Rocío Solís Cobo | 27 de septiembre de 2020
¿Qué silencio podrá sanarnos? Cualquier mutismo no hace efecto. No se trata de quedarse mudo ante la imposibilidad. No es el silencio del vacío, sino el de la escucha.
Comenzamos el curso, pero tenemos la sensación de estar comenzando la creación. Sentimos que nos han dado los ladrillos y nos han dicho «ale, ¿cómo lo hubieras hecho tú?, majo» y aquí que estamos peleados con esta falta de control a la que nos invita este tiempo tan raro. Llevamos ya muchos años de «Vuelta al cole» a las espaldas. Siempre es lo mismo, en realidad. Incluso la melancolía que nos gastamos de los días pasados al sol la tenemos bajo inspección. Hasta eso hemos fiscalizado. No nos hemos permitido temblar bajo esa nostalgia que nos hace desear algo más. Algo más. Sabemos que sentiremos una punzada los primeros días de retorno, pero que enseguida la apaciguaremos con ciudadanía. También, para qué engañarnos, hay un cierto alivio de que los niños tengan off y se llame colegio (esto solo pertinente para padres con hijos menores). Pero nos lo sabemos todo. La noria giraba en cada vuelta y nos gustaba creer que teníamos la vida bajo control. Otra cosa es que la hayamos tenido alguna vez, pero eso es otro cantar, demasiado hardcore para este artículo.
Este año nos toca experimentar que a cada día le basta su afán. Resulta que nuestra sociedad poscristiana ha comprendido el Evangelio sin demasiada apologética, a golpe de realidad (¿será este el método?). Y es que, por más que nos hemos hecho mapas de dónde se debe aparcar en el colegio, seguimos pensando (aún la obviedad nos funciona) que es imposible que un hijo de Primaria y otro de la ESO entren a la misma hora al colegio, si entre una puerta y otra hay un triatlón olímpico y ambos son tus hijos. O algunos padres sospechamos que a tu hijo, ese de 3 años que se quita la bufanda nada más salir a la calle en pleno mes de enero, ese mismo, la mascarilla no le va a durar puesta (en su cara, digo) ni dos asaltos de a-e-i-o-u. Es decir, que a día de hoy no sabemos qué tenemos que hacer mañana, pero literal lo de mañana y lo de no saber, lo más básico. A cada día le basta su afán.
Pero, en vez de guardar silencio, lo más propio de los que no saben y de los que están cansados, nos ponemos a cotorrear para quitarnos el miedo de las plumas. Hablamos mucho como si esta fuera la manera de ahuyentar la incertidumbre y volvernos a calzar el traje de neopreno para surfear la realidad. Ni los chats de padres echando humo, ni telediarios soltando imágenes, ni los políticos enfadándose como tarea profesional nos dan la seguridad que buscamos. Así que nos entretenemos con que si la mascarilla de calceta o con que si sentaría mejor el gel hidroalcohólico combinado con Coca Cola. Es decir, poco dardo en la palabra, no apuntamos a lo que nos machaca: que la vida es frágil y bella, y que la sensatez es tan necesaria como el café que cada mañana me hace reconocer a los que hay en casa.
Ante este panorama, que a cada instante parece tener una claqueta en la mano para volver a comenzar, anhelo el grito de Silencio, se rueda. La vida se está dando, la vida se nos está dando, pero nos la perdemos. Silencio, cámara, acción. Es decir, calla, mira y vive. Pero ¿qué silencio podrá sanarnos? Cualquier mutismo no hace efecto. No se trata de quedarse mudo ante la imposibilidad. No es el silencio del vacío, sino el de la escucha. Y, en este punto, me han venido a rescatar 3 instantes, 3 personas, 3 mundos diferentes. Retazos que en este verano he escuchado de pasada, como si no los buscara, porque no lo hacía, sino como si estuvieran ahí, esperándome. Este es el poder de la cultura. El verano, de esta manera, se convirtió en un momento de aprendizaje sin cuadernos Santillana.
El silencio es la palabra. La verdadera palabra. Hay tal difusión de cosas banales que impiden el espacio de ese silencioRafael Álvarez, el Brujo
El primero es de nuestro admirado Brujo, digo en mi casa. Entiendo que quizá a ustedes no les hace ni pizca de gracia, y bien está, por supuesto. Pero a mí me hace entender cosas que pensé que entendía y eso no hay oro en el mundo para pagarlo. Fue invitado a una de esas conversaciones bonicas y editadas que hacen ahora las obras sociales y culturetas de los bancos. Enfrente, público entregado (ilustrado, diría él para hacer un guiño irónico) haciéndole preguntas, y en una de las respuestas me regala la primera clave de esta reflexión: «El silencio es la palabra. La verdadera palabra. Hay tal difusión de cosas banales que impiden el espacio de ese silencio. Lo lamentable es que sea la tragedia, el dolor, un acontecimiento funesto el que nos haga recapacitar y volver al silencio. Volvamos lúdicamente al silencio en la alegría y no solo en el momento de haber perdido la batalla o de tener una desgracia que te hace callar. Y esto los políticos lo tendrían que aprender. Pero es la compulsión la que nos hace no podernos callar. Esa misma compulsión que te hace mirar el móvil con rapidez, fumarte un cigarrillo o tomarte un café. La meditación combate esto».
