Qveremos | 24 de enero de 2020
El pin parental es un buen invento que no debe ser rechazado, sino acogido en interés de todos.
Los últimos días vienen marcados en España por la discusión acerca del veto parental a las actividades complementarias controvertidas en los centros educativos, popularmente llamado “pin parental”. El debate lo ha suscitado Vox al anunciar que pedirá su implantación en Andalucía y Madrid como requisito para aprobar los presupuestos. Previamente, el pin existe desde comienzo de curso en la Región de Murcia, defendido y promovido desde el Gobierno liderado por el Partido Popular, partido cuya dirección nacional secunda el pin, pero lo rechaza en varias de las comunidades autónomas que gobierna. El problema es complejo, y creemos que requiere un análisis político y jurídico.
Desde una óptica política, debemos recordar que desde hace muchos años se han ido introduciendo en los colegios actividades complementarias, impartidas por personal no docente, que inciden en aspectos que pueden estar relacionados con las creencias de los padres. Las clases de sexualidad no son de ahora, sino que vienen del socialismo de los ochenta.
Frente a esto, una parte importante de los disidentes de dicha formación han optado por buscar la elección de centros donde dicha formación no se impartiese o se impartiese de modo suavizado. Se ha dicho que ese es el mejor camino para garantizar que quienes disienten no tengan que pasar por dicha formación y para combatirla políticamente: ensanchar la libertad de educación. Se podría decir que muchas familias han apostado, frente a algo que no les gusta, por el “sálvese el que pueda”.
Sin embargo, consideramos que con esta solución se deja en la estacada a quienes, por falta de medios económicos, lugar de residencia o preferencias legítimas por la instrucción estatal, no pueden o no quieren elegir colegios privados. Se produce con ello una desigualdad inadmisible: solo las élites (sea por medios económicos, sea por nivel de formación o criterio) se sustraen a una formación que consideran nociva.
Frente a ello, creemos que el contenido de la enseñanza debe ser neutral, evitando siempre el adoctrinamiento y procurando no incidir los contenidos en materias que puedan ser contrarias a las legítimas creencias de los padres.
Esta posición política tiene sus consecuencias jurídicas: hablamos de un derecho universal, humano, no de un simple privilegio que se deba hacer efectivo eligiendo un tipo concreto de educación (aunque la elección sea una de las facetas del derecho a la educación). Hemos de considerar cuatro puntos clave:
1º El artículo 27 de la Constitución recoge el derecho a la educación como un derecho del menor, pero también de sus padres: el apartado 3 es claro al decir que “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Una garantía que no es solo de elección de centro, sino de revisión de contenidos en centros de todo tipo.
2º Este derecho se ha desarrollado hasta el momento mediante la libre decisión sobre la asignatura de religión, y potenciando mecanismos para facilitar (si bien de forma limitada) la elección de centro.
3º Sin embargo, la legislación no ha llegado a afrontar con seriedad el problema del potencial adoctrinamiento en las escuelas. Al respecto, hay que recordar que el Tribunal Constitucional (desde la STC 5/1981) ha declarado que el límite de la libertad docente está en el adoctrinamiento. Entendiendo que hay adoctrinamiento cuando se impone una “ciencia oficial”. Un asunto que dista de estar solucionado en nuestro sistema: las múltiples actividades de formación en la perspectiva de género, sin ir más lejos, podrían estar siendo una “ciencia oficial” contraria al derecho de los padres, según el TC.
4º En cuarto lugar, hay que recordar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reconocido el derecho a la objeción de conciencia de los padres, incluso respecto a las materias curriculares que se pretenden impartir a los hijos (Sentencias Folgerø contra Noruega, de 29 de junio de 2007, y Zengin contra Turquía, de 9 de octubre de 2007). Partiendo de esa doctrina, pensamos que con mayor razón, si cabe, pueden los padres españoles oponerse a que personas ajenas al profesorado del centro impongan a sus hijos charlas o actividades cuyo propósito no es otro que propagar la agenda ideológica de la izquierda radical.
El debate abierto estos días se ha desarrollado, una vez más, desde la ignorancia jurídica, el interés de partido y las técnicas de la propaganda (cabe preguntarse qué cuestiones han dejado de ser portada por el debate sobre el pin parental).
Sin embargo, una reflexión sosegada sobre el tema permite concluir que el pin parental es un mecanismo administrativo lícito para hacer efectivos los derechos de los padres. Un buen invento que no debe ser rechazado, sino acogido en interés de todos. También de las personas de izquierdas, que se verían con dicho pin blindadas frente a potenciales enseñanzas que no fuesen de su gusto en el futuro (basta una pregunta: ¿habría sido deseable el pin parental en el pasado frente a la formación del espíritu nacional y las actividades complementarias de la asignatura?).
Pero el pin se queda corto mientras solo se vaya a desarrollar en algunas comunidades autónomas y mientras solo los padres más informados puedan ejercer el veto de acuerdo a sus creencias. Lo más efectivo sería procurar las reformas necesarias en las leyes generales para alcanzar que la legislación de educación establezca con claridad los límites del adoctrinamiento y el ejercicio por los padres de la objeción de conciencia frente a contenidos educativos (curriculares o no). Dos aspectos estos en los que la jurisprudencia ha tenido que frenar al poder.
Flaco favor ha hecho la ministra con sus vehementes declaraciones contra el llamado “pin parental” para seguir construyendo una relación confiada entre padres y escuela, algo básico en la educación de nuestros hijos.
Los gestos y las palabras de los padres pueden alterar el desarrollo social, afectivo y emocional de los hijos.