Mariona Gúmpert | 08 de octubre de 2020
Nos caracterizamos por ser una sociedad excesivamente infantilizada. Las circunstancias actuales podrían servir para que las nuevas generaciones sean más maduras. No las sobreprotejamos ante la adversidad.
Cuando tenía 14 años contraje un virus respiratorio que el 99% de las veces cursa sin mayor problema. Seguramente usted lo haya pasado sin saberlo, confundiéndolo con un resfriado fuerte. Sin embargo, yo tuve una mala reacción a la infección que me dejó secuelas crónicas que afectan a mi vida diaria.
No, no se me espante, no vengo a hablarle de más virus y sus consecuencias nefastas, quédese tranquilo. Quiero contar cómo afectó a mi educación, con la esperanza de darle una perspectiva positiva de lo que nos está pasando. Todo es para bien, si se tiene voluntad.
Andan ahora mismo los alumnos y los profesores abrumados, tratando de acostumbrarse a las circunstancias que les ha tocado vivir, sin que por ello salga demasiado dañada la ocasión que los reúne: enseñar y aprender.
Entiendo especialmente a los alumnos, también tuve que adaptarme a mi nuevo contexto: no podía asistir a las clases, con el añadido de que los docentes no sabían muy bien cómo afrontar mi situación. En esa época internet no era lo que es hoy, y tenían muchos más discípulos que atender, de modo que, por así decirlo, me quedé sola ante el peligro.
Con algunas asignaturas no tuve mayor problema, dado que los libros de texto dejaban bastante claro lo que había que aprender, se trataba de memorizarlo y listo. Con otras, como Matemáticas, Latín, Inglés o Lengua, se complicaba la cosa, porque tenía que entender un método y, lo más importante, saber aplicarlo. Podía hacer yo muchos ejercicios que, si desconocía si los estaba haciendo bien, poco iba a avanzar. La solución vino rápido, cuando recordé la existencia de los llamados «libro del profesor»: allí aparecían las respuestas a los ejercicios, así que la cuestión quedó resuelta por ese lado.
Ahora bien, en el último curso aparecieron un par de asignaturas que no podía afrontar de esta manera: Filosofía e Historia. Ambas eran materias que, por su propia esencia, no podía entender y aprender usando solo los libros de texto del colegio. Estos últimos consistían, básicamente, en resúmenes que los profesores hacían más amenos e inteligibles en clase pero que, leídos a solas, resultaban solo una síntesis exigua de los contenidos que teníamos que asumir. Podría haberlos memorizado como un loro, y vomitar los contenidos en el examen. Pero mi capacidad de retención es muy escasa -muy en parte por los efectos de mi enfermedad- y, además, el formato de evaluación consistía en realizar un comentario de texto en el que se tenía que demostrar que se habían comprendido y asimilado los contenidos, lo cual está muy lejos de la tarea de almacenar datos.
De este atolladero me salvó, en parte, la suerte. Mis padres tienen una buena biblioteca, no solo de literatura, sino de arte, historia y otras materias. Encontré un tratado de historia española para adultos donde no solo se desgranaban los contenidos, como en mi libro de texto, sino que se explicaban, se volvían comprensibles, no se limitaban a una simple enumeración de hechos concatenados.
Algo parecido me pasó con los filósofos que debía estudiar para mis exámenes: mi hermano mayor había seguido un plan de estudios diferente al mío, más adulto, y con sus materiales pude entender mejor las ideas y motivaciones de los filósofos de los que me examinaría en selectividad.
Las circunstancias por las que estamos pasando son trágicas en muchos aspectos, pero podrían -si queremos- servir para que las nuevas generaciones sean más maduras
Estudiar así Filosofía e Historia requirió por mi parte mucho más esfuerzo del que normalmente habría dedicado a estudiar. Por lo pronto, necesité abundantes horas de lectura: no es lo mismo entender todo lo ocurrido en el siglo XIX en España a través de un libro de historia para adultos que asimilarlo porque tienes a un profesor enfrente explicándotelo. Más dificultad entrañó tratar de entender por mi cuenta y riesgo a Platón, Kant y Hume, entre otros (aunque, siendo sincera, en sentido estricto no los entendía. Al igual que no acabo de entenderlos hoy, todo sea dicho).
