Gonzalo Sanz-Magallón | 25 de abril de 2019
El fraude en los procesos de admisión de las universidades de EE.UU. exige reformar el sistema.
El sistema universitario norteamericano se enfrenta estos días a la mayor crisis reputacional de su historia, a raíz de la acusación de fraude en los procesos de admisión, que afecta a sus mejores universidades. El caso, que salió a la luz el pasado mes de marzo, fue denominado por el FBI igual que la conocida película Varsity Blues, y están implicadas en torno a medio centenar de personas.
En el centro de la trama se encuentra William Singer, consejero universitario y consultor, que ha cobrado desde 2011 unos 25 millones de dólares a padres de alumnos candidatos a cambio de falsificaciones y otros fraudes que permitieron a sus hijos incorporarse a universidades altamente selectivas, como Stanford y Yale.
Entre sus clientes, cerca de 700, se encuentran personalidades de todo tipo: actrices, directivos de despachos de abogados, ejecutivos de fondos de inversión, etc. La estrategia consistía principalmente en sobornar a supervisores de los exámenes de admisión y a responsables deportivos para que aceptaran a candidatos con currículum deportivos inventados.
Singer explicaba a sus clientes que había tres puertas para entrar en las universidades líderes: la “principal”, si el candidato puede entrar por su cuenta; la puerta “de atrás”, que se abre si los padres realizan una donación multimillonaria a la universidad; y la puerta “lateral”, que él ofrecía, accesible mediante el soborno a empleados universitarios y la falsificación de los resultados de los exámenes, lográndose el mismo resultado pero a una décima parte del coste.
En mi opinión, solo desde la aceptación generalizada de que el sistema estaba, en gran medida, corrupto puede entenderse que tantos padres estuvieran dispuestos a cometer un acto tan deshonesto en favor de sus hijos. Por otra parte, la situación es un buen ejemplo del carácter nocivo que pueden llegar a tener los “bienes posicionales”, término acuñado por el economista británico Fred Hirsch en 1977, y de la excesiva importancia otorgada en los últimos años a los rankings universitarios en Estados Unidos.
Con respecto al problema de los bienes posicionales, se definen como aquellos en los que la satisfacción del consumidor depende no tanto de la calidad absoluta del bien o servicio adquirido, sino del puesto que ocupe el proveedor dentro de un ranking o jerarquía aceptada.
Esto provoca que, en el caso de las universidades, el hecho de cursar estudios en la señalada como la mejor tenga una extraordinaria recompensa en términos de ingresos y oportunidades, recompensa que, sin embargo, no está justificada por atributos objetivos de la formación recibida o la capacidad innata del individuo, en comparación con otros estudiantes de universidades en puestos algo inferiores en el ranking. La situación hace que sea eficiente y rentable para las familias destinar grandes cantidades de recursos (tiempo, clases particulares, etc.) para conseguir esa plaza en la mejor universidad, pero sin embargo, socialmente, esas inversiones son indeseables y suponen un despilfarro de recursos.
Por todo ello, cabe esperar que la actual crisis suscite una reforma del sistema de admisiones de las universidades, destinada a potenciar la meritocracia y el principio de igualdad de oportunidades, el cual, a pesar de los intentos realizados mediante becas, cuotas para minorías, etc., sigue presentando un importante déficit.
Otra consecuencia previsible es una cierta pérdida de confianza en los actuales rankings universitarios, ya que el hecho de que este escándalo afecte a las mejores universidades pone en entredicho su credibilidad respecto a sus valores y comportamiento ético. A pesar de que las personas imputadas han sido despedidas de sus respectivas universidades, surgen dudas acerca de si se ha depurado a todos los responsables y de hasta qué punto pueden existir tramas similares que no han sido descubiertas.
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