Armando Pego | 31 de mayo de 2020
El modelo educativo que se quiere imponer se relaciona con la realidad física y moral que representaba el concepto tradicional de Universidad como el cíborg con el ser humano.
Si se atiende a los latidos simbólicos de una civilización, puede advertirse que su originalidad suele brotar de unas intuiciones básicas que buscan contener el caos y el desorden que amenazan no solo su pervivencia, sino su propia existencia aquí y ahora. Cada época las articula una y otra vez mientras negocia las expectativas que tiene sobre sí misma con la realidad que las delimita. En el caso occidental, dos conceptos fundacionales han troquelado su historia: imperio y utopía.
Como constatase Karl Löwitz, «nuestros conceptos se han debilitado y han envejecido tanto que no podemos esperar de ellos ningún sostén. Hemos aprendido a esperar sin esperanza». Podría ser que también nos hayamos esforzado en aprender a desesperar con esperanzas.
La caída del Muro de Berlín volvió a inducir, aunque fuera brevemente, la somnolencia del fin de la historia. Como si se tratase de una lectura posmoderna de Alexandre Kojève, se confió en que los ciclos de la Revolución hubieran cumplido su misión histórica. Se albergó la posibilidad de superar la discontinuidad que su praxis había inyectado irreversiblemente en unas sociedades tanto más globalizadas cuanto más angustiadas por fijar, multiplicándolas, unas identidades cada vez más lábiles. El aparente triunfo del bienestar les inoculó la experiencia actual de melancolías más violentas.
En el contexto de los años 90, debe entenderse la aceleración del denominado «proyecto europeo». Pese a las apariencias y a sus contradicciones inherentes, nunca se había conformado con quedar reducido a esa mastodóntica organización burocrática de perfiles neoliberales que ha sido el blanco perfecto de los grupos antisistema y de los nuevos populismos a izquierda y derecha.
Se esté o no de acuerdo con él, debería tenerse muy en cuenta que el fin último de la Unión Europea había pretendido refundar -y refundir- aquellos conceptos básicos que mencionábamos al principio, en una perspectiva líquida, y de una manera muy relativa, poshistórica, que le permitiese a Europa mantener un papel relevante en un mundo que se adivinaba y se deseaba multipolar.
El Tratado de Libre Circulación (1985), el Tratado de Maastricht (1992) o la creación de la moneda única europea (1999) fueron hitos decisivos de ese itinerario que acabó tropezando por primera vez en la piedra de la abortada Constitución Europea (2005). En su diseño, que fue caricaturizado como ‘la Europa de los mercaderes’, el ámbito de la educación ha desempeñado también un papel fundamental. La Declaración de Bolonia (1999) quiso contribuir a sentar desde su flanco las bases de un imperio (el Espacio Europeo de Educación Superior) y de una utopía (pedagógica).
Patrick Deneen: “La Universidad se ha plegado al liberalismo y colabora en su implantación”
La crisis de 2008, el brexit y la pandemia del coronavirus han puesto en jaque las propias perplejidades que el sistema en su conjunto -y la educación universitaria en particular- arrastraban. Secretamente, se consideraba que una permanente huida hacia adelante era la mejor manera de cancelarlas y archivarlas.
Se ha repetido hasta la saciedad que las limitaciones para implantar las políticas de calidad en la Universidad que proyectaba el Plan de Bolonia han tenido su raíz en los problemas de financiación económica. Es un análisis certero, siempre que no se pase por alto que el modelo de integración europea (económica, fiscal, militar, política y… educativa) estaba basado en un ciclo de expansión económica continua que debería reforzar constantemente su propio proceso de construcción.
A través de las convocatorias de diversos programas de las agencias públicas, las universidades iniciaron así una carrera por implantar Sistemas de Garantía Interna de la Calidad. Como se ha solido reprochar, las tensiones provocadas por su desarrollo han burocratizado la vida académica. Más importante aún, su propia dinámica exige una inacabable tarea de constantes reactualizaciones que sobrepasan cualquier posibilidad de control humano.
Permítanme una analogía tal vez hiperbólica. Como se ha podido atisbar durante la crisis sanitaria actual en los diversos niveles de enseñanza, la nueva fase del modelo educativo que se quiere imponer se relacionaría con la realidad física y moral que representaba el concepto tradicional de Universidad como el cíborg con el ser humano.
Como en una suerte de variante transhumanista, los defensores a ultranza de las nuevas modalidades tecnológicas han insistido en que no debe decirse que se ha perdido la presencialidad, sino que se ha transformado de física en virtual y que, en consecuencia, no debe tampoco confundirse la presencialidad sincrónica con la asincrónica.
Coherente con el presupuesto de que el maestro no enseña nada, sino que orienta el autoaprendizaje del alumno, la máquina omnipresencial va camino de convertirse en el sujeto central del proceso educativo que garantiza y evalúa simultáneamente tanto la didáctica como la adquisición de las competencias. De momento, basta con silenciar, reduciéndolos a meros indicadores estadísticos, el agotamiento psicológico y cognitivo de profesorado y alumnado.
En un mundo antiescatológico y biopolítico, el debilitamiento de los conceptos de imperio y utopía servirá para procurar hacerlos más eficazmente intercambiables.
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