuya profundidad y duración se agravó como resultado de un brutal amento de los aranceles a nivel global, y así vuelve a acontecer ahora, al calor de la guerra comercial entre Estados Unidos y China.
El presidente norteamericano, Donald Trump, centró buena parte de su campaña en cantar las alabanzas del tradicional nacionalismo económico bajo su ya famoso eslogan “America First”, haciendo creer a sus votantes que la globalización, cuyos frutos se han traducido en un histórico descenso de la pobreza extrema (vivir con menos de 2 dólares al día) hasta una tasa inferior al 10% de la población mundial, dañaba sus intereses y, especialmente, sus bolsillos debido a la desleal e injusta competencia extranjera.
Sin embargo, la realidad es justo la contraria. Las subidas arancelarias y las nuevas trabas impuestas por la Administración estadounidense a las exportaciones procedentes de China están infligiendo un grave daño a importantes sectores productivos del país, al tiempo que reducen la capacidad adquisitiva de los propios norteamericanos.
Prueba de ello es el sustancial deterioro que ha sufrido la actividad empresarial de la primera potencia mundial en los últimos meses, coincidiendo con la nueva oleada proteccionista lanzada por Trump. El último índice de gestores de compras, que sirve para medir la situación económica de un país, bajó a 50,9 puntos en agosto -por debajo de 50 implica recesión-. Y, en concreto, la actividad manufacturera cayó a 49,9 puntos, su nivel más bajo en 119 meses, mientras que las expectativas empresariales registran su peor dato desde 2012. La razón no es otra que la contracción del comercio global, lo cual acaba traduciéndose en un menor crecimiento del PIB.
Pero no solo sufren las empresas, también los consumidores. La típica familia norteamericana, formada por cuatro miembros, está pagando cerca de 850 dólares más al año por culpa del encarecimiento de ciertos productos que ha originado la guerra comercial de Trump, según un reciente estudio de Tax Foundation. Los aranceles aplicados hasta el momento a los bienes y servicios chinos ascienden a cerca de 80.000 millones de dólares al año, lo cual se traducirá en un descenso del PIB del 0,25% a largo plazo, así como un recorte salarial medio del 0,16% y la pérdida de más de 190.000 empleos.
Pero si a ello se sumasen todos los aranceles anunciados por Trump y las consiguientes represalias comerciales que adoptarían los países afectados, el daño a la economía norteamericana sería mucho mayor, con una pérdida del PIB del 0,67% (unos 168.000 millones de dólares), un recorte salarial del 0,42% y la destrucción de más de 500.000 puestos de trabajo. La guerra comercial, por tanto, anularía cerca del 40% del aumento de la riqueza que generará a largo plazo la histórica rebaja fiscal aplicada por la Casa Blanca durante el presente mandato.
Y todo ello sin contar que los aranceles, siendo un impuesto indirecto que grava numerosos bienes de consumo, aunque también bienes de capital que son claves para la productividad de las compañías norteamericanas, impactan con mayor fuerza en el bolsillo de las rentas más bajas, ya que su capacidad real para asumir esa elevación de precios es muy inferior a la de las familias de clase media o alta.
En definitiva, son los propios estadounidenses los que salen perdiendo con la guerra comercial de Trump. El crecimiento de la primera potencia mundial sufre, sus empresas venden menos al exterior y, por si fuera poco, el alza de los aranceles no se traduce tanto en una reducción del margen de beneficios de las compañías chinas afectadas por la contienda, sino que terminan reflejándose en un encarecimiento de bienes y servicios importados, minando así el bolsillo de los norteamericanos.
Nadie sale victorioso de una guerra comercial y Trump no es una excepción. Cosa distinta es que sea perfectamente consciente de sus nefastos efectos y, por ello, tan sólo esté protagonizando un arriesgado juego de estrategia geopolítica para, poco antes de las elecciones presidenciales, anunciar un súbito acuerdo con China que insufle un nuevo impulso a la economía y a la bolsa con el fin de revalidar su mandato al frente de la Casa Blanca, lo cual, sin duda, no se puede descartar.
En esta pugna chino-norteamericana, Europa es víctima propiciatoria. La UE debe consensuar con urgencia una estrategia común.
El G7 ha puesto en evidencia que ha concluido el viejo orden de cooperación y solidaridad internacional. Se vuelve a los viejos modelos de fuerza, proteccionismo y acuerdos bilaterales.