Higinio Marín | 17 de septiembre de 2020
No hay lenguaje comercial capaz de soportar que se diga a los potenciales alumnos que una universidad es el lugar donde podrá estudiar mucho y con tesón, pero de la mano de verdaderos estudiosos en las materias y con todos los medios y el tiempo dispuestos para tal fin.
Anda el país preocupado con la gestión en los centros educativos de la pandemia y la sostenibilidad real del curso en colegios, institutos y universidades. No faltan razones. En muchas universidades se han habilitado toda suerte de medios electrónicos para poner en marcha campus y aulas virtuales realmente efectivas. Se ha hecho un esfuerzo notable para implementar todo el arsenal electrónico y sus enormes virtualidades. Es un avance encomiable.
Nadie mínimamente responsable dejará de dedicar enormes esfuerzos a esta actualización que es, en efecto, algo más que una mera innovación. Sin embargo, en la universidad, como en todo, lo importante tiene que sobrevivir a lo urgente para que lo urgente siga teniendo sentido. Y eso no está nunca suficientemente asegurado. Así que tampoco está de más insistir en lo obvio: lo importante es el estudio, mientras que todo lo demás es secundario e instrumental por imprescindible y deseable que sea.
Una buena universidad es aquella en la que sus estudiantes estudian mucho y sus profesores todavía más, mucho más. Todo lo demás es accidental, por estratégico que se vuelva según las circunstancias. A mi juicio, otro tanto cabe decir de la enseñanza secundaria.
No obstante, se entiende que en las primeras etapas educativas, donde los contenidos están razonablemente acotados y son en cierta medida estables, el estudio de los profesores se dirija más hacia cuestiones metodológicas y nuevas estrategias para el aprendizaje. Lo que no se entiende es que esa misma mirada se traslade a la universidad hasta hacerse predominante.
El indicio de lo anterior es, me parece a mí, que la enseñanza universitaria (y la media) se han convertido en lugares donde nos ocupamos de problemas propios de la enseñanza primaria. Es comprensible que el problema elemental en esas primeras etapas sea conseguir focalizar la atención de los alumnos en una dirección para, en cuanto sea posible, dirigirla al aprendizaje mediante el estudio. Pues bien, a eso mismo parece que nos dedicamos ahora en la universidad. A conseguir atrapar la atención de los alumnos, seduciéndolos con variantes tecnológicas de la flauta de Hamelin para conseguir que aprendan casi sin haberse dado cuenta de que lo hacían, seducidos indoloramente por nuestras pantallas y programas interactivos.
No puede extrañar que buena parte de la educación se haya convertido en entretenimiento y que sea necesario recordar que la escuela no es un parque de atracciones (Gregorio Luri). Y es que las universidades se ofrecen a sus futuros estudiantes como el lugar de experiencias cuyo marketing termina sugiriendo que son cuasi extrasensoriales: transformarse a uno mismo, inventar el futuro, hacer posible lo imposible o convertir los sueños en realidad.
Supongo que no hay lenguaje comercial capaz de soportar que se diga a los potenciales alumnos que una universidad es el lugar donde podrá estudiar -y tendrá que hacerlo- mucho y con tesón, pero de la mano de verdaderos estudiosos en las materias y con todos los medios y el tiempo dispuestos para tal fin. El marketing tal vez no lo tolere, pero esa es la realidad de lo que las universidades son, si son tales.
Quienes discrepen de este punto de vista pueden sonreír tranquilos y tenerme -como hacen mis amigos- por alguien mayor y de otra época. Lo debo ser porque me siento del todo asíncrono entre tanto neologismo tecnometodológico y, sobre todo, ante la visión de nuestro oficio que esos hábitos dejan suponer.
Un profesor es solo un estudiante que no quiso dejar de serlo y al que el tiempo y la dedicación han convertido en un estudioso
Lo curioso del caso es que, si no se quiere defraudar las promesas publicitarias, lo único que se puede hacer es, precisamente, convertir la universidad en un lugar donde estudiantes y estudiosos se afanen en lo que los une y reúne, a saber, estudiar y comunicar lo aprendido. De hecho, creo que no hay exageración en decir que, si una universidad se sabe convertir en el lugar donde quieren estar los mejores profesores y alumnos, todo lo demás le será dado por añadidura, también los resultados comerciales. Pero eso es difícil, ciertamente.
Desconfío por sistema de los profesores que hablan más de las herramientas que ponen en marcha, por complejas y novedosas que sean, que de las materias de las que se ocupan. De hecho, me pregunto si no hay casi toda una multitud de profesores que ha cambiado de profesión sin dejar su labor de profesores.
Es cierto que el buen profesor atrae la atención de sus alumnos, pero no lo hace mediante recursos didácticos, sino desplegando ante ellos el panorama inmenso y apasionante -porque así lo experimenta y transmite- de todo lo que su estudio lo ha llevado a saber. Los efectos de prestidigitación psicotecnológicos no son más que una estrategia errática si falta el empecinado estudioso que disfruta con la comunicación de lo que sabe y de sus límites.
