Santiago Huvelle | 30 de noviembre de 2020
En medio del rechazo, el miedo o la desaprobación que los padres encontramos a veces en la sociedad, los centros de educación especial resultan un oasis donde nuestros hijos son mirados de verdad y con verdad.
Mantengo una posición escéptica, o sea, de observador distante. Juan, mi tercer hijo, todavía está esperando para recibir Atención Temprana, con su año y algunos meses. Necesita fisioterapia, terapia ocupacional y logopedia. De su primer año de vida, la mitad la pasó conectado en un hospital, entre vías, sondas y respiradores. En un momento de clímax posoperatorio, Macarena (4 años) vio una foto suya y, a pesar de que intentamos disimular el cablerío, nos señaló una referencia cinematográfica que cualquier nostálgico ochentero reconocerá: «Como E. T.».
La educación especial nos parece algo infinitamente lejano, aunque sea cuestión de unos pocos años. Juan no llegó con pan bajo el brazo, como dicen que llegan algunos niños, pero sí con un regalo estupendo: consiguió ensanchar el presente y anclarnos a él. Se acabó lo de desparramarnos en el mañana; gracias a Juan ocupamos todo el espacio del ahora. Porque mañana puede que Juan no esté con nosotros, así que al mañana lo hemos acompañado a la puerta de casa y le hemos dicho educadamente: vuelva usted mañana. Además, Juanito nos ha educado en la atención, no solo por la atención de los cuidados, sino por la atención para encontrar vías de comunicación y comunión con él, de aprender ese lenguaje silencioso de la discapacidad intelectual profunda.
Por eso la polémica que ha despertado la Ley Celaá entre las familias con hijos de necesidades especiales la vivimos en casa un poco como quien mira intrigado un horizonte brumoso.
He leído por encima lo que dice la LOMLOE, aunque me he detenido en aquellas secciones que tratan la educación especial. En general, se trata de una nueva redacción de lo mismo, incorporando esos matices aparentemente urgentes de la época, como añadir a la mención de «los niños» un contundente «y las niñas», y a la palabra «directores» un osado «y directoras», etc. También aparecen las otras novedades, más políticas que educativas, como la cuestión del castellano o los colegios concertados. Pero a mí me interesaba entender fundamentalmente la cuestión de la educación especial, la famosa disposición adicional cuarta, referida al alumnado con necesidades educativas especiales:
«Las Administraciones educativas velarán para que las decisiones de escolarización garanticen la respuesta más adecuada a las necesidades específicas de cada alumno o alumna, de acuerdo con el procedimiento que se recoge en el artículo 74 de esta ley. El Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, LOE CON LOMLOE 190 desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años, de acuerdo con el artículo 24.2.e) de la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas y en cumplimiento del cuarto Objetivo de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad. Las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios».
No se trata simplemente de recursos económicos y ni siquiera bastaría con contratar profesionales especializados, la realidad resulta más compleja
Antes de decir nada sobre el plan a diez años, llama la atención la rimbombante justificación sobre la que se apoya esta disposición. La mención a la Convención etc. de Naciones Unidas vendría a responder a un informe negativo de un comité de expertos que concluyó que en España «se ha perpetuado un patrón estructural de exclusión y segregación educativa discriminatorio, basado en la discapacidad» que tiene, entre otras consecuencias, «la invisibilización de las personas con discapacidad». El informe se basó en una serie de entrevistas a 165 personas relacionadas de alguna manera con el mundo de la educación especial y en el análisis de material documental, de dominio público y también cierto «material confidencial». Dice el informe que algunos documentos están basados en encuestas de institutos de investigación y fuentes académicas. Aquí mi sentido arácnido de profesor universitario me dice: ¿por qué no recurrir directamente a las fuentes, y puentear esos documentos intermedios? En cualquier caso, el informe -ese sí lo he leído enterito -resulta bastante ambiguo y desinflado como para inspirar un cambio en la ley que afectará a miles de familias.
Es una pena que el Ministerio de Educación no se tomara en serio una de las mejores recomendaciones de dicho informe, a saber:
«El Comité considera que un análisis integral del tema a nivel nacional y a nivel de cada una de las comunidades autónomas, con base en el cual establecer un plan de acción nacional elaborado en colaboración con las personas e instituciones concernidas permitiría abordar muchas de las violaciones resaltadas en el informe». En otras palabras: realizar un estudio más completo y riguroso de una realidad complejísima por donde se mire. De hecho, ni el informe del comité de «expertos» ni la LOMLOE distinguen en el infinito mundo de la discapacidad, lo presentan en bloque: «Discapacidad». Es una pena que los comitéxpertos tengan tanta aversión a la discriminación en todas sus formas, incluida la del ejercicio analítico.
