David Cerdá | 04 de septiembre de 2021
Si dicen que aman, amen: porque el colmo de la tontería edulcorada es este tropo de los reguetones de que te sigo amando, pero de amor ya no hay nada.
«Canciones perfectas para cuando el amor se acaba»: así se titula un post alojado en la web de la cadena musical de Los40. Fue verlo, clicar y recrearme en Fangoria, Mecano y Muchachito Bombo Infierno («ojalá no te hubiera conocido nunca, para no amarte siempre»), y acordarme de otra cosa que le escuché hace años en la radio a una cantante que presentaba disco: «El amor se acaba; es triste, pero cierto». ¿Será verdad esto? ¿Acaso todas esas canciones, Los40 y tantos cantantes pueden equivocarse?
En el «se» está el veneno. Cuando Adele canta Someone like you, el quid está en el verso en que su antiguo amado le suelta aquello de «Sometimes it lasts in love, but sometimes it hurts instead». Esos terroríficos «it», impersonales, cobardes, el amor que viene y va sin que intervengamos, sin que se nos puedan pedir cuentas, ahí está el despeñadero. No se puede negar que el amor pueda romperse; pero siempre lo rompe uno, o los dos, lo rompe alguien. Hay gente que cambia a peor, gente que, vista de cerca y pasado el colocón de endorfinas, decepciona, gente impaciente, también con lo de quererse, gente que da el pego hasta que la cosa se tuerce, enamorados del amor, incluso, en la Viña del Señor hay de todo. En fin, que hay razones bien razonables para dejar de querer a un otro que siempre es un melón por abrir y un ser vivo que muta, pero lo que no existe es un ente, «el amor», con vida propia e independiente de quienes se aman y susceptible de apagarse como se apaga una estrella.
Ni siquiera existe ese asesino soterrado y silencioso que llamamos rutina, culpable predilecto de cantantes y poetas. «No soy yo ni tú ni nadie/son los dedos miserables que le dan/cuerda a mi reloj», cantaba Joaquín Sabina. Pues miren ustedes: no. Cierto que el tiempo araña y golpea, y la cultura imperante atosiga y despista. Las películas, los anuncios, tanta gente insistiendo en esa cosa posmoderna de que la felicidad es coleccionar momentos (como quien caza pokémons), y la vida, experiencias; no ayudan las mentiras de quienes pretenden tenernos todo el día sintiendo, consumiendo, con la lengua fuera. En una de las escenas de Sueños de seductor, la novia de Woody Allen, al dejarlo, se queja de que ya no la estimula como en los comienzos, todo sexo, comidas, viajes y momentos cumbre. «¡Claro que no!», protesta Allen, «¡Si hubiera seguido a ese ritmo me hubiera dado un ataque al corazón!». Pero no, de veras que no, la rutina es cosa nuestra. Nos dejamos llevar nosotros, somos quienes tejemos esa malla espesa. Pero no faltan regalos, ni hincaduras de rodillas, ni fines de semana locos, sino bromas, conversaciones, riñones para cambiar pañales y preparar la cena, falta bajar la tapa del váter y faltan besos corrientes y frescos, besos de diario.
El amor no se acaba, lo terminamos nosotros; por dejación, por inercia, porque queremos seguir estrenando. «Porque el alma se vacía/como el cántaro en la nube/¡el amor acaba!», escribió Manuel Alejandro (lo bordó la Jurado). Esta es la idea nefasta: todo se pudre, el deseo se va como por un sumidero, los vínculos esclavizan («porque se vuelven cadenas/lo que fueron cintas blancas»), apesta lo que no huele a nuevo. El amor como balde resquebrajado (diminutas fisuras o agujeros inmensos), «porque el tiempo tiene grietas/porque grietas tiene el alma/porque nada es para siempre/y hasta la belleza cansa/¡el amor acaba!». Cien veces mentira; pero nunca hubo un embuste más conveniente, más exculpatorio, más ansiolítico. Solo se percata quien se para a pensarlo, pero qué mal visto está el examen de conciencia, tan anticomercial, tan antipático.
