Víctor Arufe | 07 de mayo de 2019
La inclusión educativa debe ser una realidad en la sociedad del siglo XXI y no un arma política.
Los centros de educación especial han estado en el punto de mira del Gobierno. La ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, anunció que pretendía reservarlos solo para discapacidades graves e integrar al resto de alumnado en centros ordinarios. Tras su declaración, surgió una enorme incertidumbre entre muchos colectivos y asociaciones de personas con diversidad funcional, que pronto iniciaron campañas de movilización ante la duda de la eliminación de los centros de educación especial. Posteriormente, la ministra aclaró que no era intención del Gobierno cerrar los centros, solo ir trasladando al alumnado que pudiese estar en centros ordinarios.
España y otros países han estado siempre en deuda con las personas con diversidad funcional. De aproximadamente 8 millones de alumnado escolarizado en el curso 2016/17, 217.000 son alumnos con necesidades educativas especiales, lo que supone un 2.7% del alumnado general. Es un porcentaje pequeño, pero con el mismo derecho que el resto de los niños a una educación de calidad.
Reitero lo que ya he dicho en diversas ocasiones en sede parlamentaria, este Gobierno no tiene ninguna intención de cerrar los centros de educación especial, ninguna. Es irresponsable seguir repitiendo esta falacia.
— Isabel Celaá (@CelaaIsabel) March 4, 2019
La integración educativa supone el hecho de incorporar a los niños con diversidad funcional al aula ordinaria, de ofrecerles las mismas oportunidades de participación y, por supuesto, de su aceptación por parte de toda la comunidad educativa. Aquí es donde encontramos el primer problema, no del alumnado, sino de la sociedad: centros educativos sin los recursos humanos, técnicos, arquitectónicos, tecnológicos, didácticos… necesarios para atender a todos los niños.
Actualmente, y pese a que muchas personas hacen alarde de estar integrando a personas con discapacidad en centros ordinarios, la realidad que sufren muchas familias es muy distinta. Una lucha constante contra la Administración educativa, pidiendo lo que se considera sobre el papel legislativo justo, digno y necesario para los niños. Incluso, con algunos casos que alcanzaron el Poder Judicial y con fallos favorables para las familias. Y es que… ¿por qué una familia tiene que desplazarse a 70 kilómetros de su domicilio para llevar a su hijo a un centro de educación especial y otras tienen libertad de elección de centros educativos en un radio de 10 kilómetros? Incluso, en algunos casos, hay familias con hijos con discapacidad que cambian de lugar de residencia o dejan el trabajo de alguno de los progenitores.
Integrar no es depender de otros alumnos para que abran la puerta a un niño en silla de ruedas, ni tampoco incorporarlo al aula ordinaria sin recursos de ningún tipo. Todo esto provoca un descenso de la autoestima, autonomía e independencia de las personas con diversidad funcional. Si la escuela tuviese ascensores para sillas de ruedas, braille en todos sus letreros, buena acústica, personal de apoyo educativo, logopedas, programas y software adaptados a diferentes discapacidades, formación sólida del profesorado en todo el abanico de discapacidades, podríamos hablar tranquilamente de inclusión educativa. Creo que abusamos de este término con mucho atrevimiento por parte de quien lo pronuncia y difunde a las masas, sin dar respuesta a los problemas de integración que existen hoy en día.
Las familias con personas con diversidad funcional tienen el temporizador en marcha; cada minuto, cada hora, cada día de trabajo con sus niños es oro, y no se pueden permitir perder tiempo con problemas a diario por falta de atención adecuada. Los expertos en neuroeducación hablan de las ventanas plásticas del cerebro, de determinados momentos durante el desarrollo del niño donde la unión de genética y ambiente determinan el éxito en el aprendizaje de numerosas habilidades y capacidades necesarias para él.
Pero estas ventanas plásticas y el aprovechamiento de todo el potencial genético y de la influencia del ambiente cobran una mayor importancia en personas con discapacidad. Cada minuto de su día a día es una posibilidad más de potenciar sus capacidades y habilidades, no pueden permitirse el lujo de mirar a través de la ventana del aula o esperar una hora a que venga un profesor de apoyo.
La inclusión educativa debe ser una realidad en la sociedad del siglo XXI y no un arma política que siempre vuelve al cajón tras las elecciones.
Una sociedad sin personas enfermas y vulnerables no representa el triunfo de la ciencia ni de la libertad, sino el fracaso de la humanidad.