Pablo Sánchez Garrido | 19 de marzo de 2019
En el afán por la innovación docente late una desviación respecto de la esencia de la institución universitaria.
En los ámbitos universitarios y educativos se nos habla continuamente de “innovación docente”, como si se tratase de un mantra sagrado. Es un epifenómeno más de novolatría educativa, derivado de nuestra infraestructura pedagógica posmoderna.
De hecho, para aquel profesor que quiera alcanzar la llamada “excelencia” se considera insoslayable la “implementación” de “estrategias de innovación docente” o, al menos, la realización de cursos o proyectos ad hoc con los que acumular los preciados puntos para las diversas acreditaciones y promociones.
Se observa, igualmente, a los gestores de la política universitaria poner casi los ojos en blanco mientras pronuncian reverenciosamente la abracadabrante expresión. Suele acompañarse el término de una gran profusión de barbarismos, tales como gamificación, e-learning, flipped classroom, storytelling… Y, por supuesto, tampoco puede entenderse sin su principal y consustancial instrumento: las llamadas TIC.
En muchos sentidos, este afán por una innovación docente bien entendida entraña aspectos muy positivos que no cuestiono y que conviene seguir desarrollando. Pero como todo, en su exceso late una potencial degeneración hipertrofiante, por no hablar de una posible desviación respecto de la esencia, espíritu y finalidad de la genuina y milenaria institución universitaria. Parte de la actual crisis de la enseñanza viene, paradójicamente, de determinadas innovaciones pedagógicas utópicas y buenistas, incubadas en la modernidad y paridas en la posmodernidad. Y me temo que los excesos de la actual “innovación docente”, tan jaleada desde el actual “proceso Bolonia”, puedan traer consecuencias similares.
Recordemos que las universidades no fueron un invento moderno, fueron un logro medieval
Ante esta situación, recurro al agere contra jesuítico o, si se prefiere, a la sátira erasmista, o a la paradoja chestertoniana, para proponer el término de “involución docente”, así como la subsiguiente “implementación” de cursos, proyectos y estrategias de involución docente. Por supuesto, con cargo al presupuesto de vicerrectorados, ministerios y demás «agentes» de política universitaria.
Pero como es harto improbable que semejante herejía académica sea aceptada pacíficamente, puede comenzarse por una aplicación “casera”, consistente en asomarse al origen de las universidades y a sus métodos y currículos docentes. Profundizar sistemáticamente en ello sería una tarea que seguramente no pocos docentes nos hemos planteado hacer, pero que, subyugados por las crecientes obligaciones acreditativas y burocráticas, hemos abandonado antes de comenzar.
Conste que no se trata de ninguna reivindicación reaccionaria, nostálgica o tecnófoba. De hecho, creo que sería el modo de lograr, hoy día, la innovación docente más potente y radical que nuestras universidades necesitan. A ello pueden coadyuvar precisamente las TIC en el sentido de una aplicación de las nuevas tecnologías a la “involución docente”, en forma de MOOC pedagógicos, así como el desarrollo de las “humanidades digitales”, la informática humanística y demás herramientas que nos ayuden a rescatar dichos métodos y currículos docentes medievales.
Sin ignorar la connotación peyorativa del término “involución”, su acepción en la RAE reza: “Detención y retroceso de una evolución biológica, política, cultural, económica, etc.”. Cuando algún órgano se hipertrofia, la terapia exitosa es aquella que consigue que su patología se «detenga», e incluso que «retroceda». Pero, obviamente, no se trataría de volver al siglo XII, sino de «renovar» el saber de nuestros mayores; en eso consiste la cultura y la sabiduría: en actualizar y «cultivar» una tradición sapiencial. Uno de sus frutos es el avance científico.
El método docente partía de la lectio, de los grandes libros y textos clásicos y de un desarrollo del auténtico pensamiento crítico
Recordemos que las universidades no fueron un invento moderno, fueron un logro medieval. Como es sabido, las primeras surgieron en plena Edad Media, entre los siglos XI y el XII, comenzando por las Universidades de Bolonia (1088) y de París (1150), a las que siguieron otras. Su precedente estaba en las escuelas monásticas y catedralicias, que se remontan al siglo VI y que tenían a su vez como precedente el de las academias griegas. La primera denominación fue ‘Studia Generalia’, para pasar después a la denominación o, más bien, definición: ‘universitas magistrorum et scholarium’, para conocerse posteriormente como ‘universitas’.
Por tanto, ‘universitas’ no viene de ‘universal’, como suele oírse, sino de ‘comunidad’ o corporación, entendida como una «comunidad sapiencial», o como “ayuntamiento” entre profesores y alumnos, en el decir de nuestro Alfonso X el Sabio. De ahí que una institución universitaria clave fuera el colegio mayor.
Pues bien, hay tres aspectos de la genuina universidad medieval –más una materia transversal– que sería esencial recuperar en un sentido renovado y “disruptor”. Tres ámbitos, por tanto, para desarrollar “proyectos de involución docente”:
El currículo basado en las artes liberales y los saberes humanísticos.
El método docente que desarrolla la secuencia: lectio, questio, disputatio, determinatio.
Y, ya para nota, el modelo convivencial, restaurando el sentido genuino del «colegio mayor».
Se denominaba ‘Artes Liberales’ al currículo de materias medievales porque se entendía que eran las materias que contribuían a «liberar» el conocimiento humano, sin olvidar sus virtudes anejas. Eran materias humanísticas y científicas: trivium y quadrivium. En la actualidad, hay ya una ingente literatura que advierte, cual Casandra, sobre los gravísimos costes de la pérdida de las humanidades en la universidad y sobre la imperiosa necesidad de recuperarlas.
Por su parte, el método docente partía de la lectio, de los grandes libros y textos clásicos y de un desarrollo del auténtico “pensamiento crítico” a través de la questio, de los debates y disputatios. Para profundizar algo más en ello puede leerse el artículo de J. Aranguren “El renacimiento del pensamiento crítico. Las clases en las primeras universidades” (2019). O el de J. Vergara “¿Qué es el método escolástico?” (2018).
Asimismo, se hace necesaria una renovación de la integración de los colegios mayores en la universidad, como han continuado haciendo Cambridge y Oxford, superando así la desvaída función de meras residencias universitarias con un relativo barniz cultural.
Todo ello contemplando una unidad del saber, e integración de las ciencias, desde una materia transversal: Dios.
Creo que esta “involución docente” –o si se prefiere, “renovación– podría convertirse en una metodología educativa muy novedosa y “disruptiva” para evitar que hagamos realidad aquel “chiste universitario” que dice que la universidad que nació en Bolonia ha muerto con “Bolonia”.
Entrevista al historiador francés Jean de Viguerie con motivo de la publicación en español de «Los pedagogos».
La inclusión educativa debe ser una realidad en la sociedad del siglo XXI y no un arma política.