Pablo Velasco | 23 de enero de 2020
Flaco favor ha hecho la ministra con sus vehementes declaraciones contra el llamado “pin parental” para seguir construyendo una relación confiada entre padres y escuela, algo básico en la educación de nuestros hijos.
Hace ya tiempo que en ese nuevo corpus paremiológico en que se han convertido los “memes” de las redes sociales circula una viñeta donde se puede ver a dos padres, debajo de un cartel que señala la fecha de 1960, pidiéndole explicaciones a su hijo por sus malas notas. En la siguiente viñeta aparecen los mismos padres en nuestros días. Pero ahora a quien le piden explicaciones es al profesor.
El chiste esconde un anhelo que expresamos con asiduidad tanto padres como profesores: la necesidad de ir de la mano en la educación de los niños. Porque llevar un niño a la escuela no es dejarlo en la puerta y decirle al maestro: “Ale, ya nos lo devuelve usted cuando tenga 18 años”.
Consecuencia de esta descompensación del papel de la escuela, es ya clásico el abuso de la frase “¡Esto se debería decir en las escuelas!”, con la que suele concluir todo debate público ante cualquier desafío social. Así, hemos llegado a la situación de que este Gobierno, empeñado en que la ideología de género convierta en siervas a todas las demás instituciones (cultura, escuela, tributos…), ponga sobre los débiles hombros de nuestros niños, no ya la responsabilidad, sino la exigencia de que se conviertan en unos excelentes ciudadanos siguiendo, claro está, el corte y medida ideológicos, es decir, asegurarse una ciudadanía sometida.
Nunca ha aparecido un Estado con esta fabulosa arrogancia de querer cambiar la sociedad por encima de todo, humillando a la clase media, a la que incluso hace responsable de todos los males. Como bien apuntaba el profesor Carlos Rodríguez Braun, esta actitud no parte de un nihilismo, no es que no se crea en nada, “creen en que no hay institución que no pueda ser alterada mediante leyes que cambia el Gobierno”. Es el Estado “organizador”, para el que la realidad es una tabula rasa sobre la que actuar, sin atender a que hay realidades preexistentes al mismo Estado, como un vacío donde flotan los individuos sin vínculo alguno entre ellos.
La consecuencia es clara. Una escuela en crisis de identidad. Una escuela de la que todos los partidos e ideologías esperan mucho y se esfuerzan por controlar invasivamente. Hasta el punto de que la ministra Celaá ha exclamado eso de que “¡Los niños no son propiedad de los padres!”, que viene a afirmar su contrario, claro está. Pero la crisis de la escuela, y de las familias (esas fortalezas privadas que decía Joseph A. Schumpeter), no está tanto en ese punto. La crisis de la escuela es una crisis de adultos de referencia. Los niños lo que necesitan es una referencia, necesitan una figura que les diga, que les asegure que la vida merece la pena ser vivida como ellos la viven.
No los podemos traicionar aceptando la afirmación del presidente del Gobierno por la que la decisión de un padre “vulnera el derecho de los niños y niñas a la educación”, por tratarse de “un derecho fundamental, de un derecho constitucional”. Y ahí los dejamos, con cara de póker, escuchando una conferencia de lo que sea. Solos y con esa responsabilidad, porque “ya tienen toda la información, y ahora que elijan”. Menuda traición.
En otras legislaciones, esa confianza y esa necesidad de referencia está muy bien expresada. Por ejemplo, en la Ley General Audiovisual, cuando, por ese mismo motivo, recoge la prohibición de utilizar en publicidad dirigida a los niños una figura parecida a un profesor o a un padre, que recomiende la compra de tal o cual producto.
Lo que ha hecho Isabel Celaá entonces es minar una vez más la autoridad del profesor y de los padres. Además, ha destruido otro puente más de entendimiento entre padres y escuela. Ha provocado el recelo en miles de padres. Se ha puesto en el lugar de la escuela, dejando claro que el control y la injerencia gubernamental en educación va a ser práctica habitual. Es una manifestación más de un Gobierno que, en apenas unas semanas de ejercicio, ya ha dejado claro que su modo de actuación va a ser la búsqueda del conflicto.
El espionaje a alumnos menores de edad para saber si hablan catalán es una medida totalitaria que supone una violación flagrante de sus derechos fundamentales.
La inclusión educativa debe ser una realidad en la sociedad del siglo XXI y no un arma política.