Armando Pego | 01 de agosto de 2021
La gran enseñanza de Qohélet consiste, quizás, en que no se deja arrastrar por el nihilismo de su investigación, sino que desea asumir el sinsentido que describe nuestra existencia cotidiana.
En los últimos meses he meditado sin descanso, a menudo de principio a fin, el libro bíblico del Eclesiastés. De tanto insistir a los amigos con las enseñanzas de Qohélet, Pablo Velasco ha terminado animándome a recoger algunas de las consideraciones que he venido rumiando. Permítannos los lectores de El Debate de Hoy ofrecérselas durante este verano.
Aunque como tema estival no parece a simple vista refrescante, no se apresuren por ello a pasar de largo. No pretendo adoptar el papel ni de predicador agorero ni de empático animador. Que nuestros días estén contados y que nuestra paga sea disfrutar con lo que hacemos no conduce de por sí ni a la desesperación ni al hedonismo.
«¡Vanidad de vanidades!; ¡todo es vanidad!» (Ecl. 1,2). Esta sentencia parece resonar en la oquedad actual de la memoria de Occidente como el eco solemne de una enseñanza olvidada. Vacía, plana, vana, nuestra cultura se ha empeñado en destruir la tensión de verdad con que la palabra ha animado la búsqueda de nuestra conciencia de los límites. En la acelerada era del simulacro, como si pudiéramos reducirlo a un irónico juego de palabras, el famoso comienzo del libro de Qohélet se nos ha convertido en un flatus vocis.
Como para desmentir el instintivo rechazo de ese saber y tras constatar que el ciclo de la vida se repite sin desmayo hacia la destrucción, podríamos precipitarnos a abrazar equivocadamente la certera conclusión de nuestro autor: «lo bueno y lo que aprovecha al hombre es comer, beber y regalarse en medio de sus fatigas y afanes bajo el sol, durante los pocos años que Dios le concede» (Ecl 5,17).
¿Un mero consuelo? ¿Una paradoja que haga soportable la tensión extrema que configuran las palabras de Qohélet? Sin el Eclesiastés difícilmente algunos de los más famosos tópicos clásicos que han caracterizado el mundo cristiano habrían forjado su singularidad. Baste mencionar carpe diem, memento mori, comedamus et bibamus, cras enim moriemur… Sea al leer a Horacio, Epicuro o los goliardos, sea al repasar el género Vanitas de la pintura barroca, se comprende rápido que la propia escritura de Qohélet mantiene tan protegida su intuición teológica que no se podrá poseer su secreto si no es indirectamente.
La gran enseñanza de Qohélet consiste, quizás, en que no se deja arrastrar por el nihilismo de su investigación, sino que desea asumir el sinsentido que describe nuestra existencia cotidiana. Delante de tantas adversidades, enfurruñados o despreocupados, podemos bracear mientras afirmamos que la vida, pese a toda nuestra buena voluntad, carece de un último sentido. Pero también podemos recorrer a fondo esa negatividad, casi hegeliana, del sentido y mostrar, transfiguradas, sus heridas. «El hombre no puede descubrir el sentido de cuanto se hace bajo el sol» (Ecl 8,17), sí, pero también es cierto que «no recordará mucho los años de su vida si Dios lo mantiene ocupado en la alegría de su corazón» (Ecl 5, 19).
Al poder en apariencia definitivo que nos sume en la nada nunca hemos dejado de oponer, tenaces e irreductibles, la afirmación de nuestra humanidad, de nuestro humus, de nuestro polvo. En hebreo la palabra hebel, traducida también como vaciedad, indicaría realmente «humo, vapor de agua». Aunque un soplo bastaría para disipar en el aire su trazo, nuestras esperanzas han sido también el hilo con que hemos ido tejiendo la trama misteriosa de la Creación.
Lo bueno y lo que aprovecha al hombre es comer, beber y regalarse en medio de sus fatigas y afanes bajo el sol, durante los pocos años que Dios le concedeEclesiastés 5,17
Puede que la vida sea un sinsentido, inútil y previsible en su desolación, pero la sabiduría no se ha alcanzado todavía al hacerse consciente de tanta fatuidad. Llega tan solo al reconciliarse con ella tal como es, en su dolida y dolorosa fragilidad. Provisional, fugaz, imperfecta, truncada siempre, cuando la reconozcamos en paz entonces quizás nos transfiguremos, aunque sea tan solo por un instante.
Lo sorprendente no es la eterna nada. En medio de ella no puede dejar de maravillar que, con la duración de un relámpago, haya brillado el orden del Ser. Aun vuelto a engullir, lo más humilde no cesa de testimoniar con su sola presencia, agradecido, la extraña derrota de lo indeterminado: la aparición del Logos. En la paciente compañía de todos ustedes quisiera adentrarme por ese incierto camino. Ojalá en los próximos artículos podamos cobijarnos bajo el consejo de Qohélet: «Si a uno solo pueden vencerle, dos juntos resistirán. ‘Una cuerda de tres cabos no es fácil de romper’» (Ecl 4, 12).
Al fin y al cabo, los cristianos deberían meditar la enseñanza de Qohélet ante la tumba sellada el Sábado Santo. En ese día alitúrgico, de tristeza, se nos concede también un descanso infinitamente reparador. Los rostros de aquellas mujeres que se pusieron en marcha con los ungüentos rituales, sin saber cómo correrían la piedra, no reflejaban una mueca de estupefacción, sino que todavía hoy esbozan, mínimos y presentes, un gesto imposible de plena confianza. ¿Qué sacaría en limpio, si no, el ser humano?
Hay épocas que son sábados, y sábados que son santos. Épocas en las que no sucede nada, en las que un gran silencio recorre el Mundo y la soledad nos embarga el corazón.
La realidad existe. Por más que la ingeniería social pretenda ir contra ella, existe. Las cosas son. Y son como son, no como nos gustaría que fueran.