Juan Manuel Blanch | 11 de junio de 2020
La universidad es un espacio donde se reflexiona serenamente, no donde se producen piezas de saber como si fueran mercancías manufacturadas a gran escala. Privilegiar el hacer frente al pensar significa su fin.
A lo largo de la historia, desde los albores de la universidad e incluso antes, no han faltado lamentos, quejas y reproches dirigidos a ella, esa secular institución que tradicionalmente se ha enseñoreado en la vida social como torre de sabiduría y ciencia. El diagnóstico ha sido siempre el mismo: que se hallaba en decadencia o crisis. Pero la diferencia de la situación actual quizás sea que se presiente su juicio final, o, dicho de otro modo, su extinción (Llovet, 2011).
Hasta hace poco, ha regido en España una concepción mixta de la universidad que, en el plano docente, seguía el modelo francés (estatal) y, en el de la ciencia, el alemán (que prioriza la investigación). Gracias a ella, nuestro país ha dado grandes maestros que podrían codearse sin rubor con cualquiera de las figuras extranjeras tantas veces citadas en libros y manuales. Sin embargo, en los años 70 y 80 del pasado siglo, la creación de grupos de ciento cincuenta, doscientos o incluso de un mayor número de alumnos pugnaba abiertamente con una enseñanza individualizada y con una metodología dirigida a profundizar en el saber. Pero lo peor venía luego: el estudio de la carrera no garantizaba en absoluto un puesto de trabajo y las universidades eran señaladas por la sociedad como «fábricas de parados».
Fue en la segunda mitad de los años 90 cuando Europa, siguiendo un tanto servilmente el modelo norteamericano, decidió poner fin a esa calamitosa situación. A través de diversas declaraciones de altas instancias europeas, que culminan en la famosa de Bolonia de 1999, se instaba a las instituciones académicas europeas a llevar a cabo una radical transformación en su actividad y en sus fines. Fue como una atroz sacudida causada por una fuerte descarga eléctrica.
Por aquel entonces, era yo decano de la Facultad de Derecho de una universidad privada (CEU San Pablo de Madrid) y recuerdo muy bien el estado de incertidumbre e incluso de ansiedad en el que quedamos sumidos los universitarios tras la adhesión de España a este plan que vinculaba a universidades públicas y privadas. ¿Qué se esperaba en adelante de mi universidad y, por extensión, de la facultad que yo dirigía entonces? ¿Qué papel debían desempeñar a partir de entonces los profesores? ¿Y los alumnos? ¿Qué actitud en clase y qué modo de afrontar el estudio se les exigiría?
La universidad parecía convertida en un apéndice de la sociedad a su servicio. Se le urgía a colaborar con el mundo empresarial y a importar incluso las técnicas de la empresa para garantizar su rentabilidad. Las facultades debían diseñar nuevos planes de estudio ajustados a los nuevos ciclos, en que la preferencia por los criterios de utilidad y de eficiencia marginaba a su paso los del saber -en especial, el considerado inútil- tradicionales de la universidad.
Los profesores se transformaban en gestores de docencia y de investigación, planificadores de una y otra con meticuloso método cuantificador. La otrora ansiada condición de maestros por parte de los profesores universitarios desaparecía del orden horizonte académico, sustituida por la del profesor-actor de teatro capaz de galvanizar el ánimo de sus estudiantes con ayuda de las nuevas tecnologías, respaldado por la mejor valoración posible en sus encuestas docentes. Su investigación se orientaba a la realización de papers que debían admitir las revistas con mayor impacto científico o doctrinal, si deseaba contar algo en el mundo universitario. Hablo en pasado, pero la situación no solo persiste, sino que se agudiza hoy.
La carrera de las universidades privadas, al menos las que iban a la cabeza, se hizo doble, a saber, por un lado, encaminada a parecerse cuanto más mejor a las universidades públicas, para ser así reconocibles por estas y, por otro, a lograr lo más rápidamente posible la adaptación al nuevo modelo de Bolonia. Una tarea en buena medida esquizofrénica, que además enturbiaba la correcta identificación y el logro de los fines propios, es decir, los que otorgaban singularidad al proyecto de cada universidad privada, fuera este imbuido de ánimo de lucro o no.
Como resultado de la mímesis empresarial, la universidad española, como un negocio más, debía conectar con las demás instituciones mercantiles para crear con ellas marcos de actuación conjunta, tanto desde el punto de vista de la investigación como de la docencia. Eso no es malo, siempre que no se confunda la universidad con la empresa, que es lo que está sucediendo. Un ejemplo: la exigencia inmediata de actualizar los planes de estudio procurando eliminar todo aquello que se considere poco práctico, sobre todo si los alumnos, o sus familiares, convertidos en clientes, lo juzgaran así. Lo antiguo suena a caduco. Elimínese. El marketing prevalece sobre el criterio universitario. Los anuncios publicitarios de los «productos» de la universidad, además, deben ir escritos ineludiblemente en inglés, a veces sin traducción al español. Otro desvarío. ¡Serios anuncios de la muerte de la universidad!
