Armando Zerolo | 24 de noviembre de 2020
La ley de educación es más un instrumento político que social, que vuelve a dejar de lado a los más vulnerables y que no corrige la tendencia de polarización social y territorial, sino que la agrava.
La educación y la sanidad son los dos ejes vertebradores de nuestra sociedad. El Estado de bienestar es el que mantiene una cohesión social, que es la base de la convivencia pacífica y de todo sistema político moderado. En otros tiempos, la cohesión fue la cristiandad y, en tiempos ilustrados, la moral fue el elemento armonizador de la sociedad. La tradición del Estado constitucional se asienta sobre las libertades modernas (Constant), pero esto es una forma de organizar el poder político que, en definitiva, seguía asentándose sobre sociedades altamente homogéneas en sus creencias, que no en su igualdad.
Esta unidad, «amistad» decían los clásicos, es la que los sociólogos del siglo XIX redescubrieron como sustento de las libertades políticas. Tocqueville, Comte, Marx y algunos otros sociólogos insistieron una y otra vez en que sin unidad social no hay libertad. Unos la entendieron más como homogeneidad, otros más como unidad moral, pero todos coincidían en lo esencial: una sociedad escindida jamás podrá ser libre, y deberá ser gobernada por un Estado omnipotente.
En nuestros días se podría echar de menos un nivel más intenso y profundo de homogeneidad y criticar el Estado de bienestar como una débil estructura que se asienta sobre una moral hedonista, individualista y utilitarista. Sea, pero el hecho es que las dos instituciones que nos mantienen unidos, al margen de la selección española de fútbol, son el sistema sanitario y el educativo. No nos queda mucho más en pie.
El debate sobre la «Ley Celaá» aparece en plena situación de alarma, de emergencia social e institucional, y lo hace con muy poco consenso político y social, como ya es tradición cuando hablamos de leyes educativas. El texto en cuestión es complejo, farragoso, fruto de una técnica legislativa deficiente que superpone corrección sobre corrección, hasta llegar al punto de que se ha convertido en una ley que apenas es comprensible. Es como un manual de instrucciones que el usuario no puede entender.
Entre el fárrago de artículos reformados, revisados o suprimidos, uno puede adivinar la sana intención de intentar corregir la «segregación social», lo cual, bien entendido, es de agradecer. Una sociedad dividida no puede ser libre. Pero también se adivina la incontinencia del legislador para meter el dedo en el ojo y pinchar con temas absolutamente accesorios respecto al problema fundamental, como son los temas de igualdad. ¿De verdad es el momento de intentar que las chicas estudien cosas de chicos, y los chicos cosas de chicas? ¿Por qué enredar con «la concertada» o con el sistema de inspección cuando la realidad es que se nos cae la sociedad a pedazos? Una posible sana intención, que podría haber sido objeto de un amplio consenso, como es el problema de la desigualdad social, la así llamada «segregación», se ve enturbiada por una nube de tinta de calamar que lanza a los unos contra los otros. La educación, una vez más, se ve envuelta en una batalla política que deja de lado el verdadero drama de nuestro país: no hay un proyecto educativo de fondo. Y cuanto más cruda es la batalla, más sufren los de siempre, y más abandonada queda la educación.
La COVID-19 ya ha demostrado suficientemente que una delegación de competencias mal hecha en sanidad y educación ha generado problemas para todos, y especialmente para los más vulnerables. No hablo de las cuestiones técnicas educativas, porque las desconozco, pero me preocupa que la «Ley Celaá» tampoco aprovecha la ocasión para afrontar el problema político más urgente de nuestro país: la brecha social y regional.
La diferencia entre las grandes capitales y sus periferias cada vez es mayor. Esto se agrava en el caso de las autonomías, que han hecho amplio uso de sus competencias para segregar culturalmente a sus ciudadanos del resto del territorio nacional
Nuestra clase media desaparece a pasos agigantados y la distancia entre clases sociales cada vez es mayor. Todas y cada una de nuestras regiones, da igual que sea a nivel autonómico, provincial o local, encuentran cada vez más distancias entre una clase social inmigrante, trabajadora, de campo o de interior, y otra mejor situada y con acceso a otro tipo de situaciones. La criminalización de los más favorecidos es el recurso fácil y demagógico para seguir hundiendo en la miseria a los vulnerables. En el caso que nos ocupa: ¿por qué no ocuparse de verdad de la educación pública, en lugar de agitar el avispero de la concertada? ¿Por qué no confiar en la autonomía de los centros públicos y en la gestión social de los mismos, en lugar de intervenirla administrativamente cada vez más? ¿Por qué no cubrir el 100% del coste de la concertada para que así todos puedan acceder a la misma en igualdad de circunstancias? ¿Por qué no ocuparse de que los más vulnerables tengan una oportunidad real de promoción social? ¿No serían estos principios fácilmente asumibles por todos los que tenemos una preocupación social?
A la desaparición de la clase media, la brecha social, se suma la brecha territorial. La diferencia entre las grandes capitales y sus periferias cada vez es mayor. Esto se agrava en el caso de las autonomías, que han hecho amplio uso de sus competencias para segregar culturalmente a sus ciudadanos del resto del territorio nacional. Los nacionalismos están creando ciudadanías paralelas, con referencias culturales y sociales demasiado diferentes como para que el sistema pueda soportar tanta heterogeneidad.
En este contexto de ruptura nos encontramos de nuevo con que la ley de educación es más un instrumento político que social, que vuelve a dejar de lado a los más vulnerables y que no corrige la tendencia de polarización social y territorial, sino que la agrava. Mientras tanto, el peso real de la educación recae sobre los de siempre: un grupo de profesionales abnegados, vocacionales, que consiguen educar a nuestros hijos muy a pesar de nuestras leyes.
El pin parental es un buen invento que no debe ser rechazado, sino acogido en interés de todos.
A la «Ley Celaá» lo que le molesta es que haya colegios concertados, porque la izquierda lo que dice es que el concertado es un colegio privado subvencionado, así como crítica. Lo que ocurre es que un concertado es un privado pero sin socialistas, y eso no se puede consentir.