David Cerdá | 13 de junio de 2021
Puesto que no sabemos en qué trabajará la gente en la próxima década, es decir, a qué desafíos se enfrentarán los alumnos, ¿no será mejor idea, para su capacitación profesional y sus posibilidades creativas, conseguir que sepan mucho, en vez de poco?
«El temario y las guías limitan la capacidad creativa y la imaginación». Esto decía hace unos años César Bona, considerado como «uno de los cincuenta mejores profesores del mundo» por el Global Teacher Prize. Desde entonces, e incluso desde antes, no ha cesado el acoso al conocimiento para hacer sitio a las emociones, la felicidad y la tolerancia en las escuelas, con la pretensión pseudopedagógica de que esa sea la solución a nuestros (graves) problemas educativos.
Uno de los arquitectos de la LOMLOE, César Coll, ha añadido hace poco que «lo importante es no saber mucho, sino saber lo que se sabe y lo que no se sabe», y la ministra del ramo ha apuntalado que «ya no es suficiente el aprendizaje memorístico y acumulativo». Sin entrar en obviedades como que solo aprende quien imprime en la memoria y que el saber es poderoso precisamente cuando se acumula, interesa desbaratar esta peregrina y posmodernísima idea de que conocer no facilita —e incluso estorba— que creemos.
Sabemos a día de hoy unas cuantas cosas sobre la creatividad. Elkhonon Goldberg, profesor de la New York University School of Medicine y fundador del Luria Neuroscience Institute, divide el proceso en dos pasos: hiperfrontalidad e hipofrontalidad. En el primero de ellos, nos volcamos conscientemente en la materia en la que creamos, estudiándola a fondo (nadie es creativo en abstracto, sino en campos precisos). En la fase de hipofrontalidad, «apagamos» la cognición intensa —aprendizaje y raciocinio— para que emerja una relación inusual y valiosa. Hay muchos modos de provocar que el neocórtex «se aparte» para que el inconsciente haga su parte, desde jugar con la arena de la playa (como Nolan Bushnell, cofundador de Atari) a la apnea estática (la técnica de Yoshiro Nakamatsu, cuatro mil patentes a sus espaldas). Dalí se sentaba a dormitar con unas llaves en la mano, para que, al entrar en niveles superficiales del sueño, cuando las imágenes mentales se disparan, las llaves cayesen al suelo y el ruido lo despertase, empleando esas imágenes como inspiración para sus cuadros.
Hay muchas aplicaciones prácticas de lo anterior, desde el proceso en cuatro etapas de Graham Wallas a la metodología Design Thinking, que replica esta combinación de procesos en equipos. La cuestión es que solo crea quien sabe. Newton concibió la existencia de una ley de la gravedad después de que incontables manzanas cayesen en otras tantas cabezas que no supieron qué deducir de ese asunto. A quienes piensen que Picasso inventó el cubismo y alumbró el Guernica gracias a aligerar sus conocimientos pictóricos, les recomiendo que visiten su museo en Málaga y contemplen algunos de sus primeros trabajos. Picasso era un dibujante prodigioso; según confesión propia, hasta que no dominó la tradición no fue capaz de alumbrar su propio camino. Y a quien crea que Arthur Fry inventó —junto a otros— las notas Post-it por casualidad, le recuerdo que era un ingeniero químico que por entonces ya acumulaba más de veinte años de experiencia. En cuanto a los niños prodigio, ningún Mozart sin interminables horas de práctica y estudio desde la edad más temprana; ningún Wolfgang Amadeus sin Leopold. Claro que la suerte existe, y que no hay ecuaciones que expliquen milimétricamente cómo creamos, pero por regla general la suerte solo sorprende a quienes saben.
Inventar es relacionar lo que antes no relacionó nadie; es emplear productivamente el que Barbara Oakley, doctora en Sistemas de Ingeniería y estudiosa de los procesos de aprendizaje, llama «pensamiento difuso». En el ignorante, dicho pensamiento es divagación extraviada, y las relaciones que encuentra son inanes. En quien se ha imbuido de un campo, en cambio, establecer conexiones remotas puede llevar al éxito. Friedrich Kekulé dio con la estructura en anillo del benceno mientras contemplaba el fuego, tras haber soñado con una serpiente enroscada. Esa creación científica hubiera sido imposible si antes no se hubiera inflado a estudiar arquitectura y química. Van Gogh lee a Fromentin (Los maestros de antaño), y le escribe a Theo, su hermano: «Tengo la intención de aprender seriamente la teoría; no considero en absoluto esto como inútil, y creo que a menudo lo que uno siente o capta indiscutiblemente se vuelve claro y seguro cuando se está guiado en sus búsquedas por algunos textos que tengan sentido real práctico».