A distancia de dos décadas de inicio de este proceso de transformación europeo, la pregunta sigue en pie. Ya entonces me parecía que la clave de su respuesta consistía en plantear la cuestión desde la perspectiva del alumno. La universidad se equivocaba creyendo que enseñar consistía en llenar la mente de los estudiantes de la información que se les suministraba. En carreras como Derecho, se había abusado de la memoria hasta extremos ridículos. Nadie había preguntado a los estudiantes si lo que retenían para un examen había sido comprendido cabalmente. La universidad parecía conformarse con que sus alumnos expusieran la materia, a menudo un epígrafe de un programa, a ser posible con la máxima minuciosidad, para discriminar así la calificación resultante. Por supuesto, había también exámenes tipo test, se hacían algunos casos prácticos, muy pocos, pero el modelo ordinario en la docencia era el de la mal llamada «lección magistral». Su punctum dolens, a mi juicio, se palpaba en el mero hecho de que pocos profesores se molestaban en hacer bajar ideas y teorías, algunas muy sesudas, quizás demasiado, del cielo en que habitaban al terreno llano de la vida actual.
La universidad es, y debe seguir siendo, un espacio donde se reflexiona serenamente, no donde se producen frenéticamente piezas de saber como si fueran mercancías manufacturadas a gran escala. Se está privilegiando el hacer frente al pensar. Eso significa el fin de la universidad.
Creo, personalmente, que lo que debe llevarse a cabo es una tarea de reflexión pausada que aspire más a «esencializar» que a rebajar la exigencia. Se ha pasado por alto que la maduración del alumno de una disciplina universitaria, sobre todo si esta es especialmente densa, es difícil que se produzca en el curso de un semestre o, mejor dicho, de cuatro meses mal contados, que a lo largo de un año. El viejo sistema de asignaturas anuales era preferible en este sentido.
La necesaria especialización futura no debe hacernos creer que la misión de la universidad es esa. El mensaje de John Henry Newman sobre la necesidad de una educación que conduzca a la búsqueda de la verdad a través de todos los factores me parece que sigue en pie (MacIntyre, 2009). A ese fin se encamina la exigencia de formar a personas cultas que sepan ordenar sus conocimientos sobre las bases sólidas de un saber integrador de muy diversos aspectos. Júzguese esto por los errores que a menudo cometen los llamados «especialistas», derivados de una actitud mental que renuncia a considerar en su conjunto el problema de que se trate. Podemos citar conspicuos ejemplos casi de cualquier rama de saber a este respecto.
Europa no debería renunciar a sus señas de identidad en la carrera de promocionar sus universidades. Nada que objetar al estudio de lenguas. Todo universitario, alumno o profesor, ha debido hacerlo. Como decía un viejo aforismo latino, quot linguas quis callet, tot homines ualet (cuantas lenguas uno sabe, por tantas personas vale) (García Yebra, 2001). El estudio de las lenguas clásicas, por ejemplo, debería promoverse también. Incluso las instituciones europeas deberían cuestionarse llevar ese estudio más lejos para hacer revivir verdaderamente la conciencia europea. Europa es una realidad cultural como resultado de múltiples contribuciones, tanto de la Antigüedad clásica y la tradición judeocristiana como de la más moderna, y no solo de los países que se propugnan como sus portaestandartes.
A España, por ejemplo, y con ella a Iberoamérica, en cuanto a su papel en el mundo históricamente, se le debe mucho más de lo que injustamente se oculta con fines interesados. Creo que la conexión de España con las universidades de países hispanohablantes de todo el mundo debería hacerse aún más estrecha. El reconocido uso de la lengua inglesa como coiné en el mundo no nos debe hacer perder de vista nuestro gran horizonte que se encuentra en ellas. Potenciar nuestra lengua común en el mundo, favorecer la presencia de publicaciones científicas en nuestro idioma, crear redes competitivas de saber en alianza con instituciones académicas hispanohablantes, y asegurar un espacio, de alcance mundial, de cultura y ciencia en lengua española, constante en el tiempo y fructífero en sus resultados, son ineludibles tareas que deberíamos emprender. Entre ellas y, en primer término, la de recuperar y preservar la verdadera esencia de la Universidad.
El modelo educativo que se quiere imponer se relaciona con la realidad física y moral que representaba el concepto tradicional de Universidad como el cíborg con el ser humano.
Manuel Castells parece no haber escarmentado y estar decidido a repetir el fiasco en nuestro país. La universidad, y los universitarios, sufrirán.