Otra cosa curiosa es que muchas de las denuncias del informe son precisamente las mismas que tanto preocupan a los padres (y madres, vaya por Dios, casi se me olvida) que han manifestado preocupación por esta «nueva» ley educativa:
– La segregación en los colegios ordinarios, donde los alumnos con necesidades educativas especiales, o están en aulas separadas y no se relacionan con sus compañeros o, si están en el aula, realizan actividades que no se corresponden con las del resto de la clase, «reforzando la exclusión» que padecen.
– Falta de formación del profesorado en educación inclusiva y -ojo a esta perla- formación en «derechos humanos».
– Acoso escolar: «Padres de niños o niñas con discapacidad señalaron al Comité que sus hijos eran ‘más propensos a accidentes’, y que eran víctimas de violencia y acoso escolar (bullying) en los centros ordinarios».
– Rechazo social: «También se recibieron testimonios de casos donde los padres de estudiantes sin discapacidad no han permitido que sus hijos asistan al colegio hasta que retiren al niño o niña con discapacidad que estaba en la clase, argumentando que retrasaba el rendimiento del curso».
Las medidas propuestas en el informe para solucionar algunos de los problemas más graves, como pueden ser el acoso y el rechazo social, se resumirían en el abracadabra de las campañas de concientización. Comité de expertos.
Hasta aquí con el informe que ha servido como base y justificación para proponer la disposición adicional cuarta. Disposición que plantea un plan de diez años, para dotar a los centros ordinarios de «los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad». Y aquí, se plantean varios problemas:
¿Hay capacidad real para dotar los centros de esos recursos?, ¿qué recursos, por cierto?, ¿se incluye personal de enfermería, logopedas, fisioterapeutas, psicólogos, terapeutas de estimulación sensorial…? Porque los problemas planteados ya en el dichoso informe dejan en claro que no se trata simplemente de recursos económicos y que ni siquiera bastaría con contratar profesionales especializados, la realidad resulta más compleja. Y, otra pregunta, ¿en qué centros de educación ordinaria se llevaría a cabo esta inyección de recursos?
Preocupa a muchos padres de niños con discapacidad severa la inminente desaparición de los centros de educación especial, de ahí la campaña Educación inclusiva sí, especial también. La ministra Celaá y quienes están a favor de la ley señalan que los centros de educación especial no dejarán de existir. Sin embargo, en el informe del comité que ha inspirado este punto de la ley se aconseja explícitamente transferir los recursos cedidos a los centros educativos especiales al sistema educativo general:
«Para lograr de manera práctica la educación inclusiva, es necesaria una transferencia de recursos de los centros educativos especiales hacia el sistema educativo general, permitiendo el acceso del alumnado con discapacidad en condiciones de igualdad con el resto de estudiantes, recordando que la no discriminación incluye el derecho a no ser segregado y a ser proporcionado con ajuste razonable y debe entenderse como el deber de proporcionar ambientes de enseñanza accesibles y ajustes razonables».
Esta forma primera de discriminación, ese intento por cerrar de un portazo la puerta de la vida, muchos padres la viven después con otras puertas, siendo una de ellas la de centros de educación ordinarios
Hasta aquí con la LOMLOE, de la cual se ha hablado ya mucho en muchos sitios. Pero no quisiera dejar este asunto simplemente planteando dudas sobre las implicaciones de esta ley. De lo que me gustaría tratar es de la polémica desatada dentro del mundo de la discapacidad.
