Agustín Domingo Moratalla | 09 de julio de 2019
Humanizar la enseñanza exige hoy no solo una ética intergeneracional, sino un “pacto educativo” que parta de las familias e integre a todo el cuerpo social.
El pasado 4 de junio, el secretario de la Congregación para la Educación Católica, monseñor Vincenzo Zani, clausuró en la Universidad de Fordham (Nueva York) el V Congreso Internacional de la Cátedra Scholas Occurrentes, que tuvo por lema “Construir redes de cooperación para un humanismo solidario”. En su breve discurso recordó el valor de un reciente documento que será clave para todas las comunidades educativas católicas. Llevaba por título “Educar hacia un humanismo solidario. Para construir la civilización del amor a los 50 años de la Populorum Progressio”. Es mucho más que un conjunto de buenas ideas con las que orientar las prácticas educativas. Quizá pueda calificarse como una carta de navegación para “humanizar la educación”.
En el término “humanismo cristiano” las instituciones eclesiales tienen una fuente filosófica casi inagotable para inspirar y orientar el sentido, valor y fecundidad de las prácticas profesionales. Por ejemplo, suele ser habitual que en la misión, visión y valores de centros educativos, asistenciales o sociosanitarios vinculados a la Iglesia Católica aparezca el término “humanismo cristiano”. Suele ser algo tan fundamental y básico que a veces no nos paramos a pensar el alcance de su utilización programática rutinaria. Incluso se utiliza para indicar que algunas tradiciones políticas, sociales o sindicales “hunden sus raíces” en el “humanismo cristiano”.
Hoy resulta chocante utilizar la expresión “hunden sus raíces”, como si la esperanza cristiana no nos exigiera lanzarnos a mar abierto, navegar sin temor a las tormentas, bordear las periferias o tener altura de miras. Nos servimos del campo semántico de la agricultura para mostrar que, cuando las prácticas están nutridas por las fuentes de este humanismo, entonces tienen capacidad para resistir el paso del tiempo y aguantar los contrastes climáticos. Nos remitimos a las raíces porque queremos instituciones que no solo sean sólidas y resistentes sino que sean ágiles, flexibles, despiertas y resilientes.
Este uso del adjetivo “cristiano” para describir el humanismo no resulta fácil, porque en sociedades secularizadas y poscristianas todo parece tener algo de “cristiano”, como si la herencia del cristianismo se hubiera diluido en una modernidad que ha culminado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En este sentido, cuando nos planteamos la identidad y autenticidad de las instituciones católicas a veces creemos que el simple “humanismo” sería suficiente. Pues bien, a estas alturas del siglo XXI la etiqueta de “humanismo” es necesaria, pero es “insuficiente”. Y ahí es donde está el reto, el desafío o la tarea pendiente de unas instituciones donde el consenso que se aplica para inspirarse verbalmente en el “humanismo” no se aplica para intervenir en la vida cotidiana como “cristiano”.
A estas alturas del siglo XXI la etiqueta de ‘humanismo’ es necesaria pero es ‘insuficiente’
Sin remitirse a la expresión “nueva síntesis humanista” que utiliza Benedicto XVI en la Caritas in Veritate, monseñor Zani recordó algunas ideas del documento que pueden ser fecundas para renovar solidariamente las referencias del “humanismo cristiano”. En primer lugar, se remitió a la conciencia de interdependencia que nos obliga a pensar en proyectos cada vez más comunes. Y señaló la potencia de dos metáforas que el papa Francisco utiliza con frecuencia: “red” y “poliedro”. La primera, porque describe una multiplicidad de puntos y sujetos que están en conexión y pueden ponerse en comunicación. La segunda, porque describe la originalidad de cada una de las caras referidas a un centro común del que no son equidistantes. El poliedro expresa muy bien una forma de conocimiento y de interpretación de la realidad que articula las diferencias sin la simplicidad o equidistancia de la esfera.
En segundo lugar, en educación contamos con una idea precisa de hombre que pone a todo el hombre y a todos los hombres en el centro. Cuando nos preguntamos “¿qué idea de hombre compartimos en nuestro colegio?”, los educadores tenemos que ser conscientes de que no es una simple cuestión de técnicas pedagógicas o metodologías didácticas. Se trata de una idea de carácter práctico y regulativo propia de un humanismo “integral”. La articularon pensadores como Martin Buber, Emmanuel Mounier o Jacques Maritain durante las primeras décadas del siglo XX, Pablo VI la globalizó aplicándola al desarrollo de los pueblos como “desarrollo integral” y Francisco la naturalizó en el siglo XXI para evitar cualquier mistificación especulativa renovándola como “ecología integral”.
Esta cultura de la cooperación es el primer paso en la tarea pendiente de ‘humanizar la educación’
Aquí cobra su sentido la promoción de iniciativas que refuercen la cooperación. No solo entre pueblos, culturas o personas, sino entre áreas de conocimiento, disciplinas y hasta generaciones. Por eso la Iglesia reclama hoy no solo una ética intergeneracional, sino un “pacto educativo” que parta de las familias e integre a todo el cuerpo social como familia humana.
Con ello renovamos la antigua “cuestión social” como una nueva “cuestión antropológica” y situamos las prácticas educativas en algo más que un simple servicio instructivo. Lo que exigirá una renovación de la ética que rompa los muros de la exclusividad, que genere solidaridad y comunión; y especialmente atenta a los avances de las ciencias y que nos abra a los horizontes de un bien común progresivamente más amplios. Esta cultura de la cooperación es el primer paso en la tarea pendiente de “humanizar la educación”.
Malas políticas que provocan desigualdad, talentos que no tienen cabida en nuestro país y falta de calidad educativa. Así es la enseñanza en España.