Armando Pego | 10 de enero de 2021
Sin la práctica continua (intelectiva, afectiva y rememorativa), el conocimiento no perdura. No sólo somos lo que hacemos. Hacemos también lo que llegamos a ser.
Contra el espantajo de lo que pretende describir como enseñanza «tradicional», la neopedagogía suele emplear dos argumentos especialmente interconectados que no por manidos son menos relevantes para sus intereses: el desprecio de la memoria y la sustitución de los conocimientos por las competencias.
¡Cuántas veces hemos oídos que los alumnos no necesitan retener datos -¡la famosa lista de los reyes godos!-, porque la información está disponible a un solo clic en internet, y que lo que se precisa ahora son hiperaulas que superen, por ejemplo, la pobre representación de los materiales impresos!
Traigo a colación este insistente planteamiento por el trasfondo antropológico que su debate apenas oculta y por las repercusiones que en las raíces mismas de la enseñanza de las humanidades no dejan de notarse desde hace más de medio siglo.
Los presupuestos de la pedagogía actual no son novedosos. Suponen la aceleración fantasiosa y aparentemente crítica de uno de los principios fundacionales de la ciencia moderna: el logro de una mathesis universal. Aun como herencia antimetafísica, se sigue valorando la cultura en los términos parodiados por Jorge Luis Borges en el relato El idioma analítico de John Wilkins que tanto fascinaba a Umberto Eco.
Con el gusto también por los esquematismos que agradan a los expertos, frente a la biblioteca impresa, aunque sea la Bodleian, con volúmenes al alcance de una mano, pero con un gasto de espacio y tiempo singular y sucesivo, se proclama su superación con el advenimiento de la biblioteca virtual, al instante simultánea y en red y cada vez más amplia. Qué haya que buscar parece resultar prescindible, en favor de cómo buscar, en teoría asépticamente.
Nadie discute el progreso tecnológico. Se sigue cuestionando el fundamento antihumanista de los beneficios corporativos, económicos y/o éticos, que se quieren implantar en exclusiva.
De la memoria se querrían ver difuminados los rasgos humanos que se asignaban a aquella potencia del alma. A cambio, se espera que emerja limpia y eficaz su único atributo aceptado: la función algorítmica. En la memoria que se nos propone, desalojando los datos, se podrán expropiar los recuerdos. Amontonando gigas de datos podrán llevarse a cabo todas las combinaciones que sean adecuadas para generar los efímeros recuerdos útiles a los procesos técnicos (y políticos) en que viviremos inmersos. ¡Adáptese la educación universitaria a las modalidades blended de SPOCs o COOCs!
No es casual la importancia histérica que la educación actual concede a las emociones. Más de un par de generaciones han debido aprender su arquitectura sentimental echando mano de esos materiales de derribo mediante los que se construye la cacareada educación en valores. ¿Acaso no es un síntoma la aniquilación de su formación poética, confiada tan solo a aquellos profesores heroicos que la han practicado en régimen casi clandestino?
Aquellos ejercicios escolares tan abrumadores que nos obligaban a rimar redondillas, liras o décimas quizás enriquecieron nuestro vocabulario, pero ¡cuánto eché en falta que nos enseñasen a recitar a fray Luis de León, a José Espronceda o a Luis Cernuda! Sin la práctica continua (intelectiva, afectiva y rememorativa), el conocimiento no perdura. No sólo somos lo que hacemos. Hacemos también lo que llegamos a ser. Como una oración, un poema no transforma la propia vida hasta que no se logra musitarlo en voz baja para uno mismo.
¡Qué revelación guardaba para mí oír a Robert Donat, con su voz asmática, recitar la Oda a un ruiseñor de John Keats! ¡Con qué profunda impresión escuché en el Teatro de La Comedia la firme voz temblorosa de Jesús Puente dictando calderonianamente que «al Rey la hacienda y la vida/se ha de dar, pero el honor/es patrimonio del alma,/y el alma sólo es de Dios»!
Qué haya que buscar parece resultar prescindible, en favor de cómo buscar, en teoría asépticamente
El fondo del asunto sigue siendo platónico. En la memoria y en el conocimiento está en juego más que nunca el destino -o la extinción- del alma humana. La anamnesis, en cuyo altar la poesía rinde el culto que la dialéctica investiga, no es un simple recordar lo que no se sabe. En vez de limitarse a gestionar emociones, el hombre debería poder practicar sin descanso en el presente la memoria de su futuro.
Como repetía George Steiner, queda en pie la esperanza de los tiempos verbales. Con el mito de Theuth y Tamuth Sócrates había advertido a Fedro que «los hombres, por culpa de su confianza en la escritura, serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro, por su propio esfuerzo». Esta memoria real tampoco reside en las máquinas. Cabe defender que el hombre siga custodiando su verdad en el corazón.
Platón acababa Fedro asegurando que a quien «con sus palabras es capaz de dejar empequeñecidos los productos de su pluma» le corresponde «el nombre de aquellas otras cosas en las que puso su más elevado empeño». ¿Nos dejarán todavía aspirar a esa sabiduría?
Lo sobrenatural en Bécquer gravita en buena parte de sus ficciones. Es una situación numinosa que trasciende el plano de lo real y nos envía al inquietante abismo de lo fantasmático, donde se produce la conexión entre el mundo humano y el transfísico.
Desde un principio, ha habido dos tipos de poesía, la que mira fuera de la ventana y la que mira dentro. Los libros modernos han abandonado la idea de que pueda haber poesía en las obligaciones.