No se puede negar que se dan, en nuestra sociedad, los dos fenómenos denunciados en el informe e implícitos en la ley: discriminación e invisibilidad. Los dos al menos los he padecido y ejercido yo mismo. Todo padre (¡y madre!) de un hijo con discapacidad sabe que hay un velo que oculta este mundo al resto de los mortales. Mi mujer y yo vivimos en nuestra juventud varias experiencias de voluntariado que nos pusieron en contacto con hogares que albergaban personas con diversas formas de discapacidad. Pero no fue hasta que nació Juan cuando se abrieron nuestros ojos. Nos pasaba como a los expertos y tantas almas bellas, veíamos la discapacidad como un bloque. Los matices, las mil y una enfermedades raras, condiciones genéticas, síndromes sin nombre que padecen tantas personas, todo eso ha supuesto un descubrimiento, un desvelamiento, realmente. Hay algo iniciático en la recepción de un hijo con discapacidad, que incluye un momento de muerte y duelo por la vida dejada atrás, y un adentrarse a una vida nueva. Nuestro paso fue doloroso y a la vez hermoso. Y cuando ocurre, te das cuenta de que ese mundo era invisible para ti, que tal vez tú mismo lo habías invisibilizado.
Y la discriminación la vivimos desde el principio, desde el embarazo. Estás a tiempo de «interrumpir» el embarazo si quieres, podemos cambiar la fecha para que cuadren las cuentas. Desde ahí, y en forma de repetición mántrica, con cada nueva ecografía: ¿No te informaron de que venía así? Sin duda, la forma en que vivimos el embarazo de Juan fue muy distinta a la de nuestros dos hijos «ordinarios». Esta forma primera de discriminación, ese intento por cerrar de un portazo la puerta de la vida, muchos padres la viven después con otras puertas, siendo una de ellas la de centros de educación ordinarios.
Entiendo a quienes sufren ante esta situación, porque una escuela ordinaria no es solo un lugar donde aprender matemáticas y literatura, es también el primer umbral del mundo más allá de la familia, la oportunidad de participar de la dinámica comunitaria y vital, de experiencias sociales ricas como los juegos de la infancia, los amigos, el ser queridos por los demás… Incluso para muchos niños como Juan, cuya discapacidad intelectual profunda supone un abismo infranqueable que lo separa de las matemáticas básicas, la lectura o el habla, y sus problemas psicomotores le niegan la posibilidad de correr en el patio del recreo, todavía queda mucho mundo ahí afuera del que sí participa, el mundo del ruido, de las risas y los gritos, del calor y del afecto, en definitiva, el mundo de la vida. Junto a esto convive la certeza que tenemos los padres de un hijo como Juan de que la comunidad es un bien para él, y que él es un bien para la comunidad.
Esta certeza la tienen también quienes desean de corazón la continuidad de los centros de educación especial. No se trata solo de asegurar que las necesidades de sus hijos serán bien atendidas y que el potencial de su desarrollo alcanzará el grado máximo. También hay una experiencia luminosa vivida en esos entornos de personas -médicos, enfermeros, terapeutas, maestros- que dedican su vida a nuestros hijos, respondiendo a una vocación, una llamada que viven con pasión y entrega. Del rechazo, el miedo o la desaprobación que los padres encontramos a veces en la sociedad, estos lugares resultan un oasis donde nuestros hijos son mirados de verdad y con verdad.
Pareciera que el camino se bifurca aquí: o centros ordinarios donde los niños podrán traspasar el umbral de la familia al mundo de la vida, pero a costa de descuidar sus necesidades específicas y exponerse al peligro del rechazo o de ser un niño-mueble en el aula. O centros de educación especial, donde estén amparados en la aceptación y desarrollen su potencial, pero a costa de quedar marginados del mundo, ocultos a los demás.
Está claro que estamos ante un falso dilema, aunque esta ley precipitada y alcanzada sin consensos nos diga lo contrario y plantee la cuestión en estos términos extremos. El dilema sería cierto si la escuela ordinaria fuera el único modo de ponerse en juego en el mundo. Vivir hoy experiencias comunitarias reales y transformadoras puede ser difícil. Tejer vínculos fuera de los marcos sociales institucionalizados (la escuela, el instituto, el lugar de trabajo) es, sin duda, un desafío. Pero hacia ello debemos aspirar, empezando por vivir una experiencia plena en el seno de la familia, y desde allí abrirnos al mundo.
Hay tantas cosas que nos unen y nos salvan de nuestra soledad. Y si aquello que nos une es una fuente de sentido, entonces nuestros hijos se encontrarán en el mundo jugando un papel esencial, pues los niños como Juan son faros en medio de la noche.
Una sociedad sin personas enfermas y vulnerables no representa el triunfo de la ciencia ni de la libertad, sino el fracaso de la humanidad.
Con la aprobación de la nueva ley de educación, la libertad pasará a ser un bien muy preciado que solo podrán disfrutar los más ricos.