«Nos falló el corazón», comienzan los mexicanos de Matisse, y parece que ellos también vayan a echar el chivo al desierto, para que expíe nuestras culpas, pero luego cantan: «Si dejamos que la luz se apague/si dejamos nuestros sueños morir/¿qué hacemos los dos aquí?». ¡Eso es! De nosotros depende, no vale esconderse. Si el amor sencillamente ocurre, lo mismo se va que lo mismo vuelve, ¿qué mérito tiene? «Se acabó el amor entre tú y yo», perrean Abraham Mateo, Yandel y Jennifer López, «aunque yo te ame, por eso hoy te digo adiós». ¿Disculpen? Si dicen que aman, amen: porque el colmo de la tontería edulcorada es este tropo de los reguetones de que te sigo amando, pero de amor ya no hay nada.
Hoy pasa también otra cosa: lo del aguante. El marasmo desatencional de estos tiempos hiperfugaces ya se ha instalado —los zapatos sobre la mesa, el puro en la boca— en el templo de Eros. Estimulados de más, nos cuesta fijar la vista, también en nuestras parejas. Son tantas las opciones, tan surtido está el mercado (más mentiras, mentiras rentables), que ya no queremos estar satisfechos, sino maximizar nuestras posibilidades. Vamos adoptando modos de usuario impertinente; tenemos una autoestima que masajear y un capital erótico que invertir (como codiciosos gestores de fondos), de modo que, a la primera dificultad, al menor descuido, volvemos a repartir juego, tal vez a escondidas, por aquello del morbo. Ya no se trata de amar, sino de demostrar que merecemos ser amados; la cuestión es cotejar regularmente nuestra cotización en el parqué de las personalidades y los cuerpos.
Después del enamoramiento, toca cruzar los dedos, para que el amor no se acabe. Porque resulta que, ay, lo que sí se acaba es el enamoramiento. Aquí sí que no hay culpa de nadie; Dorothy Tennov, que lo estudió a fondo, vio su relativa involuntariedad y descubrió que duraba a lo más treinta y seis meses, lo que duró el elixir que bebieron Tristán e Isolda. Y a cada vez más les pasa lo que a C. Tangana, que va diciendo por ahí que tiene que estar enamorado todo el rato, o la ilusión se le acaba. Degustamos hamburguesas de enamoramiento como gurmés extasiados, para después masticar el caviar del amor con gesto cansino; no es de extrañar que celebramos las rupturas como floridos renacimientos. ¿Qué locura es esta? En 1902, un día, mientras monta en bicicleta, de repente, Bertrand Russell cae en la cuenta de que no está enamorado de su mujer. ¿Tanto ruido para esto, tantas películas, tantas canciones? ¿Tanto escándalo por esas mariposas que siempre se vuelven orugas? Ortega, con más razón que un santo, llamó «estupidez transitoria» a eso de enamorarse.
En un estupendo cuento (¿Puede prestarnos a su marido?), Graham Greene hace que el curtido protagonista nos explique que «nada es tan terrible, que al final de lo que se llama «la vida sexual» el único amor que perdura es el que lo ha aceptado todo, cada decepción, cada fracaso, cada traición, el que ha aceptado hasta el triste hecho de que al cabo, no hay deseo tan hondo como el simple deseo de compañía». Deseo razonable y grande, el de querer estar acompañado, y tan deseo como los otros, los que venden espás y abalorios, o incluso más, porque es el deseo del que jamás se escapa sino con la muerte, o con la muerte en vida.
«Hasta que el sol explote en el cielo/y las olas se nos lleven con la marea/viviré el resto de mi vida, hasta que muera en tus brazos», canta Jackie’s Boy con los SMLE en When my love ends, «hasta que la tierra comience a desmoronarse y no podamos quedar en pie/y hasta las montañas y las colinas caigan/entonces se acabará mi amor». Esa es la epopeya, queridas, queridos. Tenemos esa y ser personas de honor, valientes, morales. No hay más cera que esta que arde: amar y ser honorables. Olvídense de las utopías, hace mucho que se hicieron añicos. Crean en Dios, embellezcan el mundo, reverdezcan el planeta, embárquense en algo grande, pero no olviden luego volver a sus epopeyas personales e intransferibles. Y si es que se plantean amar, hagan caso a Denis de Rougemont: solo lo irrevocable es serio. Aférrense a esta maravillosa posibilidad de luchar por sus medias naranjas, las actuales, ese otro ser humano que tienen a su vera, mortal, perfectible y precioso como ustedes. Al diablo con Tristán e Isolda; como dice Jean-Luc Marion, amar provisoriamente es un sinsentido, no es amar en absoluto. Amar es querer amar siempre.
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