José María Contreras Espuny | 08 de abril de 2021
El cortijo de mis padres, donde almorzamos los domingos, se parece más al Serengueti que a Cantora. Hay que contar 19 adultos y 12 niños. Y siendo ya vida suficiente, aún habría que desglosar la bichillería.
Donde abunda, lo normal es que sobreabunde; y donde no hay, lo normal es que haya menos todavía. Así se comporta la vida: se concentra, se junta, prospera al calor de sí misma. Lo demuestra, por ejemplo, la ciudad y el enjambre de pecadores que allí residen en los metros cuadrados de aire que se hayan podido costear o en alguna mínima pradera del extrarradio; también la selva, siempre putrefacta y siempre naciente, con su histérico burbujeo de materia orgánica, su esplendor y su crueldad. Aunque más aún que la selva o la ciudad, más que cualquier otra cosa que pueda traer aquí, la mayor prueba de lo que digo es la casa de mis padres.
Todo empezó de un modo bastante común, al menos para aquellos tiempos: dos veinteañeros recién sacramentados que pronto tuvieron una hija, luego otra, luego yo y, al nacer María, compraron un solar y levantaron una casa. A día de hoy, entre los que allí viven y los que por allí se descuelgan hay que contar 19 adultos y 12 niños; 12 que, si Dios quiere, serán 14 antes de que acabe el año. Y siendo ya vida suficiente, aún habría que desglosar la bichillería: dos perros, un lagarto y tres ninfas; dos ratas, un conejo, dos pavos reales y otros dos negros; un cernícalo, una cobaya, algunos peces, gallinas que nadie se ha molestado en contar y un número fluctuante de grillos, cucarachas y gusanos.
Un pandemonio siempre al borde de la barbarie, más selva que ciudad. Para nosotros, los reality no los echa Telecinco, sino La 2 a la hora de la siesta. El cortijo de mis padres, donde almorzamos los domingos, se parece más al Serengueti que a Cantora. Llegamos entre llantos y trifulcas a eso de la una y pico. Abrimos las compuertas, canalizamos los niños hasta la cocina, los embuchamos para que no moscardeen en toda la tarde… Y al campo, a sobrevivir. Y hay que ver cómo aprenden. Si el día viene propicio y les cae un helado, ninguno, ni el más pequeño, se acerca a la labradora hasta que del helado solo quedan churretones en la cara; entonces sí: la buscan, cierran los ojos y quedan brillantes, impolutos, a falta de ponerse el pijama.
También aprendieron hace poco a sacrificar, destripar y desplumar un gallo; aunque en este caso fue en contra de nuestra voluntad. Matilde y yo sabíamos lo que mi padre tramaba, por eso estábamos a la puerta del cortijo, pensando en dar una vuelta hasta que acabara la traumática escena. Pues venga, yo me llevo a los niños… ¿Y los niños? ¿Qué niños? ¡Los tuyos! Dimos con ellos en el patio de poniente. Manuel estaba boquiabierto y José sostenía en alto un plato donde caía, salpicándole la cara, un chorro de sangre. El gallo estaba bocabajo, colgado por las cañas de una viga. Mi padre instruía a sus nietos sobre cómo había que sajar la carótida, pero se interrumpió para que no dejaran de apreciar las sacudidas de animal. Mira, mira: son los estertores de muerte.
De cualquier modo, no era el primer animal que veían en mal momento. No hace mucho descubrieron el cadáver del más censurable y portentoso de los bichos: el pavo titán, 8 kilos de testosterona en perpetua ebullición, un ser que nada respetó en vida ni nada respetará ahora que está muerto. A las dos pavas del corral las tenía acogotadas, dominadas a base de continuas cópulas y picotazos. Pero no se conformaba y con igual frecuencia encimaba otras especies sin que jamás un gallo abriera el pico para decir esa gallina mía. Hasta un tubo de PVC que había por allí, un trozo de plástico gris e indiferente, era pisoteado, lanzado por los aires, violado y pisoteado de nuevo. Y después, cuando se alejaba, el pavo aún volvía la vista por si al tubo se le ocurría rechistar.
