Rafael Fayos | 09 de junio de 2021
Propondría una antigua cultura del esfuerzo, aquella que predominaba hace algunas décadas y que nuestros mayores practicaban con asiduidad. Partía del hecho de que el hombre es un ser libre, pero que su libertad no estaba garantizada.
Viene siendo habitual en ciertos ámbitos educativos el uso de la expresión cultura del esfuerzo. Esta querría contrarrestar las propuestas pedagógicas que huyen de la exigencia académica, consideran esencial convertir el estudio en juego o apoyan el paso de curso al margen de las asignaturas suspendidas. La expresión ha migrado también a otros escenarios como el empresarial, apareciendo como un elemento clave del paradigma emprendedor que en la última década viene proponiéndose, y también imponiéndose, a todos los estudiantes del área económica. Sea en los ámbitos referidos o en otros, la expresión «cultura del esfuerzo» se ha convertido en un lugar común, y creo que valdría la pena reflexionar brevemente sobre ella.
En un primer momento, cultura y esfuerzo no parecen términos que casen de manera natural. La cultura, que si bien etimológicamente nos remite al cultivo, siempre se ha aplicado al ámbito del espíritu, mientras que el esfuerzo apunta más bien al uso del cuerpo, pues significaría, según la RAE, «Empleo enérgico de la fuerza física contra algún impulso o resistencia». Nuestro tiempo ha unido ambos términos para configurar una expresión en la que se subraya la condición necesaria, aunque no suficiente, de la lucha constante y perseverante para la consecución de los objetivos propuestos por un sujeto.
Podemos decir que existen distintas culturas del esfuerzo. Predomina esta cultura en la escuela, donde esforzados profesores luchan enérgicamente por conseguir que un grupo importante de apáticos alumnos descubra la importancia de tomarse en serio su educación. Evidentemente, está presente en todos aquellos trabajadores, autónomos o no, que se esfuerzan por sacar adelante un negocio, afrontando las dificultades que estos tiempos de pandemia nos han traído. Quien está al frente de una familia vive inmerso en la cultura del esfuerzo para poder pagar el alquiler, el colegio y demás gastos propios de un hogar.
Los ejemplos antes mentados poco o nada tienen que ver con el esfuerzo denodado y titánico que encontramos en los gimnasios donde, día a día, semana tras semana, muchos intentan esculpir en su cuerpo la imagen del David de Miguel Ángel. Ni tampoco se parecen a la laboriosa tarea de retratar ese mismo cuerpo en el mejor escenario posible, la postura más favorecedora y con la menor ropa posible para subirlo a Instagram. Por cierto, todo ello es posible gracias a una dieta equilibrada y balanceada que, una vez más, se intenta seguir con esfuerzo al pie de la letra.
Así pues, como aludíamos antes, en nuestra sociedad se concitan diversas culturas del esfuerzo y juzgamos unas más valiosas que otras en razón del fin que se persigue. No es lo mismo el hogar que el gimnasio, ni tampoco Instagram que un aula.
Sin embargo, yo todavía quisiera ofrecer una nueva versión de esta cultura. Sin querer comparar ni valorar las anteriores, pues es obvio que lo hacen por sí mismas, propondría una antigua cultura del esfuerzo, aquella que predominaba hace algunas décadas y que nuestros mayores practicaban con asiduidad. Partía del hecho de que el hombre es un ser libre, pero que su libertad no estaba garantizada. Todo ser humano debía conquistarse a sí mismo antes de dominar la realidad. Se era consciente de que la libertad era un derecho, pero sobre ella también pendían algunas obligaciones que había que asumir. Todo ello obligaba a los individuos a domeñarse, lo cual no era cosa fácil ni sencilla, para conquistar y mantenerse como hombres genuinamente libres.
Esta cultura del esfuerzo aplicaba su primera energía en un conocimiento interior, evocando aquella sentencia que según la tradición clásica se podía leer en el pronaos del templo de Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo». Era el punto de partida de una educación y filosofía del ser. La conquista de la libertad suponía la adquisición de virtudes (del latín vir, varón, y este a su vez de vis, fuerza) mediante las cuales se establecía el imperio de la razón sobre las pasiones, las cuales no eran suprimidas sino encauzadas a la conquista del bien y de la verdad. Era una singular cultura del esfuerzo cuyo valor reconocían incluso quienes la abandonaban por lo costoso que suponía su práctica.
El cultivo de interioridad y el enriquecimiento personal cada día es más difícil, en la medida que vivimos hacia fuera, en un mundo que continuamente nos solicita sensorialmente a través de la pantalla de un móvil
Ciertamente, también tuvo sus detractores, que fundaron sus diatribas en grandes figuras de la filosofía vitalista como Nietzsche. Criticaban la ascesis que suponía, entendiendo que con ella se ahogaba la vida del hombre. Aunque en realidad ocurre lo contrario. Pues en la ascesis acontece lo que al músico con su violín, el esfuerzo que supone someterse a la disciplina de un instrumento es el mismo que posibilita la hermosa melodía que de él emana, por ejemplo, Sheherezade de Rimski-Kórsacov. El fruto logrado de esta cultura era el hombre maduro.
Hace tiempo que está en desuso este planteamiento. Muchas son las causas. Por una parte, en Occidente hemos abandonado el ideal de la excelencia, ya no queremos ser alguien, nos conformamos con tener algo: bienestar y mucho dinero. Por otra parte, el cultivo de interioridad y el enriquecimiento personal cada día es más difícil, en la medida en que vivimos hacia fuera, en un mundo que continuamente nos solicita sensorialmente a través de la pantalla de un móvil. Nuestros modelos se encuentran en las redes sociales y, a tenor de lo que publican, están muy lejos de esta cultura del esfuerzo.
Hoy, que tanto nos gusta hablar de libertad, deberíamos tener presente que esta no se realiza por sí misma, que es tarea y obra de cada individuo, que una sociedad libre está cimentada en ciudadanos libres, y estos solo lo lograrán ser plenamente en la medida en que recuperemos una cultura del esfuerzo, tal como acabamos de esbozar.
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