Primera clave: el silencio es palabra. Y nos espera para decirnos algo cuando nos callamos. Mejor aún si hemos aprendido antes a silenciarnos también ante lo bello y en la alegría de existir; porque ahí, sin urgir a la palabra, habremos ido aprendiendo la brisa suave de Elías que no deja de soplar en toda circunstancia, y no solo en la urgencia del Gólgota.
Segundo momento, tirada en el sofá, en ese lapso en el que ya está todo el pescado del día vendido y la neurona no espera rascar más que la fuerza de llegar a lavarse los dientes. Y ¡zas! Hasta así, la neurona se activa si hay algo por lo que activarse. Documental de Nick Broomfield sobre Leonard Cohen, Marianne & Leonard – Words of Love. Un antiguo compañero de banda recuerda que Cohen se empeñó en que lo acompañara a tocar en un centro psiquiátrico de Inglaterra. Recuerda que el cantante siempre tuvo esta extraña necesidad de acudir a estos lugares, quizá porque su madre los había frecuentado.
Yo no necesito del tiempo. Yo necesito: Silencio ¿Hay alguien ahí, ahí?Fuel fandango, Silencio
El caso es que el amigo le dice que ni loco (perdonen el giro desacertado) y Cohen le pide que vaya una sola vez, una sola, y que pruebe. Si no quiere volver, no volverán a hablar de ello. Este amigo relata emocionado cómo no dejará de acompañarlo nunca más. Lo que vivió ese día fue lo siguiente. La banda tocaba, Cohen cantaba, hasta que una persona del público lo hace callar por su insistente e impetuoso grito «¡Tú!!!!! ¡Sí¡¡¡ ¡Tú!! Vienes aquí con todo este poder, con chicas guapas, luces alumbrándote, arrasas… pero quiero saber qué opinas tú de mí. ¡¡¡Sí!!! ¿¿¿Qué opinas tú de mí????». Parece ser que Leonard Cohen paró el concierto, bajó del escenario, se fue hacia él y lo abrazó tan fuerte, en silencio, que casi le rompe las costillas a aquel que le había exigido una respuesta y ahora solo se dejaba abrazar como tal. Mi neurona de lavarme los dientes también tuvo espacio para el lacrimal.
Segunda clave: gana el que más fuerte abraza. El abrazo no es ausencia de palabras, es todas juntas y arremolinás en una esencia de fundamento, como esos perfumes que tienen el bosque entero en una gota. Pero hay que saber cuándo darlo y cómo recibirlo. Es como decir un olé, que lo hemos sobado pero no siempre es oportuno.
El tercer y último momento se da en un coche. Vamos de viaje, maletas y niños por partes iguales. Ruido. Decidimos poner el nuevo disco de Fuel fandango. Una mezcla de flamenco, tecno y mística. Lo sé, dicho así acabo de escucharlo como les ha sonado a ustedes, no apetece nada. Pero, créanme, cuán sugerente ha resultado. En mitad del barullo, Silencio. Así es como se llama la canción que empieza a sonar en nuestra furgo: «Todo va demasiado rápido. Yo necesito parar un momento. Que alguien me coja la mano. Que alguien me clave en el suelo. Que alguien me mire sin decir nada. Que su mirada se quede parada en mí. Yo no necesito del tiempo. Yo necesito: Silencio ¿Hay alguien ahí, ahí?». Y esta pregunta la repite insistentemente hasta convertirla en estribillo apremiante. Mi socio y yo nos miramos, los cachorrillos siguen ladrando.
Tercera y última clave: el silencio solo puede tener valor si hay alguien ahí, que me clave en el suelo, que me mire, que no me pierda de vista, que me reconozca aunque vaya con mascarilla, que su mirada se quede parada en mí. Alguien que me introduzca en la realidad con una hipótesis de sentido. Si no, el silencio es locura, es ausencia de palabra, de abrazo y de tiempo. Todo este tiempo raro nos puede invitar a hacernos la pregunta de si hay alguien ahí. Tenerla como hilo vertebrador hará de la vida algo interesante, nos favorecerá para poner de nuestro lado la circunstancia y no solo embadurnarla de gel hidroalcohólico.
Por último, ya aquí sentada, escribiendo estas líneas, ha aparecido uno de mis hijos pequeños. Me ha preguntado qué estaba haciendo y yo le he respondido a la gallega «¿qué dirías sobre el silencio?». Él se ha encogido de hombros con mueca divertida: «Nada». Acabo de entenderlo. Ya me callo.
Silencio, se rueda.
Buen curso.
La apertura de los colegios no puede realizarse con un exceso de confianza. Las clases online y la libertad de los padres para poder elegir deberían ser fundamentales en una situación excepcional como esta.