Lo que los profesores han de hacer por sus alumnos es, a mi juicio, ayudarlos a convertirse en capaces de leer, hablar y escribir sobre libros -textos en cualquiera de sus soportes y lenguajes- que no podían siquiera iniciar comprensivamente. La lección magistral, es decir, la lectura de un maestro de la mano de un estudioso, es la única forma genuina de la sociedad universitaria, y de ahí derivan -y no al revés- la puesta en común, el debate y la discusión. No hay ‘experiencia’ más ‘transformadora’ intelectivamente que esa, ni modo más eficiente de ‘hacer posible lo imposible’, ni de ‘inventar el futuro’ y ‘hacerse a sí mismo’: aprender a leer comprensiva y críticamente lo que antes no se entendía siquiera.
La lección (escuchar, ver y su síntesis: leer), la copia (asimilar y retener), la compilación (relacionar y ordenar), y el comentario (explicar y criticar) siguen siendo las etapas del estudio desde que los estudiantes leían en grandes mamotretos encadenados en las primeras bibliotecas universitarias. Y al respecto no importa mucho si el soporte es pasta vegetal o códigos binarios electrónicos.
El buen profesor atrae la atención de sus alumnos, pero no lo hace mediante recursos didácticos, sino desplegando ante ellos el panorama inmenso y apasionante de todo lo que su estudio lo ha llevado a saber
Ciertamente las universidades han de poner a disposición de los alumnos todos los medios disponibles en nuestras sociedades hipertecnologizadas. Eso no se discute. Pero para lo que la universidad nació fue para generar tiempo libre para el estudio y ponerlo a disposición de profesores y alumnos, enfrentándolos a la inmensidad de lo que cabe aprender y descubrir. La convivencia y reunión en torno a lecciones y libros (ordenados y localizables en bibliotecas) fue desde los inicios universitarios la forma elemental de abreviar el tiempo empleado en poner los medios para poder estudiar, a sabiendas de que unos pocos cursos y hasta todo el tiempo de una vida no bastarían.
No tengo la menor esperanza de que los directivos económicos de las universidades compartan semejante visión porque implica ‘costes’. Pero, en mi opinión, eso solo significa que su punto de vista es tan imprescindible como secundario e instrumental. Porque todo lo que no conduzca a generar tiempo disponible para el estudio y la convivencia de su comunicación o lo desplace a un segundo plano implica malograr la genuina experiencia universitaria, defraudar lo que se les debe en justicia a los alumnos y contribuir al declive institucional al que la universidad parece abocada, y con ella toda nuestra tradición.
Nuestra época es un verdadero privilegio que nos ha tocado en suerte en cuanto a posibilidades de acceso y comunicación del conocimiento, pero la inteligencia sigue siendo la capacidad de poner en relación y establecer conexiones, de encontrar el ‘orden’ que decían los escolásticos: el sabio conoce los fines. Solo el que ve junto lo disperso puede contarlo, ya sea con números o con palabras, con algoritmos o con historias y argumentos.
Estudiar es ejercitar trabajosa y disciplinadamente (discipularmente) la propia capacidad y es tan duro como la talla de piedras, pero tan delicado como la jardinería. Sin esa formativa instrucción no hay estudiantes cuyas capacidades y personalidades crezcan con la forma de la inteligencia. Ese es el patrimonio acrecentado y custodiado desde hace mil años en la tradición universitaria.
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Estudiante y estudioso proceden del latín studeo, cuyos significados primeros de ascendencia griega fueron la atención que implicaba una dedicación, el gusto o la inclinación hacia algo, o la diligencia con la que alguien se dedica a lo que le gusta. Así que un estudiante no es alguien cuya atención haya que capturar, sino quien está dispuesto e inclinado a ponerla en lo que la merezca.
Sin embargo, es cierto que cuando un profesor se pone ante sus alumnos sabe que está recabando de ellos lo mejor que pueden brindar a nadie, su atención, y, por tanto, se sabe urgido a merecerla. Precisamente por eso, los entretenimientos cómplices o las coartadas tecnológicas no son sino la falsificación del prodigio de la experiencia universitaria: un estudioso ganándose la atención de unos jóvenes e inclinándolos a convertirse en estudiantes, es decir, en dispuestos a dedicarse esforzadamente a aprender.
Nadie debería acceder a esta profesión sin pasar la prueba de enfrentarse durante meses a un público joven con la torería de no llevar apenas un trapo para componer una faena de mérito. El recurso abundante a medios innecesarios es muchas veces un burladero frecuentado para eludir el encuentro con otros mediado por el solo saber.
Un profesor es solo un estudiante que no quiso dejar de serlo y al que el tiempo y la dedicación han convertido en un estudioso. Así que en la universidad el estudio no es solo la forma de ganarse la vida de los profesores y la apuesta para poder hacerlo de los estudiantes, es también el lugar donde el estudio se convierte en forma de vida, de ganarse la vida en un sentido más valioso que el económico.
Entrevista al historiador francés Jean de Viguerie con motivo de la publicación en español de «Los pedagogos».
La universidad es un espacio donde se reflexiona serenamente, no donde se producen piezas de saber como si fueran mercancías manufacturadas a gran escala. Privilegiar el hacer frente al pensar significa su fin.