Por otro lado, y quizá más complicado que lo anterior, fue tener que acelerar mi proceso de maduración en algunos aspectos: en primer lugar, asumir que problemas nos surgen a todos, tarde o temprano. Y, como me decía mi abuelo, o te aclimatas o te aclimueres. En segundo lugar, di un salto en mi manera de entender el aprendizaje. Comprendí que, si bien lleva más tiempo, resulta más provechoso leer y estudiar todo lo que uno pueda por su cuenta. De esta forma el profesor te aporta cosas más relevantes: resuelve dudas y, lo que es más importante, puede generarte nuevas, y sugerir qué caminos pueden ayudar a responderlas, recorriendo de este modo la infinita senda del saber.
Dicen que el maestro encuentra a su discípulo cuando este está preparado. Después de haber cursado secundaria, bachiller y la licenciatura con el método que acabo de narrar, conocí al que sería mi director de tesis, don Alejandro Llano Cifuentes. Me invitó a realizar un máster de Filosofía, y posterior tesis doctoral, en la Universidad de Navarra, donde él trabajaba como docente. Gracias al modo que encontré de solucionar las trabas académicas causadas por mis condiciones de salud, pude disfrutar de lo que es la vida universitaria, tal y como se entendía hace ya varias décadas, en un mundo que parece hoy día olvidado: un alumno interesado, autónomo, que no utiliza al profesor para que le dicte unos apuntes, sino que lo ve como alguien con el que profundizar en asuntos en los que él mismo –por falta de experiencia y madurez- no puede seguir adelante. En este contexto surge de forma fluida lo que Gregorio Luri llama, recuperando a los clásicos, la erótica del aprendizaje: «El maestro es un amante celoso de lo que puede llegar a ser su alumno».
Tuve la inmensa suerte de ser discípula, con todo lo que significa la palabra. No solo a través de clases magistrales y seminarios de pocas personas reunidas en torno a un profesor que sabe pero que, sobre todo, ama el saber, e inspira este deseo en sus alumnos.
No, no fue solo esto que cuento, aunque eso ya es mucho más de lo que encontramos actualmente en la universidad, por desgracia. Tuve el privilegio y el placer de comentar autores y problemas filosóficos en conversación personal con auténticos maestros, que se prestaban a ello con gusto porque ya venías con la lección básica aprendida: leer e investigar antes, no utilizar al profesor como un audio-libro que resume la materia de la que te examinará después. Todo esto va más allá de la capacitación laboral y tiene valor en sí mismo: es algo que no se paga con dinero y deja una huella indeleble en la persona.
Pero, para que esto ocurra, ha de haber un proceso de maduración detrás. Nos caracterizamos por ser una sociedad excesivamente infantilizada. Quizá muchos de los que ya somos adultos no tenemos mucho remedio, pero los jóvenes, adolescentes y niños aún están a tiempo. Las circunstancias por las que estamos pasando son trágicas en muchos aspectos, pero podrían –si queremos- servir para que las nuevas generaciones sean más maduras, y expriman mejor y con mayor profundidad la vida que les ha tocado vivir. Cada uno con sus circunstancias, posibilidades, querencias e inclinaciones, cada uno recorriendo su propio camino, aún por descubrir. No los sobreprotejamos ante la adversidad, invitémoslos a sobreponerse y a sacar la mejor versión de sí mismos, esa que solo comparece ante la respuesta que ofrecemos ante las adversidades que se nos van presentando.
Todo puede ser para bien, si se tiene voluntad.
Testimonios de profesores universitarios, de Formación Profesional y de colegios que se adaptan para convertir el salón de casa en un aula.
Hay que completar, sistematizar y actualizar los rasgos esenciales que debe tener la Universidad Católica Civil, según la Tradición y el Magisterio de la Iglesia y según los tiempos que nos ha tocado vivir.