Sin embargo, «lo importante» —añadía Coll en la presentación «Nuevo currículo para nuevos desafíos», parte de la gira para vender la LOMLOE— «es tener herramientas para poder aprender lo que no se sabe cuando se tenga la necesidad de saberlo». Dicen estos expertos que esto es lo que preparará a los alumnos para el mundo del mañana, complejo y ambiguo, verdaderamente ayuno de innovaciones. Dicho de otro modo: que Fry o Kekulé podrían haber creado lo que crearon haciendo un curso o acudiendo a la Wikipedia justo cuando el problema se les presentase. Añadía Coll que tenemos que «renunciar a las versiones enciclopédicas del currículum» (¿!), y que «no tienen sentido porque todos los conocimientos van a seguir generándose e incrementándose indefinidamente» (como si esto último lo hubiera descubierto él o fuese de ahora).
Claro que la suerte existe, y que no hay ecuaciones que expliquen milimétricamente cómo creamos, pero por regla general la suerte solo sorprende a quienes saben
No se trata de vaciar de contenidos, puntualizaba en su intervención, sino de enseñar «aquello que es necesario conocer para afrontar de manera satisfactoria los retos y los desafíos con los que se tiene que enfrentar el alumnado al término de la educación básica». Ahora bien: puesto que no sabemos en qué trabajará la gente en la próxima década, es decir, a qué desafíos se enfrentarán los alumnos, ¿no será mejor idea, para su capacitación profesional y sus posibilidades creativas, conseguir que sepan mucho, en vez de poco?
El conocimiento es un stock de ideas que marca la diferencia en todo empeño creativo. Por eso los diseñadores de moda han bebido de la arquitectura y los más revolucionarios chefs se inspiran en el arte. Si Freddy Mercury no hubiese conocido y amado la ópera, jamás habría concebido Bohemian Rhapsody. Paul Simon le explicó a Dick Caveat en su Show que compuso Bridge Over Troubled Waters (una de las mejores canciones de todos los tiempos) a partir de unos acordes de una coral de Bach. Para un escritor, cómo les diría: saber muchas cosas lo es todo.
El llamado «efecto Mateo» tiene en la innovación uno de sus campos de aplicación más manifiestos; y este efecto ha sido refrendado en la educación muchas veces: «A cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado». De ahí el que, dicen, fue el último lamento de Einstein en su lecho de muerte: «¡Ojalá supiera más matemáticas!».
En la innovación de nuestro siglo, prácticamente todo es hibridación, es decir, unión de campos diversos en una síntesis que los engloba con un valor mayor y distinto. Pero solo puede hibridar campos quien los conoce. Si alguien quiere, por ejemplo, crear una nueva aplicación móvil para gestionar actividades culturales para turistas, no solo ha de saber de tecnología, sino de gestión cultural, logística de viajes y de apetencias actuales de los turistas. También tendrá que saber mucho de la competencia, si no quiere que su proyecto nazca muerto.
La LOMLOE circula en sentido contrario en esta avenida de evidencias. La idea, han dicho sus responsables, es aligerar los contenidos, dividiéndolos en «básicos o imprescindibles» y «deseables». Los primeros deberán conocerlos de forma obligatoria todos los alumnos; los segundos los podrán ampliar los estudiantes en función de sus «objetivos, intereses y necesidades». Es decir, los «saberes deseables» serán para una élite, quienes cuenten con recursos económicos para procurárselos fuera y/o tengan el privilegio de vivir en un hogar en donde haya libros, gusto por la cultura y la ciencia y estímulos para el deseo de aprendizaje. La «educación progresista» era esto.
En la ley se dice hasta en cinco ocasiones que «la creatividad se trabajará en todas las materias», brindis al sol con el que se quiere dar a entender que nadie hacía eso hasta que se plasmó en el BOE. «Lo importante no es saber mucho, sino saber hacer cosas con lo que sabes», ha dicho Coll, abundando en las obviedades, sin explicar cómo sabrá hacer cosas quien sabe menos o directamente no sabe.
Lo cierto es que cualquiera que enseñe en la universidad o en centros de formación profesional sabe que en nuestro país son tan comunes los «jóvenes enciclopédicos» como los ornitorrincos. También que no es buena idea que una docena de expertos que no imparte clase en la etapa educativa obligatoria ande diseñando el currículum que han de aplicar tres cuartos de millón de docentes que sí lo hacen. Parece ser que la política es esto: encontrar soluciones a problemas que no existen, para colgarte medallas mientras evitas los verdaderos escollos. Tenemos innumerables problemas más acuciantes que el «aprendizaje memorístico» que, además, cuando se da, no es a causa de los currículos, sino del lamentable hecho de que cada vez más alumnos no entienden lo que leen. Pero falta valentía, dinero y, sobre todo, vergüenza para ponerle el cascabel al gato. Cuando llegue el momento de rendir cuentas y depurar responsabilidades, esos políticos que cada cuatro años juegan a reinventar la rueda educativa habrán desaparecido, como bien saben.
De que se puede crear sin conocimiento es prueba viva el propio Ministerio de Educación. Solo que cuando se crea sin aportar valor e incluso restando no lo llamamos «innovación», sino «novelería».
Sin la práctica continua (intelectiva, afectiva y rememorativa), el conocimiento no perdura. No sólo somos lo que hacemos. Hacemos también lo que llegamos a ser.
Desde una perspectiva de derechos humanos, parece obvio que el ejercicio de la libertad de los padres para elegir una educación aceptable y adaptable no puede depender del nivel de renta de las familias.