Además de un violador, el pavo titán fue un pendenciero. Amenazaba incluso a los humanos, sacudiendo el buche y zarandeando su ridículo moco. Por eso hubo que encerrarlo en una sala del primer piso, sobre las antiguas cuadras. Pero ni siquiera allí, aislado, encarcelado, dejó de obedecer el mandato de su sangre. Tramaba, en su enfervorizada mente, planes de supremacía. Y si almorzábamos en el patio, teníamos que soportar sus desafiantes e ininterrumpidos glugluteos a través de la ventana. Como un falo erecto y amoratado, asomaba su cuello iracundo, su cabeza en llamas: Glu, GLU, ¡GLU!
Murió de bruto, resquebrajado de tanto pavear. Retó hasta desencajarse el buche y después siguió haciéndolo hasta perder la vida. Así lo encontraron mis hijos del otro lado de la alambrada. ¿Está en el cielo con los angelitos?, quiso saber José. Por un momento pensé en decir que sí, pero si tenía edad para recoger como una bacante la sangre de un gallo, quizá también para saber que existe el infierno y que, según opinión de su padre, allí estaría el titán, intimidando a los condenados y sin que el mismísimo Satán se atreva a ponerle un dedo encima.
Pero no acaba aquí su historia, porque antes de morir fecundó a una de las pavas. En un principio, la noticia fue considerada un feliz desenlace: la hembra convirtiendo el sufrimiento en vida. Nos equivocamos. Sin saber de Medea, la imitó. Incubó los huevos y sacó los pavitos adelante hasta que uno apareció muerto, aplastado hasta la asfixia. Nos dijimos que aquello era mala suerte, que solía pasar. Pero al día siguiente encontramos otro en idénticas circunstancias. Y al tercer día, el tercer pavito espachurrado. Ya no había duda: la pava se vengaba del titán tronchando los frutos de su bravío esperma; además lentamente, uno por día: se levantaba, mataba a uno de sus hijos y escarbaba en busca del desayuno para el resto. Como no creímos que fuera a entrar en razón, le quitamos las crías y fueron llevadas a la azotea de mis padres, a la buhardilla.
El problema de la buhardilla es que se ha convertido en el laboratorio de mi hermano Miguel; y mi hermano Miguel, para quien no lo conozca, es una especie de Mowgli con vocación de ordenador de mundos. Su último juguete es un lagarto del desierto, un dinosaurio en miniatura que permanece en un marasmo escultórico hasta que se echa un grillo en el terrario. Aun entonces no se mueve: pestañea una sola vez y aguarda. El grillo se le acerca, tal vez creyéndolo piedra, y de repente un calambrazo… Ya no hay grillo y el lagarto se relame.
Así se comporta la vida: se concentra, se junta, prospera al calor de sí misma
Y como ha de relamerse varias veces al día, hay una caja donde se reproducen los grillos. Al lado, para completar la dieta, dos más: con cucarachas una, con gusanos la otra. Y esta última es el origen del conflicto, porque los pavitos la han descubierto y llevan días comiéndose los gusanos destinados al dragón barbudo, que así llama la Wikipedia al lagarto que nosotros, en honor a Mulán, llamamos Mushu.
¡Tío Miguel –irrumpen mis hijos en el salón–, que los pavos se están comiendo los gusanos! Para su sorpresa, Miguel parece conforme, tranquilo como un dios que ve por encima del tiempo; y con ternura y aire profesoral les explica que cuando los pavitos mueran, sus cadáveres se cubrirán de gusanos, y esos gusanos le servirán luego para alimentar al lagarto, cúspide de su cadena trófica. Para mí es como una inversión. Es más, cuando nosotros mismos muramos… ¡Miguel, por favor!
La veracidad nace del amor a la verdad, porque no se practica solo desde el imperativo moral «tú debes», sino también porque es atractiva, porque es hermosa, porque es apetecible.
Este es el drama, el verdadero conflicto del hombre, a mi parecer: que no hace lo que desea en realidad. El único infierno que conozco es saber dónde está la vida y no caminar hacia ella.